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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (22 page)

—Esperaba que me llevara a la clase de yoga del Viejo Pabellón esta noche —dije débilmente, tratando de ofrecer una excusa razonable por haberme detenido.

Miriam se dio la vuelta y cogió una pelota de lana negra. Me la arrojó y la agarré al vuelo junto a mi cadera.

—Se dejó esto en su coche el viernes.

—Gracias. —Mi jersey olía a claveles y canela.

—Debería ser más cuidadosa con sus cosas —farfulló Miriam—. Es usted una bruja, doctora Bishop. Cuide de sí misma y deje de meter a Matthew en complicaciones.

Me di la vuelta sin hacer ningún comentario y me dirigí a donde estaba Sean para recoger mis manuscritos.

—¿Va todo bien? —preguntó mirando a Miriam con el ceño fruncido.

—Perfectamente. —Le di mi número de asiento acostumbrado y, cuando vi que todavía parecía preocupado, le sonreí con afecto.

«¿Cómo se atreve Miriam a hablarme de ese modo?», me dije furiosa mientras tomaba asiento en mi lugar de trabajo.

Me picaban los dedos como si cientos de insectos se estuvieran moviendo debajo de mi piel. Pequeñas chispas de color azul verdoso saltaban por las yemas, dejando vestigios de energía al salir de los bordes de mi cuerpo. Entrelacé mis manos y me senté rápidamente sobre ellas.

Algo no iba bien. Al igual que todos los miembros de la universidad, había hecho un juramento de no llevar fuego ni nada inflamable a la Biblioteca Bodleiana. La última vez que mis dedos se habían comportado de ese modo yo tenía trece años y hubo que llamar al Departamento de Bomberos para extinguir el incendio en la cocina.

Cuando la sensación de fuego desapareció, miré cuidadosamente a mi alrededor y suspiré con alivio. Estaba sola en el ala Selden. Nadie había presenciado mi despliegue de fuegos artificiales. Saqué las manos de debajo de mis muslos y las observé en busca de alguna otra señal de actividad sobrenatural. El color azul se iba convirtiendo en un gris plateado a medida que el poder se retiraba de las puntas de mis dedos.

Abrí la primera caja después de asegurarme de que no le iba a prender fuego y fingí que nada anormal había ocurrido. Sin embargo, vacilé al tocar mi ordenador por temor a que mis dedos fundieran las teclas de plástico.

Como era de esperar, me resultó difícil concentrarme, y a la hora de comer todavía estaba con el mismo manuscrito. Quizás un poco de té podría calmarme.

Al empezar las clases, lo normal sería encontrar algunos lectores humanos en el ala medieval de la sala Duke Humphrey. Pero ese día había sólo uno: una mujer de cierta edad que examinaba con una lupa un manuscrito miniado. Estaba sentada entre un daimón desconocido y uno de los vampiros de sexo femenino de la semana anterior. Gillian Chamberlain también estaba allí, mirándome con desprecio junto a otras cuatro brujas como si yo hubiera defraudado a toda nuestra especie.

Al pasar, me detuve frente al escritorio de Miriam.

—Supongo que tiene usted instrucciones de seguirme cuando salgo a comer. ¿Quiere venir?

Dejó su lápiz con exagerado cuidado.

—Después de usted.

Miriam se colocó delante de mí cuando llegué a la escalera trasera. Señaló hacia los peldaños al otro lado.

—Baje por ahí.

—¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia?

—Haga lo que quiera. —Se encogió de hombros.

Un tramo más abajo, miré por la ventanita de la puerta que daba a la sala de lectura del piso superior, y me quedé boquiabierta.

La sala estaba repleta de criaturas. Estaban separadas. En una mesa larga sólo había daimones y se caracterizaba porque no había ningún libro —abierto o cerrado— delante de ellos. Los vampiros estaban sentados en otra mesa, con sus cuerpos perfectamente inmóviles y los ojos sin parpadear. Las brujas parecían estar estudiando, pero sus ceños fruncidos eran señal de irritación y no de concentración, ya que los daimones y los vampiros se habían adueñado de las mesas más cercanas a la escalera.

—No me sorprende que se dé por supuesto que no debemos mezclarnos. Ningún humano podría ignorar esto —observó Miriam.

—¿Qué he hecho ahora? —pregunté en un susurro.

—Nada. Matthew no está aquí —dijo con total naturalidad.

—¿Por qué le tienen tanto miedo a Matthew?

—Tendrá que preguntarle a él. Los vampiros no andan con historias. Pero no se preocupe —continuó, mostrando sus afilados y blancos dientes—, éstos funcionan perfectamente, de modo que no tiene nada que temer.

Metí las manos en los bolsillos, y bajé las escaleras haciendo ruido para abrirme paso entre los turistas en el patio interior. En Blackwell’s, devoré un sándwich y una botella de agua. Miriam me miró a los ojos cuando pasé junto a ella de camino a la salida. Dejó de leer una novela de misterio y me siguió.

—Diana —dijo en voz baja cuando atravesamos los portones de la biblioteca—, ¿qué es lo que te propones?

