Tampoco hablaré de expiación; esta es una palabra demasiado pomposa, detrás de la cual no se oculta ordinariamente sino una miserable mentira, una vana ilusión. ¿Cómo borrar la mancha que me ha mancillado? Se expía una falta trágica, se expía hasta un gran crimen; pero una infamia como la que yo he cometido, es un borrón del cual el alma no puede lavarse.
¡Si por lo menos pudiera ignorar qué secreto vela en el fondo de mi corazón!
¿Por qué quería en otros tiempos permanecer pura ante mi conciencia, si no era para poder pertenecerle un día? Como si el eterno destino no hubiera alzado él mismo entre nosotros una muralla que, desde el fondo de la tumba de Marta, se eleva hasta los astros.
Y, si alguna vez un demonio le soplara en el oído el consejo de extender la mano hacia mí, ¿podría hacer de otro modo que rechazarlo como a un loco temerario? Pero eso no sucederá: he sabido tenerlo a distancia. Que crea que lo desdeño, que crea que estoy encerrada dentro de mi orgullo y de mi egoísmo: sabré guardar el secreto de mi corazón.
¡Si tan sólo no existiera!
Más de una vez, sobre todo durante la noche, mientras mis miradas se pierden en la obscuridad, un deseo se apodera de mí con una violencia tan extravagante, que me parece que va a aniquilarme. Me invade como la embriaguez de la fiebre, ofusca mis sentidos y me hace hervir la sangre en las venas: es el deseo de descansar, una vez tan siquiera, entre sus brazos para llorar en ellos a mis anchas, porque desde aquellas noches las lágrimas se han secado en mí. Me ha sido imposible llorar desde ese día en que encontré a Marta tendida en su lecho de dolor.
Quince días después.
Es un hecho, Roberto me ama. Ha venido a pedir mi mano. Ahora sé que hay una expiación. ¡Ah, si estas torturas no purificaran!
Jesús; ya no tengo en vos la ingenua fe de la infancia, pero habéis sido hombre, habéis sufrido como yo; os imploro… pero no, esto es locura, vuelve en ti, mujer, cálmate. ¿Acaso no hay un descanso eterno en el cual puedes refugiarte libremente, si te faltan las fuerzas para sobrellevar los dolores de esta existencia? ¿Quién te lo impide?
Me ama; lo he conseguido. Pero, para que me amara, ha sido necesario que Marta pereciera y que yo me perdiera en un abismo de crimen y de vergüenza, del cual ningún poder del Cielo ni de la tierra podría arrancarme.
Estoy muerta; muertos también deben estar mis deseos y mis esperanzas; y a mi sangre que se rebela, hierve y se agita cuando pienso en él, sabré calmarla por fuerza, si no…
¡Oh, qué actitud tenía delante de mí! Las palabras salían lentas y tímidamente de sus labios; sus miradas plañideras, que parecían implorar socorro, buscaban las mías y sin embargo apenas osaban desprenderse del suelo; en su embarazo, enroscaba entre sus dedos la extremidad de su barba y golpeaba con el pie cuando no podía encontrar la palabra justa. ¡Oh, pobre niño grande, amado mío! ¿No viste que todo mi ser me precipitaba a tus brazos y ardía por permanecer en ellos eternamente? ¿No viste que mis labios temblaban de deseo de posarse en los tuyos y de quedarse suspendidos de ellos hasta mi último suspiro?
¿No viste nada de eso?
Debiste, pues, dar fe a las palabras que te dije, casi sin tener conciencia de ello. Mi corazón las ignora completamente; te lo juro. Te amo y te amaré hasta mi último pensamiento, y el último aliento que se escapará de mis labios será tu nombre.
Y ¿cómo has podido creer en el pretexto que te di? ¡Dejarte a una mujer rica! ¡A ti para quién querría mendigar por los caminos, por quién querría gastarme los ojos, hacerme sangrar los dedos cosiendo si lo necesitaras!
¿Te acuerdas de aquella noche, en casa de mis padres, cuando aspirabas a la mano de Marta? ¡Cómo puedes, si la recuerdas, hacerme la injuria de aceptar mi miserable excusa!
Y cuando me diste la mano al decirme adiós, ¿por qué me dirigiste una mirada tan triste, tan humilde? ¿No sabías que esa mirada me torturaría sin cesar, noche y día, como el reproche de una grave falta que he cometido para contigo?
No, amigo mío, eres el único ser en el mundo que nada tenga que reprocharme. He procedido lealmente contigo, y hoy más que nunca, ¡aunque jamás hayas sido más indignamente engañado que hoy!
¡Si tan sólo pudiera decirte cuánto te amo! ¡Con qué placer moriría en el acto! ¡Colgarme una sola vez de tu cuello, ocultar una vez mi cabeza en tu hombro y llorar lágrimas de sangre!
No me vuelvas a mirar así, mi querido niño grande, como para hacer creer que te he desdeñado con razón, que te he encontrado demasiado simple y demasiado indigno de mí, pues, ¡mira, no sé lo que haría!
¡Que Dios te preserve de mí y de mi amor!
Ocho días después.
¡Al fin se ha realizado mi deseo! Me he arrojado en sus brazos, me he embriagado con sus besos, he llorado hasta la saciedad sobre su hombro.
