Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Antes de entrar en el pequeño hotel, Selene le hizo una advertencia.
—Tenemos una nueva identidad. A partir de ahora te llamas Julia Faure y yo soy Teresa Mur.
Anaíd confesó una flaqueza.
—¿Sabes?, por un momento, por un momento, había creído que yo era la hija de Meritxell.
Esa vez Selene se quedó boquiabierta.
—¿Por qué?
—Porque tú y yo somos muy diferentes.
Selene le cogió la cara con ambas manos y la obligó a mirarla.
—Mírame bien, mírame bien y escucha: te quiero por encima de todo, hasta de mí misma.
Y la besó con fuerza, con desesperación.
—¡Mamá! —se avergonzó Anaíd separándola.
Y dio una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que nadie las estuviera viendo. Se avergonzaba de esos arrebatos pasionales de su madre. Seguro que Selene hubiera besado a Roc en lugar de quedarse tiesa como una escoba calculando probabilidades y mirando al infinito.
La habitación era espaciosa. Dos camas, un despacho recibidor, un televisor, un ordenador y un baño con una bañera enorme.
—¿Me puedo bañar? —preguntó Anaíd completamente desvelada.
—Haz lo que quieras, yo me voy a dormir.
—¿Dónde estamos?
Anaíd oteaba por la ventana con la esperanza de descubrir un indicador.
—No te lo pienso decir. Prefiero que no sepas dónde estamos.
—¿Por qué?
—Nadie tiene que saberlo. Es para protegernos.
Anaíd se llevó la mano a la boca.
—¿Y el cetro?
Selene señaló la pequeña maleta de donde sacó sus neceseres.
—Somos inseparables. De momento está bien protegido y nosotras también.
Cuando Anaíd salió de la bañera, Selene dormía profundamente. El reloj marcaba las seis de la mañana, pero ni se le pasó por la cabeza meterse en la cama. No tenía ni pizca de sueño y la cabeza le bullía como nunca. Todo había sucedido tan deprisa que la fulminante despedida de Roc todavía le agriaba el recuerdo de la que podía haber sido la gran noche de su vida.
Al doblar sus pantalones, palpó el papel arrugado en el bolsillo. Lo sacó temblando. Era una premonición. Ahí estaba la dirección de e—mail de Roc.
Miró el ordenador, apretó fuerte el papel que Roc le había confiado y se sentó ante la pantalla. Todo era una cadena de casualidades. Era bruja y las brujas actuaban por intuiciones, se movían por cadenas de acontecimientos. El papel con el e—mail de Roc había aparecido en sus manos en el momento en que ella había sentido necesidad de verlo y teniendo delante un ordenador conectado a Internet.
Escribiría una nota a Roc.
No le diría dónde estaba, no le daría información sobre su viaje ni sobre su itinerario. Sólo hablaría de sus sentimientos y le pediría disculpas por su timidez.
Se conectó con el corazón encogido y escribió en unos segundos un escueto mensaje titulado: T debo 1 beso.
Lo siento, soy demasiado tímida, demasiado stúpida xa atreverme a decirt cara a cara ke me gustas. Si estuvieras akí y ahora, te besaría. ¡No sé km m he atrevido a dcrte sto! Xo ske xmail es más fácil, jeje.
Anaíd.
Lo envió con los ojos cerrados y aguantando la respiración.
Calculó que a esas horas Roc estaría durmiendo. Imaginó la cara que pondría al día siguiente, cuando lo leyese. Se horrorizó por su atrevimiento y comenzó a invadirla un sudor frío. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había dado ese paso? ¿Y si Roc se reía de ella? ¿Y si el beso que le pidió se refería únicamente a un beso casto de despedida entre dos amigos? ¿Y si le dio su e—mail para que le ayudase con las clases de Matemáticas? ¿Por qué no había reprimido sus impulsos? ¿Estaba intentando imitar a su madre? ¿Es que no había aprendido a ser más cauta con la experiencia pasada?
Con las manos sudadas y ante el teclado, intentó escribir alguna disculpa que matizase su declaración de amor. Pero no se le ocurría nada. «Lo hecho, hecho está», se repetía. Y justo entonces, recibió un e—mail de Roc. El título: Beso robado.
Lo abrió con manos temblorosas.
Estás ahora y akí, conmig, en mis pensamientos, y estoy robándot ese beso que no me diste. Sabe muy, muy dulce.
P.D. ¿Me mandas otro?
Roc.
Se le desbocó el corazón. Algo así como una manada de caballos indómitos galopando salvajemente.
Releyó el mensaje una y mil veces. Lo copió en su libreta, lo memorizó, acarició las letras de la pantalla y, avergonzada, llegó a besarla. Luego apagó el ordenador y se metió en la cama sin tener la más mínima conciencia de haber desobedecido las órdenes de Selene.
Anaíd, la elegida, tenía quince años y estaba enamorada.
Selene zarandeaba cariñosamente a su hija.
—Despierta, despierta, dormilona.
