El cuaderno rojo (3 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Puedo fechar este incidente a principios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosamente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez centavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda parecer, tuve la certeza de que eran los mismos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

5

En el parvulario de mi hijo había una niña cuyos padres estaban tramitando el divorcio. Yo apreciaba particularmente al padre, un pintor poco reconocido que se ganaba la vida copiando proyectos arquitectónicos. Creo que sus cuadros eran muy hermosos, pero siempre le faltó la suerte necesaria para convencer a los marchantes de que apoyaran su obra. La única vez que expuso, la galería quebró al poco tiempo.

B. no era un intimo amigo, pero lo pasábamos bien juntos, y, siempre que lo veía, yo volvía a casa con renovada admiración por su tenacidad y su calma interior. No era un hombre que se quejara, que sintiera lástima de sí mismo. Por muy negras que le hubieran ido las cosas en los últimos años (infinitos problemas de dinero, falta de éxito artístico, amenazas de desahucio de su casero, dificultades con su antigua mujer), nada parecía desviarlo de su camino. Continuaba pintando con la misma pasión de siempre, y, al revés que muchos, nunca mostró ninguna amargura, ninguna envidia hacia artistas de menor talento a los que les iba mucho mejor que a él.

A veces, cuando no trabajaba en sus propios cuadros, hacía copias de los maestros antiguos en el Metropolitan Museum. Me acuerdo de un Caravaggio que copió un día y que me pareció extraordinario. No era una copia, sino más bien una réplica, un duplicado exacto del original. En una de aquellas visitas al museo, un millonario tejano vio trabajar a B. y quedó tan impresionado que le encargó la copia de un Renoir para regalársela a su novia.

B. era sumamente alto (casi dos metros), guapo y amable, cualidades que lo hacían especialmente atractivo para las mujeres. Cuando superó el divorcio y volvió a la circulación, no tuvo problemas para encontrar compañeras. Yo sólo lo veía dos o tres veces al año, pero cada vez había una mujer distinta en su vida. Todas estaban evidentemente locas por él. Sólo tenías que ver cómo miraban a B. para adivinar lo que sentían, pero, por una u otra razón, ninguna de sus relaciones duraba demasiado.

Dos o tres años después, el casero de B. consiguió su propósito y lo echó del estudio. B. abandonó la ciudad, y dejamos de vernos.

Pasaron varios años y entonces, una noche, B. volvió a la ciudad para asistir a una cena. Mi mujer y yo también estábamos invitados y, cuando supimos que B. estaba a punto de casarse, le pedimos que nos contara la historia de cómo había conocido a su futura mujer.

Unos seis meses antes, nos contó, había hablado por teléfono con un amigo. El amigo estaba preocupado por B., y pronto empezó a reprocharle que no hubiera vuelto a casarse. Ya hace siete años que te divorciaste, le dijo; ya hubieras podido sentar la cabeza con una docena de mujeres atractivas e interesantes. Pero ninguna te parece lo bastante buena y siempre las dejas. ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios quieres?

No me pasa nada, dijo B. Simplemente no he encontrado la persona adecuada, eso es todo. Al ritmo que vas, nunca la encontrarás, le respondió su amigo. ¿Has encontrado alguna vez una mujer que se aproxime a lo que buscas? Dime una, sólo una. ¿A que no eres capaz de nombrar una sola mujer?

Sorprendido ante la vehemencia de su amigo, B. reflexionó sobre el asunto detenidamente. Sí, dijo por fin. Había una. Una mujer que se llamaba E., a la que había conocido en Harvard cuando era estudiante, hacía más de veinte años. Pero entonces E. salía con otro, y B. salía con otra (su futura ex mujer), y no había habido nada entre ellos. No tenía ni idea de dónde estaba E. ahora, dijo, pero si encontrara a alguien como ella, no dudaría en casarse de nuevo.

Ése fue el final de la conversación. Antes de hablarle de E; a su amigo, B. no se había acordado de aquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la podía quitar de la cabeza. En los tres o cuatro días siguientes, pensó en ella sin parar, incapaz de librarse de la sensación de que hacía varios años había perdido una oportunidad única de ser feliz. Entonces, como si la intensidad de estos pensamientos hubiera enviado una señal a través del mundo, el teléfono sonó una noche y allí estaba E., al otro lado de la línea.

B. la tuvo al teléfono más de tres horas. Ni se enteraba de lo que le decía, pero habló y habló hasta pasada la medianoche, con la conciencia de que algo extraordinario había sucedido y no podía dejarlo escapar otra vez.

Al terminar sus estudios universitarios, E. ingresó en una compañía de baile y durante los últimos veinte años se había dedicado exclusivamente a su carrera. Nunca se había casado, y, ahora que estaba a punto de retirarse de los escenarios, llamaba a viejos amigos del pasado, intentando volver a tomar contacto con el mundo. No tenía familia (sus padres se habían matado en un accidente de coche cuando era niña) y se había criado con dos tías que ya habían muerto.

B. quedó en verla la noche siguiente. Cuando se encontraron, no tardó mucho en descubrir que sus sentimientos hacia E. eran tan fuertes como había imaginado. Volvía a estar enamorado de ella, y varias semanas después decidieron casarse.

Para que la historia sea aún más perfecta, resultó que E. tenía bienes. Sus tías habían sido ricas, y a su muerte ella había heredado todo su dinero, lo que significaba que B. no sólo había hallado el verdadero amor, sino que los incesantes problemas de dinero que lo habían agobiado durante años habían desaparecido de repente. Todo de golpe.