Estoy serena, enteramente serena, he probado todo lo que la vida podía todavía ofrecer de felicidad a una pecadora como yo.
¿Y ahora?
Desde hace horas, me encuentro frente a esta última y grave cuestión: ¡huir o morir!
Es necesario que me decida esta misma noche por una u otra de estas alternativas, pues Roberto vendrá mañana para llevarme a la tumba de Marta.
Antes que seguirlo allí, prefiero morir. Aun admito que lleve la hipocresía hasta no caer de rodillas sobre esa tumba para confesarle todo; admito que el horror que me inspiraría a mí misma, no me ahogue, que encuentre el miserable valor de casarme con él; ¿qué existencia llevaría a su lado?
¿Para qué aferrarse a una dicha que uno mismo ha hecho imposible desde mucho tiempo atrás? Pasaría por esta tierra semejante a una pobre criminal a quien se lleva a la muerte, eternamente torturada por el temor de descubrirme a sus ojos y, a pesar de eso, llena del deseo de gritar mi falta al mundo entero. ¡Cómo podría dormir en ese lecho que he deseado ver que mi hermana abandonara para bajar a la tumba! ¡Cómo vivir entre esas paredes en que todavía están inscritas en letras de fuego esas palabras: «Oh, si ella muere!»
Voy a razonar fríamente conmigo misma, como conviene a una persona que hace el balance de su vida.
¿Ser su esposa? Eso es imposible, bien lo sé.
¿Huir? ¿Qué haría en medio de extraños? Los conozco; conozco a los hombres y los desprecio. Ellos me han hecho daño, seguirán haciéndome sufrir. Todo lo que me queda de fe, de amor y de esperanza, no descansa ya más que en él.
Pues bien, ¿morir? Los frascos de morfina están ahí, en salvo en el fondo de mi gaveta; un presentimiento me decía que algún día los necesitaría, cuando los reservaba secretamente, a despecho de las órdenes de mi anciano tío el doctor. Las pocas horas de sueño que he perdido me serán devueltas así al céntuplo.
Escribiré todavía una carta a mi tío; él será mi heredero y mi confidente. Quizá podrá disimular mi suicidio y hacer que Roberto no lo sospeche.
A él, ni una palabra de despedida. Esto es doloroso; pero es necesario que sea así.
* * *
He salido furtivamente y he corrido a poner la carta en el buzón. El sereno anunciaba la media noche. ¡Qué desierto y obscuro está el mundo! El viento pasa estremeciéndose por los tilos; aquí y allí brilla tristemente una luz que parece alumbrar secretos dolores.
Por el camino avanza un hombre ebrio que exhala sordos gruñidos y quiere atacarme. En torno mío las tinieblas, la miseria y la rudeza; en mi alma el remordimiento y una pasión que jamás se saciará, he ahí lo que me reservaba el porvenir. En verdad, nada tiene ya que ofrecerme esta vida.
Mucho se habla y se escribe sobre las angustias de la muerte: yo no siento indicios de ellas. Me encuentro bien ahora, después de haber llorado a mi gusto. Las lágrimas que no podían darse libre curso, me ponían en el pecho un peso aplastador. —Y dicen que llorar da sueño. ¡Buenas noches!
FIN
HERMANN SUDERMANN, Nació el 30 de septiembre de 1857 en la localidad de Matzicken, actualmente Macikai, cerca de en Prusia Oriental, hijo del granjero y cervecero Johann Sudermann y Dorothea Raabe, descendientes de una antigua familia de menonitas holandeses.1 Recibió su educación primaria en Heydekrug y su educación secundaria la continuó en la Realschule en Elbing, pero los problemas económicos hicieron que ésta fuera interrumpida. Contando apenas 14 años estuvo de pupilo de un farmacéutico hasta que tuvo que dejar estos estudios debido a problemas de salud. Sin embargo, en 1872 ingresó al Realgymnasium de Tilsit, graduándose en 1875. Continuó sus estudios en la Universidad de Königsberg, donde estudia historia y filosofía, para luego transferirse en 1877 a la Universidad de Berlín. Para afrontar problemas económicos tuvo que trabajar como profesor privado de los hijos del escritor Hans Hopfen y de un banquero. Finalmente tuvo que dejar sus estudios para dedicarse al periodismo.
En 1881 se convirtió en corresponsal del Liberalen Korrespondenz, después fue redactor jefe del periódico liberal Deutsches Reichsblatt y en 1882 fue editor del Reichsfreunds donde publicó sus primeras narraciones. En 1891 contrajo matrimonio con la escritora Clara Lauckner, quien trajo sus tres hijos de su matrimonio anterior, con quien vivió primero en Königsberg y luego en Dresde, para finalmente establecerse en Berlín en 1895. De ese matrimonio tuvieron una sola hija, Hede, quien habría de casarse también con otro escritor. El gran triunfo de su drama El honor, estrenado en 1889, lo colocó entre los primeros escritores de Alemania y durante largo tiempo se le consideró capaz de competir victoriosamente con Hauptmann. En su producción teatral y narrativa destacan El fin de Sodoma, Que viva la vida, Señora Preocupación, El sendero de los gatos, Historias de Litiania, El profesor insensato, etcétera.
Fuente: Wikipedia [
http://es.wikipedia.org/wiki/Hermann_Sudermann
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