El cuento número trece (51 page)

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Authors: Diane Setterfield

Y mañana ya fue muy tarde.

Me despertó un grito. ¡Emmeline!

No era Emmeline quien gritaba. Emmeline estaba resoplando y jadeando, gruñendo y sudando como una bestia, con los ojos fuera de las órbitas y enseñando los dientes, pero no gritaba. Tragándose su dolor lo transformaba en fuerza dentro de ella. El grito que me había despertado y los gritos que seguían retumbando en toda la casa no eran suyos, sino de Adeline, y no cesaron hasta el amanecer, cuando Emmeline trajo al mundo a un varón.

Era el siete de enero.

Emmeline se durmió con una sonrisa en los labios.

Bañé al bebé, que abrió los ojos de par en par, sorprendido por el contacto con el agua caliente.

Salió el sol.

El momento para las decisiones ya había pasado, no había decidido nada, pero ahí estábamos, superado el desastre, sanas y salvas.

Mi vida podía continuar.

Incendio

L
a señorita Winter pareció intuir la llegada de Judith, porque cuando el ama de llaves asomó la cabeza por la puerta, nos encontró calladas. Me llevó una taza de chocolate en una bandeja, pero también se ofreció a relevarme si deseaba dormir. Negué con la cabeza.

—Estoy bien, gracias.

La señorita Winter también negó con la cabeza cuando Judith le recordó que ya podía tomar más pastillas de las blancas si las necesitaba.

Cuando Judith se marchó, la señorita Winter cerró nuevamente los ojos.

—¿Cómo está el lobo? —pregunté.

—Tranquilo en un rincón —dijo—. ¿Y por qué no iba a estar tan tranquilo? Está seguro de su victoria. No le importa esperar. Sabe que no voy a montar ningún escándalo. Hemos llegado a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo?

—Él dejará que yo acabe mi historia y después yo dejaré que él acabe conmigo.

La señorita Winter me contó la historia del incendio mientras el lobo llevaba la cuenta atrás de las palabras.

Antes de su llegada, yo no me había detenido a pensar demasiado en el bebé. Como es lógico, había meditado sobre los aspectos prácticos de esconder a un bebé en la casa y había trazado un plan para su futuro. Si conseguíamos mantenerlo oculto durante un tiempo, daría a conocer su existencia más adelante. Aunque levantara rumores, podríamos presentarlo como el hijo huérfano de un familiar lejano, y por mucho que los vecinos llegaran a preguntarse sobre su parentesco exacto, nada podrían hacer para obligarnos a desvelar la verdad. Mientras trazaba esos planes solo había considerado al bebé un problema por resolver. No había tenido en cuenta que era sangre de mi sangre. No había esperado quererle.

Era hijo de Emmeline, lo cual ya era razón suficiente para quererlo. Era de Ambrose. En eso prefería no pensar. Pero también era mío. Me maravillaban su piel perlada, sus labios rosados y carnosos, los tímidos movimientos de sus manitas. La intensidad de mi deseo de protegerle me sobrecogía; quería protegerlo por Emmeline, protegerlo por él mismo, protegerlos a los dos por mí. Cuando los veía juntos, no podía apartar mis ojos de ellos. Eran tan bellos. Mi único deseo era mantenerlos a salvo. Y no tardé en comprender que necesitaban un guardián que velara por su seguridad.

Adeline estaba celosa del bebé. Más celosa de lo que lo había estado de Hester, más celosa de lo que lo estaba de mí. Era lógico; aunque Emmeline se había encariñado con Hester y a mí me quería, ninguno de esos dos afectos habían podido rivalizar con su amor por Adeline. Pero el bebé, ah, el bebé era otra cosa. El bebé lo usurpó todo.