Un año o dos después de la boda, tuvieron un hijo. Según mis últimas noticias, el padre, la madre y el niño están bien.

6

En la misma línea, a pesar de abarcar un período de tiempo más corto (unos meses en lugar de veinte años), otro amigo, R., me habló de cierto libro inencontrable que había estado intentando localizar sin éxito, husmeando en librerías y catálogos en busca de una obra supuestamente excepcional que tenía muchas ganas de leer, y cómo, una tarde que paseaba por la ciudad, tomó un atajo a través de la Grand Central Station, subió la escalera que lleva a Vanderbilt Avenue, y descubrió a una joven apoyada en la baranda de mármol con un libro en la mano: el mismo libro que él había estado intentando localizar tan desesperadamente.

Aunque no es alguien que normalmente hable con desconocidos, R. estaba tan asombrado por la coincidencia que no se pudo callar.

—Lo crea o no —le dijo a la joven—, he buscado ese libro por todas partes.

—Es estupendo —respondió la joven—. Acabo de terminar de leerlo.

—¿Sabe dónde podría encontrar otro ejemplar? —preguntó R.—. No puedo decirle cuánto significaría para mí.

—Éste es suyo —respondió la mujer.

—Pero es suyo —dijo R.


Era
mío —dijo la mujer—, pero ya lo he acabado. He venido hoy aquí para dárselo.

7

Hace doce años, la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su intención era estudiar chino (que ahora habla con fluidez pasmosa) y mantenerse dando clases de inglés a los nativos de Taipei de habla china. Fue aproximadamente un año antes de que yo conociera a mi mujer, que entonces hacía los cursos de doctorado en la Universidad de Columbia.

Un día, mi futura cuñada estaba hablando con una amiga norteamericana, una joven que también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:

—Tengo una hermana que vive en Nueva York —dijo mi futura cuñada.

—También yo —contestó su amiga.

—Mi hermana vive en el Upper West Side.

—La mía también.

—Mi hermana vive en la calle 109 Oeste.

—Aunque no te lo creas, la mía también.

—Mi hermana vive en el número 309 de la calle 109 Oeste.

—¡La mía también!

—Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.

Su amiga suspiró y dijo:

—Sé que parece un disparate, pero la mía también.

Es prácticamente imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en las antípodas, separadas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jóvenes se maravillaban en Taipei de la sorprendente conexión que acababan de descubrir, cayeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemente dormían en aquel instante. En el mismo piso del mismo edificio del norte de Manhattan, cada una dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía lugar en el otro extremo del mundo.

Aunque eran vecinas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se conocían. Cuando por fin se conocieron (dos años después), ninguna de las dos seguía viviendo en el mismo edificio.

Siri y yo ya estábamos casados. Una tarde, camino de una cita, nos paramos a echar un vistazo en una librería de Broadway. Seguramente curioseábamos en diferentes secciones, y, porque Siri quería enseñarme algo o porque yo quería enseñarle algo a ella (no me acuerdo), uno de los dos llamó al otro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos acercó corriendo. “Ustedes son Paul Auster y Siri Hustvedt, ¿verdad?”, dijo. “Sí, exactamente”, contestamos. “¿Cómo lo sabe?” La mujer nos explicó entonces que su hermana y la hermana de Siri habían estudiado juntas en Taiwan.

El circulo se había cerrado por fin. Desde aquella tarde en la librería, hace diez años, esa mujer ha sido una de nuestras mejores y más fieles amigas.

8

Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos:
Desconocido
,
A su procedencia
. Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien había escrito:
No vive en esta dirección
. Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras
Devolver al remitente
. Suponiendo que la oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas). La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa.

Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: “Querido Robert, en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mi, y, por lo que sé, lo sigue intentando.

Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el servicio de correos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.

Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.

9

Uno de mis mejores amigos es un poeta francés que se llama C. Hace ya más de veinte años que nos conocemos, y, aunque no nos vemos muy a menudo (él vive en París y yo en Nueva York), seguimos manteniendo una estrecha relación. Es una relación fraternal, como si en una vida anterior hubiéramos sido de verdad hermanos.

C. es un hombre muy contradictorio. Se abre al mundo y a la vez se aísla del mundo: es una figura carismática con multitud de amigos en todas partes (legendaria por su amabilidad, su humor y su conversación chispeante), y, sin embargo, ha sido herido por la vida, y le cuesta un auténtico esfuerzo enfrentarse a las tareas sencillas que la mayoría de la gente da por resueltas. Poeta excepcionalmente dotado y pensador de la poesía, C. sufre, sin embargo, frecuentes bloqueos en su trabajo de escritor, rachas patológicas de desconfianza en sí mismo, y, cosa sorprendente (para alguien tan generoso, tan totalmente desprovisto de mezquindad), es capaz de rencores y rencillas interminables, generalmente por una tontería o por algún principio abstracto. Nadie es tan universalmente admirado como C., nadie posee más talento, nadie se erige con mayor facilidad en el centro de atención, y, sin embargo, siempre ha hecho todo lo que ha podido para estar al margen. Desde que se separó de su mujer hace muchos años, ha vivido solo en una serie de pequeños apartamentos de una habitación subsistiendo prácticamente sin dinero con empleos efímeros y esporádicos, publicando poco y rehusando escribir una sola palabra de crítica literaria, aunque lo lea todo y sepa más de poesía contemporánea que ninguna otra persona en Francia. Para los que lo queremos (y somos muchos), C. es a menudo motivo de inquietud. En la medida en que lo respetamos y deseamos su bien, también nos preocupamos por él.

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