—No es asunto tuyo —repliqué.

Miriam suspiró.

De regreso a la sala Duke Humphrey, vi al mago vestido de
tweed
marrón. Miriam miró atentamente desde el pasillo central, inmóvil como una estatua.

—¿Está usted al cargo?

Inclinó su cabeza a un lado a manera de asentimiento.

—Soy Diana Bishop —me presenté estirando la mano.

—Peter Knox. Y sé muy bien quién es usted. Usted es la hija de Rebecca y Stephen. —Tocó ligeramente las puntas de mis dedos con los suyos. Había un grimorio del siglo XIX abierto delante de él y un montón de libros de referencia a un lado.

El nombre me resultaba familiar, aunque no era capaz de recordarlo, y escuchar los nombres de mis padres saliendo de la boca de aquel mago me resultó inquietante. Tragué saliva con fuerza.

—Por favor, haga que sus… amigos se retiren de la biblioteca. Los nuevos estudiantes llegan hoy y no querríamos asustarlos.

—Si pudiéramos tener una charla tranquila, doctora Bishop, estoy seguro de que podríamos llegar a algún arreglo. —Deslizó sus gafas hacia arriba. Cuanto más me acercaba a Knox, más peligro sentía. La piel bajo mis uñas me empezó a picar de forma siniestra.

—No tiene nada que temer de mí —dijo lastimeramente—. Ese vampiro, en cambio…

—Usted cree que yo encontré algo que pertenece a las brujas —le interrumpí—. Ya no lo tengo. Si usted quiere el Ashmole 782, hay formularios de solicitud de préstamo sobre la mesa delante de usted.

—Usted no comprende la complejidad de la situación.

—No, y no quiero comprenderla. Por favor, déjeme tranquila.

—Físicamente se parece usted mucho a su madre. —Knox recorrió mi rostro con sus ojos—. Pero posee también algo de la terquedad de Stephen, por lo que veo.

Sentí la habitual mezcla de envidia e irritación que acompañaba a las referencias a mis padres o a mi historia familiar hechas por alguien del mundo de la magia, como si ellos tuvieran el mismo derecho que yo.

—Trataré de hacerlo —continuó—, pero no tengo control sobre esos animales. Hizo una señal con la mano hacia el otro lado del pasillo, donde una de las hermanas Scary nos miraba con interés a Knox y a mí. Vacilé, y luego me dirigí hacia su sitio.

—Estoy segura de que ha escuchado nuestra conversación, y debe saber que ya estoy bajo la protección directa de dos vampiros —dije—. Puede quedarse si no confía ni en Matthew ni en Miriam. Pero haga que los demás salgan de la sala de lectura de arriba.

—Rara vez los vampiros consideran que las brujas son dignas de atención, pero hoy tú resultas sorprendente, Diana Bishop. Espera a que le cuente a mi hermana Clarissa lo que se ha perdido. —Las palabras de este vampiro de sexo femenino fueron pronunciadas de una manera lenta, elegante y pausada que revelaba una educación impecable. Sonrió y sus dientes brillaron en la débil luz del ala medieval—. Desafiar a Knox… una criatura como tú? Cuánto tengo que contar!

Aparté mis ojos de sus perfectas facciones y me fui en busca de algún daimón de rostro conocido.

Un daimón amante del
cafelatte
se movía de un lado a otro alrededor de los ordenadores, con los auriculares puestos y tarareando en voz baja una música no escuchada mientras el extremo del cordón se balanceaba libremente por encima de sus muslos. Tan pronto como se quitó los auriculares de plástico blancos de las orejas, traté de hacerle ver la gravedad de la situación.

—Escucha, eres bienvenido a navegar por la red aquí. Pero tenemos un problema abajo. No es necesario que dos docenas de daimones estén vigilándome.

El daimón dejó escapar un indulgente sonido de su boca.

—Pronto sabrás de qué se trata.

—¿No podríais vigilarme desde más lejos? ¿El Sheldonian? ¿El Caballo Blanco? —Yo trataba de mostrarme indulgente—. Como sigáis así, los lectores humanos empezarán a hacer preguntas.

—No somos como tú —dijo en tono soñador.

—¿Eso quiere decir que no puedes ayudarme o que no quieres? —Traté de no parecer impaciente.

—Es lo mismo. Nosotros también tenemos que saberlo.

Eso era imposible.

—Si puedes hacer cualquier cosa para que todos los que me presionan desde los asientos se vayan, te quedaré enormemente agradecida.

Miriam todavía seguía observándome. La ignoré y regresé a mi mesa.

Al final de un día totalmente improductivo, me apreté el puente de la nariz con los dedos, musité un par de imprecaciones en voz baja y recogí mis cosas.