La intensidad del odio de Adeline no debería haberme sorprendido. Sabía lo terrible que podía ser su ira, había presenciado el alcance de su violencia. Pero el día en que comprendí por primera vez hasta dónde era capaz de llegar, casi no pude creerlo. Ese día pasé frente al dormitorio de Emmeline y abrí la puerta con sigilo para comprobar si todavía dormía. Encontré a Adeline en la habitación, inclinada sobre la cuna, junto a la cama de Emmeline, y algo en su postura me alarmó. Al oír mis pasos se sobresaltó, se dio la vuelta y salió precipitadamente de la habitación. En las manos llevaba un cojín.

Guiada por el instinto, corrí hasta la cuna. El pequeño dormía profundamente, con la mano hecha un ovillo junto a la oreja, respirando con su aliento ligero y delicado.

¡Lo había salvado!

Hasta que ella volviera a intentarlo.

Empecé a espiar a Adeline. El tiempo que había vivido como fantasma volvió a serme útil para poder espiarla escondida detrás de cortinas y tejos. Actuaba sin orden ni concierto; dentro o fuera de casa, sin reparar en la hora o el clima, se enfrascaba en actividades reiterativas y carentes de sentido. Obedecía dictados que escapaban a mi entendimiento. Poco a poco, no obstante, una actividad suya en concreto atrajo mí atención. Una, dos, tres veces al día, Adeline entraba en la cochera y en cada ocasión salía con una lata de gasolina en la mano. Dejaba la lata en el salón, en la biblioteca o en el jardín. Después parecía perder interés por las latas. Ella sabía lo que estaba haciendo, pero de una forma vaga, olvidadiza. Cuando ella no miraba, yo las devolvía a su lugar. ¿Qué pensaba de las latas que desaparecían? Quizá que tenían vida propia, que podían desplazarse a su antojo. O tal vez confundía el recuerdo de haberlas movido con sueños o planes todavía pendientes de ejecución. Sea como fuere, no parecía extrañarle que no estuvieran donde las había dejado. Y pese a la rebeldía de las latas, ella seguía sacándolas de la cochera y escondiéndolas en diferentes rincones de la casa.

Yo me pasaba la mitad del día devolviendo latas de gasolina a la cochera, pero un día en que no quise dejar solos a Emmeline y el bebé mientras dormían, dejé una en la biblioteca, fuera de la vista, detrás de los libros, en uno de los estantes superiores. Y entonces pensé que quizá ese sería el mejor lugar, pues al devolver las latas siempre a la cochera solo conseguía que aquel juego continuara, como un tiovivo. Si las retiraba por completo del circuito, quizá pudiera ponerle fin.

Espiar a Adeline me dejaba exhausta, pero ¡ella nunca se cansaba! Con una pequeña cabezada tenía cuerda para rato. Podía estar levantada y dando vueltas por la casa a cualquier hora de la noche. Y a mí empezaba a vencerme el sueño. Una noche Emmeline se fue a la cama temprano. El niño estaba en la cuna. Se había pasado el día llorando, aquejado de un cólico, pero en aquel momento estaba mejor y dormía profundamente.

Cerré las cortinas.

Era hora de ir a ver qué hacía Adeline. Estaba harta de estar siempre en vela. Vigilaba a Emmeline y a su hijo cuando dormían, vigilaba a Adeline cuando estaban despiertos, así que yo apenas dormía. Qué paz reinaba en la habitación. La respiración de Emmeline me sosegaba, me relajaba, y también los suaves soplos del bebé a su lado. Recuerdo que me quedé oyendo sus respiraciones, su armonía, pensando en lo tranquilas que eran, pensando en cómo describirlas —mi principal entretenimiento consistía en buscar palabras para las cosas que veía y oía—, y pensé que tendría que describir la forma en que su respiración parecía penetrar en mí, apoderarse de mi aliento, como si los tres fuéramos parte de una misma cosa: Emmeline, nuestro bebé y yo, los tres una misma respiración. Esa idea se apoderó de mí y me hundí con ellos en el sueño.

Algo me despertó. Como un gato, me puse en guardia antes incluso de abrir los ojos. No me moví, mantuve la respiración controlada y observé a Adeline a través de las pestañas.

