El dador de recuerdos (18 page)

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Authors: Lois Lowry

Tags: #Ciencia ficción - Juvenil

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Jonás.

Papá suspiró disgustado.

—Pues ya sabes que no estaba aquí cuando volviste a casa esta mañana porque quisimos que pasara la noche en el Centro de Crianza.

Parecía una buena ocasión, ya que tú no estabas, para hacer un ensayo. ¡Últimamente dormía tan tranquilo!

—¿Y el ensayo salió mal? —preguntó Mamá con interés.

Papá soltó una carcajada sarcástica.

—Eso es poco decir. ¡Fue un desastre! Se pasó toda la noche llorando, al parecer. Les volvió locos a los del turno de noche. Cuando yo entré estaban auténticamente destrozados.

—¡Gabi, malo! —dijo Lily, chascando la lengua como para regañar al pequeño, que desde el suelo sonreía de oreja a oreja.

—Así que —siguió diciendo Papá—, obviamente tuvimos que tomar la decisión. Hasta yo voté por la liberación de Gabriel en la reunión de esta tarde.

Jonás soltó el tenedor y se quedó mirando a su padre.

—¿Liberarle? —dijo.

Papá asintió.

—Se ha hecho todo lo que se ha podido, ¿no?

—De eso no cabe la menor duda —afirmó Mamá rotundamente.

También Lily movió la cabeza manifestando su conformidad.

Jonás se esforzó por mantener la voz absolutamente serena.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo será liberado?

—Mañana por la mañana, lo primero de todo. Tenemos que iniciar los preparativos de la Ceremonia de Imposición de Nombres, así que hemos pensado que lo mejor era quitarnos esto de encima cuanto antes.

«Mañana por la mañana, ¡adiosito, Gabi!» —le habría dicho Papá con su vocecita cantarina.

Jonás alcanzó la otra orilla del río y allí hizo un alto para mirar atrás. La Comunidad en la que había transcurrido toda su vida quedaba ya a sus espaldas, dormida. Al amanecer, la vida ordenada y disciplinada que siempre había conocido continuaría igual sin él. La vida en la que no había nunca nada inesperado. Ni inconveniente. Ni insólito. La vida sin color, y sin dolor, y sin pasado.

Pisó otra vez con fuerza el pedal y siguió rodando por el camino.

No era prudente perder tiempo en mirar atrás. Pensó en las Normas que había transgredido hasta allí: suficientes para que, si le pillaban ahora, le condenaran.

Primera, había salido de casa por la noche. Transgresión grave.

Segunda, había sustraído alimentos a la Comunidad: delito muy serio, aunque lo que había sustraído eran sobras, sacadas a las puertas de las casas para su recogida.

Tercera, había robado la bicicleta de su padre. Por un instante había titubeado, ya en el aparcamiento a oscuras, porque no quería nada de su padre y porque además no estaba seguro de poder llevar cómodamente la bici mayor, estando tan acostumbrado a la suya.

Pero era necesario porque ésta tenía detrás un sillín de niño.

Y se había llevado también a Gabriel.

Sentía en su espalda la cabecita, botando suavemente contra él según rodaban. Gabriel iba muy dormido, atado a su sillín. Antes de salir de casa, Jonás había puesto sus manos firmemente en la espalda de Gabi y le había transmitido el recuerdo más sedante que tenía: una hamaca meciéndose despacio bajo palmeras en una isla perdida, a la caída de la tarde, con un sonido rítmico de agua lánguida que lamía hipnóticamente una playa cercana. A medida que el recuerdo fue filtrándose de él al Nacido, sintió que el sueño de Gabi se apaciguaba y se hacía más profundo. Ni se movió siquiera cuando Jonás le alzó de la cuna y le colocó con suavidad en el asiento moldeado.

Sabía que le quedaban las horas restantes de la noche antes de que se advirtiera su fuga. Así que pedaleaba con fuerza, a un ritmo constante, poniendo toda su voluntad en no cansarse a medida que pasaban los minutos y los kilómetros. No había habido tiempo de recibir los recuerdos de fuerza y valor con los que habían contado el Dador y él. De modo que tenía que apañarse con lo suyo, y confiaba en que fuera suficiente.

Rodeó las comunidades vecinas, donde las casas estaban a oscuras. Poco a poco las distancias de una comunidad a otra eran mayores, con tramos más largos de carretera desierta. Al principio le dolieron las piernas; luego, conforme pasaban las horas, se le insensibilizaron.

Al amanecer Gabriel empezó a rebullir. Estaban en una zona despoblada; los campos a ambos lados de la carretera aparecían salpicados aquí y allá de arboledas. Vio un arroyo y se dirigió hacia él atravesando una pradera llena de baches y rodadas; Gabriel, ya despierto del todo, se reía con el sube y baja de la bici.

Jonás le desató, le bajó al suelo y vio cómo se ponía a investigar la hierba y las ramitas con deleite. Él escondió cuidadosamente la bici en los arbustos.

—¡El desayuno, Gabi!

Desenvolvió algo de comida y la repartió entre los dos. Luego llenó de agua del arroyo la taza que llevaba y dio de beber a Gabriel. Él también bebió con ansia y se sentó junto al arroyo, mirando jugar al niño.