Anaíd se despertó con la sensación de haberse dormido hacía un minuto. Y sin embargo, habían pasado cuatro horas. Eran las diez de la mañana y la lluvia otoñal repiqueteaba con descaro contra los ventanales, un ruido incómodo, como el que hacía Selene, que, duchada, vestida y nerviosa, taconeaba arriba y abajo de la pequeña habitación como una leona enjaulada. «¿Dónde estoy?», pensó Anaíd mirando extrañada las paredes ocres y los cuadros de paisajes neutros que las decoraban. En su sueño reciente había dejado atrás una sensación de vértigo, un beso pendiente, unos ojos negros como el carbón y unas palabras susurradas entre las luces titilantes de una fiesta.
—¡Ea, a la ducha!
Y recordó de golpe.
—Me bañé anoche.
Pero Selene era implacable.
—No hace falta que te enjabones, te echas agua para despabilarte y sacarte esas legañas.
Dejó sus ensoñaciones y puso los pies en la cruda realidad.
—¿Y no podemos dormir un poco más?
Selene se puso repentinamente seria.
—No estamos de vacaciones.
La gravedad de su tono fue más efectiva que mil gritos. Anaíd se incorporó en la cama y estiró los brazos.
—Está bien.
Selene daba vueltas frotándose las manos nerviosamente.
—Recuerdas que no tienes que hablar con nadie, ¿no?
—Sí, lo recuerdo.
Selene husmeó como una loba paredes y ventanas.
—¿Qué pasa?
—No me gusta.
—¿El qué?
—¿No lo notas?
—Yo no noto nada.
Selene se quedó pensativa.
—Bajaré yo sola a desayunar. No abras la puerta, no respondas al teléfono y no te muevas hasta que yo regrese, ¿de acuerdo?
Anaíd protestó.
—¡Es que tengo hambre!
—Te traeré yo misma el desayuno. Dúchate mientras tanto.
Anaíd obedeció, pero a pesar de que sus piernas iban en dirección al baño, en cuanto se quedó sola sus ojos se posaron en la pantalla del ordenador. «Una vez más —se dijo—. Una vez más y basta. Sólo será un momento, enviar un mensaje de buenos días a Roc, decirle que me dormí con su beso.»
Y así lo hizo. A los pocos segundos, descalza y en pijama, tecleaba furiosa y con los ojos brillantes una misiva de amor.
Wenos días.
Son wenos pq tú existes.
Serían tristes si no pudiese soñar contig, leer ts palabras y sabr k m speras. Gracias xexistir.
Wenos días.
Anaíd
P.D. ¿has vist lo k m has hxo? ¡M has cnvrtdo en 1 ñoña del copón! Jejeje. Aun así lo dgo d crazón, tnlo en kuenta. ©©©
Y lo envió sin apuro. Esta vez ya era experta. Había pasado el mal trago de iniciar una correspondencia de amor y había perdido el miedo. Sabía que su mensaje llegaría a Roc, que Roc lo leería y que le respondería con el mismo atrevimiento... o tal vez más.
Y sin embargo, a los pocos segundos le fue retornado el correo que acababa de enviar a Roc: Rockydarko17@ hotmail.com «Dirección desconocida».
—Imposible —exclamó Anaíd—. La dirección de correo es la misma que la de anoche. No puede ser que esa dirección rechace el mensaje.
Así pues volvió a enviarlo. Y esta vez le temblaron las manos. Algo iba mal. Y no era ninguna intuición.
Efectivamente. El e—mail de Roc le fue retornado de nuevo. «Dirección desconocida.» ¿Por qué?
Y como si fuera una respuesta a su pregunta, recibió otro e—mail en su bandeja enviado por Tuiyo15@hotmail. com. El mensaje tenía por título:
I love you, Roc.
Lo abrió sin dudarlo nada más leer el nombre de Roc. Decía así:
Anaíd, Anaíd, Anaíd.
Kería cortar cntgo y no puedo. Intenté desaparecer kambiand de mail xo me exé atrás.
Tengo k cortar cntgo y toy mu rallado, me hce polvo...
No puedo dejr de pensar en ti y eso es malo. Pq stoy lejos, pq no sé dnd stás ni dnd vas, pq me tengo que akostumbrar a la mierda de la soledad. ¡Tía, dime alg! Necesito ts palabras para sakar fuerzas y pder decirte adiós y hasta nunca.
Agrégame a tu msn y hablams.
Mientras tanto piensa en mí.
Roc
Estaba patidifusa... ¿Qué mosca le había picado a Roc de repente?
Se sentía dolida y molesta. Roc no tenía palabra. El día anterior abría una puerta al romanticismo y al día siguiente, muerto de miedo, la cerraba. ¿Por qué cambiaba de dirección de correo? ¿Era incapaz de soportar un tiempo sin verse? ¿Acaso tenía lista de espera de novietas? ¿Era incapaz de esperarla ni siquiera un día?
Las pisadas inconfundibles de Selene se acercaron por el pasillo y la hicieron reaccionar con rapidez.
Selene la encontró debajo de la ducha.
—¿Llevas diez minutos en remojo?
Anaíd disimuló secándose con la toalla.
—¡Hummm! ¡Qué olorcillo!