Se inclinó sobre la cuna, levantó al bebé y salió de la habitación. Pude gritar para detenerla, pero no lo hice. Si hubiera gritado, Adeline habría postergado su plan, mientras que si la dejaba seguir con él, podría descubrir sus intenciones y pararle los pies de una vez por todas. El bebé se retorció en sus brazos. Estaba empezando a despertarse. No le gustaba estar en unos brazos que no fueran los de Emmeline, ni siquiera una gemela puede engañar a un bebé.

La seguí hasta la biblioteca y me asomé a la puerta; Adeline la había dejado entornada. El bebé estaba sobre la mesa, junto a la ordenada pila de libros que yo nunca devolvía a sus estantes por la frecuencia con que los releía. Divisé movimiento entre los pliegues de la manta. Oí sus suaves lloriqueos; ya estaba despierto.

Arrodillada ante la chimenea estaba Adeline. Cogió carbón del cubo, leños del cesto que había junto al hogar y los colocó de cualquier manera en la chimenea. Adeline no sabía preparar un fuego como es debido. Yo había aprendido del ama la disposición correcta del papel, las astillas, el carbón y los leños. Los preparativos de Adeline eran disparatados y el fuego nunca prendía.

Poco a poco comprendí cuáles eran sus intenciones.

No lo conseguiría. Apenas había un resto de calor en las cenizas, insuficiente para encender el carbón o los leños, y yo nunca dejaba astillas ni cerillas a mano. Aquella disposición suya era tan absurda que no podía prosperar, estaba segura de que no. Aun así, me sentía intranquila. Con su ansia bastaba para hacer fuego. Adeline solo tenía que mirar algo para que echara chispas. La magia incendiaria que poseía era tan fuerte que podía prender fuego al agua si lo deseaba con suficiente intensidad.

Horrorizada, vi cómo colocaba al bebé, todavía envuelto en la manta, sobre el carbón.

Después miró a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?

Cuando se dirigió a la puerta y la abrió, retrocedí de un salto y me oculté entre las sombras. No me había visto. Buscaba otra cosa. Dobló por el pasillo que se extendía por debajo de la escalera y desapareció.

Corrí hasta la chimenea y rescaté al bebé de la pira. Envolví un cojín cilíndrico que había en el diván con la manta y lo coloqué sobre el carbón, pero no tuve tiempo para huir. Oí pasos en las losetas de piedra y el sonido de una lata de gasolina arañando el suelo. La puerta se abrió justo en el instante en que yo retrocedía hacia uno de los vanos de la biblioteca.

Chist, supliqué en silencio, no llores ahora, y estreché al bebé contra mi cuerpo para que no extrañara el calor de la manta.

De vuelta en la chimenea, con la cabeza ladeada, Adeline se quedó mirando el fuego. ¿Qué ocurría? ¿Había notado el cambio? Pero no. Volvió a mirar a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?

El bebé se revolvió, sacudió los brazos, agitó las piernas, tensó la columna con ese movimiento que suele anunciar el llanto. Lo reacomodé, apreté su cabeza contra mi hombro, noté su respiración en mi cuello. No llores. Por favor, no llores.

Se tranquilizó y seguí observando.

Mis libros. Sobre la mesa. Aquellos libros por delante de los cuales no podía pasar sin abrirlos al azar por el simple placer de leer unas pocas palabras, de darles un saludo rápido. Qué incongruencia verlos en sus manos. ¿Adeline con un libro? Demasiado extraño. Cuando abrió uno, pensé durante un largo y extraño instante que iba a leer...

Arrancó páginas y páginas a puñados. Las esparció por toda la mesa; algunas cayeron al suelo. Cuando terminó, cogió manojos enteros e hizo bolas con ellos. ¡Deprisa! ¡Como un torbellino! Mis pequeños volúmenes, de repente una montaña de papel. ¡Pensar que un libro podía contener tanto papel! Quise gritar, pero ¿qué? Todas esas palabras, esas hermosas palabras, arrancadas y arrugadas, y yo, oculta en las sombras, enmudecida.