Estaba exhausto. Sabía que tenía que dormir para dar reposo a sus músculos y prepararse para más horas de bici. No sería prudente viajar a la luz del día.

Pronto le estarían buscando.

Encontró un sitio bien oculto entre los árboles, se llevó allí al niño y se tumbó, sujetando a Gabriel entre los brazos. Gabi forcejeó alegremente como si fuera un juego de luchas de las que hacían en casa, con cosquillas y risas.

—Lo siento, Gabi —le dijo Jonás—. Sé que es muy pronto, y que te acabas de despertar. Pero ahora tenemos que dormir.

Estrechó el cuerpecito contra sí y frotó la pequeña espalda, arrullándole. Luego le puso las manos con fuerza y le pasó un recuerdo de cansancio saludable y profundo. A los pocos instantes la cabeza de Gabriel vaciló y se desplomó sobre el pecho de Jonás.

Juntos, los dos fugitivos pasaron durmiendo su primer día de peligro.

Lo más aterrador eran los aviones. Habían pasado varios días; Jonás ya no sabía cuántos. El viaje se había hecho automático: dormir de día, escondidos entre la maleza y los árboles; buscar agua; dividir cuidadosamente los restos de comida, aumentados con lo que Jonás pudiera hallar en los campos. Y los interminables, inacabables kilómetros de bici por las noches.

Ahora tenía duros los músculos de las piernas. Le dolían cuando se colocaba para dormir. Pero eran más fuertes y se detenía a descansar con menos frecuencia. A veces, en la parada, bajaba a Gabriel para que hiciera un poco de ejercicio y corrían juntos por la carretera o por un campo, en la oscuridad. Pero siempre, cuando a la vuelta ataba otra vez en el sillín al pequeño, que no se quejaba, y volvía a montar, sus piernas estaban dispuestas.

De modo que tenía suficiente fuerza suya, y no sentía la falta de la que el Dador le podía haber transmitido, si hubiera habido tiempo.

Pero cuando venían los aviones echaba de menos haber recibido el valor.

Sabía que eran aviones de búsqueda. Volaban tan bajo que le despertaban con el ruido de los motores y a veces, asomándose temeroso desde su escondite, casi les veía las caras a los tripulantes.

Sabía que ellos no veían los colores, y que la carne del niño y de él, lo mismo que los rizos de oro claro de Gabriel, no serían más que toques de gris entre el follaje incoloro. Pero de sus estudios de ciencia y tecnología en la escuela recordaba que los aviones de búsqueda utilizaban unos sensores térmicos que detectaban el calor de los cuerpos y podían localizar a dos seres humanos acurrucados entre las matas.

Así que siempre que oía ruido de aviones cogía a Gabriel y le transmitía recuerdos de nieve, guardando algunos para sí. Los dos se quedaban fríos, y cuando los aviones se iban, tiritaban abrazados hasta que les volvía a entrar el sueño.

A veces, cuando le pasaba recuerdos a Gabriel, sentía Jonás que eran más superficiales, un poco más débiles que antes. Era eso lo que esperaba y lo que habían planeado el Dador y él: que a medida que se fuera alejando de la Comunidad, se iría desprendiendo de los recuerdos y dejándolos atrás para la población. Pero ahora, cuando los necesitaba, cuando venían los aviones, se esforzaba por sujetar lo que todavía tenía de frío y utilizarlo para la supervivencia de los dos.

Los aviones solían venir de día, cuando estaban escondidos. Pero Jonás se mantenía alerta también de noche, en la carretera, siempre con el oído atento al ruido de los motores. Hasta Gabriel escuchaba, y a veces gritaba: «¡Avidón! ¡Avidón!» antes de que Jonás oyera el ruido aterrador. Cuando, como ocurría de tanto en tanto, los buscadores venían de noche, mientras rodaban, Jonás se apresuraba a alcanzar el árbol o el matorral más próximo, se tiraba al suelo y se enfriaba y enfriaba a Gabriel. Pero a veces se salvaban por los pelos.

Mientras pedaleaba por las noches, ahora atravesando un paisaje desierto, muy lejos ya de las comunidades y sin signo de habitación humana ni alrededor ni al frente, iba en constante vigilancia, atento al escondite más próximo por si llegaba ruido de motores.

Pero la frecuencia de los aviones disminuyó. Venían cada vez menos, y cuando venían volaban con menor lentitud, como si ya la búsqueda fuera al azar y sin esperanzas de éxito. Hasta que pasó todo un día y toda una noche sin que aparecieran.

Capítulo Veintidós

Ahora el paisaje iba cambiando. Era un cambio sutil, que al principio casi no se notaba. La carretera era más estrecha y estaba llena de baches, como si ya no la reparasen los equipos viarios. De pronto se hizo más difícil mantener el equilibrio en la bici, porque la rueda delantera tropezaba en piedras y rodadas.

Una noche Jonás se cayó, al tropezar la bici con una peña.