A la mañana siguiente, la Bodleiana estaba mucho menos llena de gente. Miriam estaba escribiendo furiosamente y ni siquiera levantó la vista cuando pasé. Todavía no había señal alguna de Clairmont. De todos modos, las criaturas estaban observando las reglas que él claramente, aunque en silencio, había establecido, y permanecieron fuera del ala Selden. Gillian estaba en el ala medieval, concentrada sobre sus papiros, al igual que las hermanas Scary y algunos daimones. Excepto Gillian, que estaba trabajando de verdad, el resto se limitaba a hacer los movimientos necesarios para simular una perfecta respetabilidad. Y cuando asomé la cabeza por la puerta de la sala de lectura de arriba, después de una taza de té caliente a media mañana, solamente algunas criaturas levantaron la vista. El daimón musical y amante del café estaba entre ellos. Dio unos golpecitos con los dedos y me hizo un guiño de complicidad.

Logré avanzar razonablemente en el trabajo, aunque no lo suficiente como para compensar el día anterior. Empecé leyendo poemas alquímicos —los textos más difíciles—, atribuidos a María, la hermana de Moisés. «Tres cosas si uno tres horas asiste —decía una parte del poema— se encadenan al final». El significado de los versos seguía siendo un misterio, aunque el tema más probable era la combinación química de plata, oro y mercurio. «¿Podría Chris hacer un experimento a partir de este poema?», me pregunté, anotando los posibles procesos químicos implicados.

Cuando me concentré en otro poema anónimo, titulado
Poema sobre el triple fuego sófico,
las semejanzas entre su imaginería y una miniatura que había visto el día anterior de una montaña alquímica, llena de minas y mineros cavando en el suelo en busca de metales nobles y piedras preciosas, eran inconfundibles.

Dentro de esta mina dos piedras antiguas fueron encontradas,

por lo que los antiguos la llamaron tierra sagrada;

pues conocían su valor, poder y alcance,

y cómo mezclar la naturaleza con la naturaleza,

pues estas cosas, si se mezclan con oro natural

o plata, su escondido tesoro revelan.

Contuve un gruñido. Mi investigación se haría cada vez más complicada si iba a tener que relacionar no sólo arte y ciencia, sino también arte y poesía.

—Debe de ser difícil concentrarte en tu investigación con los vampiros vigilándote.

Gillian Chamberlain estaba erguida junto a mí, con sus ojos color avellana chisporroteando con malevolencia contenida.

—¿Qué quieres, Gillian?

—Sólo trato de ser amable, Diana. Somos hermanas, ¿recuerdas? —El pelo negro brillante de Gillian se balanceó sobre sus hombros. Su suavidad indicaba que no estaba envuelto por oleadas de electricidad estática. Seguramente su poder era aliviado con regularidad. Me estremecí.

—No tengo hermanas, Gillian. Soy hija única.

—Eso es bueno también. Tu familia ha causado más problemas de los necesarios. Mira lo que ocurrió en Salem. Todo fue culpa de Bridget Bishop. —El tono de voz de Gillian era maligno.

«Ya empezamos otra vez», pensé mientras cerraba el volumen que tenía delante de mí. Como de costumbre, las Bishop seguían siendo un irresistible tema de conversación.

—¿De qué estás hablando, Gillian? —Mi voz sonó hiriente—. Bridget Bishop fue encontrada culpable de brujería y ejecutada. No fue ella quien provocó la caza de brujas…, fue una víctima de esa caza, como los demás. Lo sabes perfectamente, al igual que lo saben todas las brujas en esta biblioteca.

—Bridget Bishop atrajo la atención humana, primero con esos muñecos para hacer brujerías que fabricaba, y luego con sus ropas provocativas y su inmoralidad. La histeria humana se habría pasado si no hubiera sido por ella.

—Fue encontrada inocente de practicar la brujería —repliqué, enfadada.

—En 1680…, pero nadie lo creyó. Y menos después de haber encontrado los muñecos en la pared de su celda atravesados con alfileres y con las cabezas arrancadas. Después, Bridget no hizo nada para proteger a sus compañeras brujas de toda sospecha. Era demasiado independiente. — Gillian bajó la voz—: Ése fue también el principal defecto de tu madre.

—Basta, Gillian. —El aire alrededor de nosotras se había vuelto anormalmente frío y transparente.

—Tanto tu madre como tu padre eran muy distantes, igual que tú, y creían que no necesitaban el apoyo del aquelarre de Cambridge después casarse. Así les fue, ¿no?

Cerré los ojos, pero me fue imposible borrar la imagen que había pasado la mayor parte de mi vida tratando de olvidar: la de mi madre y mi padre sin vida en medio de un círculo marcado con tiza en algún lugar de Nigeria, con sus cuerpos destrozados y ensangrentados. Mi tía no quiso contarme los detalles de su muerte en aquel momento, de modo que fui a la biblioteca pública para buscarlos. Así fue como vi por primera vez la fotografía y el titular sensacionalista que la acompañaba. Tras esa visión, mis pesadillas tardaron años en desaparecer.

—No había nada que el aquelarre de Cambridge pudiera hacer para impedir el asesinato de mis padres. Fueron asesinados en otro continente por humanos asustados. —Me aferré a los brazos de mi silla y esperaba que ella no viera que mis nudillos se ponían blancos.

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