Reunió una brazada y la volcó sobre la manta. Tres veces la vi ir y venir entre la mesa y la chimenea con los brazos llenos de páginas, hasta que la chimenea rebosó de libros destripados.
Jane Eyre, Cumbres borrascosas, La dama de blanco
... Decenas de bolas de papel resbalaban de la pira, algunas rodaban hasta la alfombra, uniéndose a las que se le habían caído por el camino.

Una se detuvo a mis pies. Con sumo sigilo, me agaché para recogerla.

¡Oh! Indignada al ver el papel arrugado; palabras descontroladas, sin sentido, volando en todas direcciones. Se me rompió el corazón.

La rabia me inundó, me transportó como un objeto naufragado incapaz de ver o respirar, bramó como un océano en mi cabeza. Quise aullar, salir de mi escondite como una demente y abalanzarme sobre ella, pero tenía en mis brazos el tesoro de Emmeline, de modo que temblando, sollozando en silencio, me limité a contemplar cómo su hermana profanaba mi tesoro.

Finalmente se dio por satisfecha con su pira, pero era absurda la miraras por donde la miraras. «Está todo al revés —habría dicho el ama—, nunca prenderá, el papel tiene que ir debajo.» No obstante, aunque Adeline hubiera preparado un fuego como es debido, tampoco habría importado. No podía encenderlo: no tenía cerillas. Y aunque las hubiera tenido, no habría logrado su objetivo, porque el niño, su víctima, estaba en mis brazos. Y he aquí la mayor locura de todas: si yo no hubiera estado allí para detenerla, si no hubiera rescatado al bebé... ¿Cómo podría haber creído Adeline que quemando al hijo de Emmeline la recuperaría como hermana?

Era el fuego de una loca.

El bebé se agitó en mis brazos y abrió la boca para llorar. ¿Qué podía hacer? A espaldas de Adeline, retrocedí con sigilo y huí a la cocina.

Tenía que esconder al bebé en un lugar seguro antes de ocuparme de Adeline. Mi mente trabajaba frenéticamente, pasando de un plan a otro. A Emmeline ya no le quedará ni una pizca de amor para su hermana cuando se entere de lo que ha intentado hacer. Ya solo seremos ella y yo. Contaremos a la policía que Adeline mató a John-the-dig y se la llevarán. ¡No! Le diremos a Adeline que si no se marcha de Angelfield hablaremos con la policía... ¡No! ¡Ya lo tengo! ¡Nosotras nos iremos de Angelfield! ¡Sí! Emmeline y yo nos iremos con el bebé y empezaremos una nueva vida, sin Adeline, sin Angelfield, pero juntas.

De repente todo parece tan sencillo que me sorprende que no se me haya ocurrido antes.

De un gancho de la puerta de la cocina cuelga el zurrón de Ambrose. Desabrocho la hebilla y envuelvo al bebé entre sus pliegues. Con el futuro brillando con tanta intensidad que se me antoja más real que el presente, guardo también la página de
Jane Eyre
en el zurrón, para protegerla, y una cuchara que descansa sobre la mesa de la cocina. La necesitaremos en nuestro viaje hacia una nueva vida.

Y ahora, ¿adonde? A un lugar cercano a la casa, donde el bebé esté a salvo, donde pueda estar abrigado los pocos minutos que tarde en regresar a la casa, coger a Emmeline y convencerla de que me siga...

La cochera no; Adeline suele ir allí. La iglesia. Adeline nunca entra en la iglesia.

Echo a correr por el camino, cruzo la entrada del cementerio y entro en la iglesia. En las primeras filas hay cojines tapizados para arrodillarse a rezar. Hago una cama con ellos y coloco encima al bebé dentro del zurrón de lona.

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