Instintivamente echó los brazos a Gabriel, y el niño, que iba bien atado en su sillín, no sufrió ningún daño, nada más que el susto al caer de lado la bici. Pero Jonás se torció un tobillo y se desolló las rodillas y la sangre le empapó los pantalones rotos. Lleno de dolores se levantó y enderezó la bici, a la vez que tranquilizaba a Gabi.

Empezó a atreverse a viajar de día. Ya no se acordaba del miedo a los aviones de búsqueda, que parecían haberse desvanecido en el pasado. Pero ahora había otros miedos; el paisaje extraño encerraba peligros ocultos, desconocidos.

Los árboles eran más abundantes y la carretera bordeaba bosques oscuros y espesos, misteriosos. Ahora era más frecuente ver arroyos y se paraban a menudo para beber. Jonás se lavaba con mimo las heridas de las rodillas, haciendo muecas al frotarse la carne despellejada. El dolor continuo del tobillo hinchado se aliviaba cuando lo sumergía en el agua fría que se despeñaba en torrentes junto a la carretera.

Entonces tuvo una conciencia reavivada de que la seguridad de Gabriel dependía totalmente de que a él no se le agotaran las fuerzas.

Vieron su primera cascada y por primera vez vieron animales.

—¡Avidón! ¡Avidón! —gritó Gabriel, y Jonás giró rápidamente para meterse entre los árboles, aunque hacía días que no veía aviones, ni en aquel momento oía ruido de motores.

Cuando paró la bici en los matorrales y se volvió para coger a Gabi, vio que con su corto bracito apuntaba al cielo.

Aterrado, Jonás levantó la vista, pero no era ningún avión. Aunque era la primera vez que lo veía, lo identificó con sus recuerdos debilitados, porque el Dador se lo había dado muchas veces. Era un pájaro.

Pronto hubo por el camino muchos pájaros, que planeaban en lo alto y gritaban. Vieron ciervos y una vez, al lado de la carretera, mirándoles con curiosidad y sin miedo, un animal pequeño, pardo rojizo con una cola espesa, cuyo nombre Jonás no conocía. Frenó la bici y se quedaron mirándose fijamente, hasta que el animal dio media vuelta y desapareció en el bosque.

Todo aquello era nuevo para él. Tras una vida donde todo había sido igual y previsible, le impresionaban las sorpresas que encerraba cada vuelta del camino. Frenaba la bici una y otra vez para contemplar admirado las flores silvestres, para gozar del gorjeo gutural de un pájaro distinto en las cercanías, o sencillamente para mirar cómo el viento movía las hojas de los árboles. Durante sus doce años en la Comunidad, jamás había sentido aquellos momentos simples de felicidad exquisita.

Pero ahora también le iban creciendo dentro unos temores angustiosos. El más continuo de sus temores nuevos era el de que pudieran morirse de hambre. Desde que dejaron atrás los campos cultivados era casi imposible encontrar qué comer. La escasa provisión de patatas y zanahorias recogida en la última zona agrícola se agotó y ahora siempre estaban hambrientos.

Jonás se arrodilló junto a un riachuelo e intentó sin éxito atrapar un pez con las manos. Frustrado, tiró piedras al agua, aun a sabiendas de que era inútil. Por fin, presa de la desesperación, improvisó una red atando hilachas de la manta de Gabriel alrededor de un palo curvo.

Al cabo de innumerables intentos la red dio un par de peces plateados, coleando. Jonás los partió metódicamente en trocitos con una piedra afilada y Gabriel y él se los comieron crudos. Comieron también algunas bayas y trataron de atrapar un pájaro sin conseguirlo.

De noche, mientras Gabriel dormía a su lado, Jonás se mantenía despierto, atormentado por el hambre, y recordaba su vida en la Comunidad, donde cada día se llevaba la comida a las casas.

Trataba de emplear el poder debilitado de su memoria para recrear almuerzos, y lograba breves fragmentos maravillosos: banquetes con enormes asados; fiestas de cumpleaños con tartas exquisitas y apetitosas frutas comidas directamente del árbol, tibias de sol y jugosas.

Pero al desvanecerse los retazos de recuerdo, le quedaban aquellos retortijones dolorosos de estómago vacío. Un buen día se acordó con desconsuelo de aquella vez en que siendo niño le habían reñido por emplear indebidamente una palabra. La palabra era «hambriento». «Tú nunca has estado hambriento», le habían dicho. «Tú nunca estarás hambriento.»

Ahora lo estaba. De haber permanecido en la Comunidad no lo estaría. Era así de sencillo. Una vez había ansiado poder elegir. Y cuando pudo elegir, había elegido mal: había elegido marcharse. Y ahora se moría de hambre.

Pero si se hubiera quedado...

Su pensamiento siguió adelante. Si se hubiera quedado, habría muerto de hambre en otros sentidos. Habría vivido una vida hambrienta de sentimientos, de color, de amor.

¿Y Gabriel? Para Gabriel no habría habido vida de ninguna clase.

Así que realmente no había podido elegir.

Llegó a ser una lucha pedalear con una debilidad cada día mayor por la falta de alimento y a la vez dándose cuenta de que estaban llegando a algo que durante mucho tiempo había anhelado ver: montes.

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