Y aunque era una forma de salirse por la tangente, no era ninguna excusa. Un aroma delicioso impregnaba la habitación. Selene había traído una bandeja con un desayuno opíparo: huevos fritos, salchichas, tostadas, mantequilla y mermelada, bollos, zumo y leche.
—¿Puedo? —preguntó Anaíd envuelta en la toalla lanzándose sobre la bandeja.
—Ser bruja no significa tener licencia para perder las formas. Usa los cubiertos y la servilleta.
Anaíd quería evitar a toda costa que su madre se fijase en el calor que irradiaba el ordenador.
—Y tú te sientas a mi lado y continúas explicándome tu historia mientras desayuno, me seco el pelo y me visto —ordenó más que pidió.
—¡Vaya!, técnica en gestión y organización del tiempo ajeno —objetó Selene accediendo.
—Quiero saber cómo conseguiste escapar de las Omar y su juicio.
Al tiempo que Selene retomaba su historia, Anaíd se lanzó sobre un huevo armada con un enorme panecillo tierno y lo hundió sin piedad en la yema.
* * *
HUÍ con Gunnar en un tren nocturno, rumbo al Norte.
Yo sólo tenía diecisiete años, era imprudente y estaba un poco loca. Probablemente fui la primera bruja Omar que dejó el clan desobedeciendo las órdenes de la gran matriarca, pero me aferré al viaje como a un clavo ardiendo para escapar de la justicia y evitar enfrentarme a mi madre y a la tribu.
Gunnar, aunque consternado por la muerte de Meritxell, creyó en mi inocencia, coincidió en que debía burlar a la policía y me ayudó a preparar nuestra fuga. Lo que no sabía era que yo escapaba de otra amenaza más implacable que la ley, mi propia tribu.
Descartamos tomar aviones y pasar aduanas; nuestro viaje debería ser clandestino y secreto. Nadie podría seguirnos la pista a través de rutas improbables hacia Cabo Norte, el lugar donde el sol no se ponía nunca y desde donde, en los días claros, se divisaba el Fin del Mundo, el precipicio por donde caían los barcos de los incautos que se adentraban en el mar. O eso decían las leyendas laponas.
¿Llegaríamos a tiempo de celebrar el solsticio?
Confesé a Gunnar que me gustaría estar en ese Fin del Mundo el día más largo del año y pasar con él la noche blanca. No le expliqué que las Omar celebrábamos el ritual de los fuegos de Beltebre para invocar al sol y su reinado lanzando nuestros viejos atames a la hoguera. Y no le dije tampoco que quería conjurar la magia de esa noche para empezar una nueva vida y olvidarme de mi infancia, de las mujeres de mi clan, de la muerte de Meritxell y de la pregunta que me martilleaba la conciencia noche y día. ¿Quién había clavado mi atame en su pecho?
Escapé de madrugada con una bolsa improvisada, un pasaporte falso y la pequeña Lola, sin dejar siquiera una nota. Gunnar me esperaba en la estación y subimos al tren de incógnito, como dos enamorados furtivos. Nos acomodamos en un minúsculo compartimiento, cogí la mano de Gunnar y cerré los ojos hasta que el silbato del jefe de estación anunció la salida.
El traqueteo monótono de la máquina me fue liberando de la angustia que me había atenazado durante las últimas semanas. Por fin dejaba atrás la pesadilla.
En aquel diminuto universo con literas estrechas, tanto que resultaba imposible compartirlas sin caer al suelo, me sentí libre. Tenía a mi lado el amor con nombre de berseker y ojos de firmamento, y ante mí un viaje frío, blanco, lejano y hermoso.
Impulsivamente lancé mi vara por la ventanilla del tren y en un cuchicheo imperceptible me desprendí del embrujo que me ataba a mi escudo protector y que me unía telepáticamente a las Omar. Aunque intentaran ponerse en contacto conmigo, yo había roto mis ligaduras. Le pedí a Gunnar que me abrazase fuerte, muy fuerte. Y me estrujó tanto que por poco no me ahoga.
—¿Me notas diferente? ¿Quién soy?
Era una broma. Gunnar no podía saber que por primera vez estaba abrazando a una chica indefensa y no a una bruja.
—Mi diosa fenicia, mi diosa del amor que me conduce fatalmente a sus brazos.
Gunnar fue un poco inoportuno. No hay nada peor que iniciar un viaje invocando muerte o desgracia, y lo que es peor, nombrando a la nefasta Baalat. Y aunque ya no quería ser una bruja, antes de dormir pronuncié un sortilegio y eché sal por encima de mi hombro tres veces procurando que Gunnar no me viese.
A la mañana siguiente empecé una y mil veces una carta a Deméter. Quería escribirle para evitar una persecución inútil, pero no encontraba las palabras. Era una carta complicada porque tenía que ser contundente y convincente. Y cuando al fin, a fuerza de probar y probar, fui encontrando la manera de explicarme, me interrumpió el grito de Gunnar.
—¡¿Qué es esto?!
Gunnar señalaba la pequeña bolita de algodón temblorosa que se refugiaba en un bolsillo lateral de mi bolsa de viaje.
—Es Lola.
—No me gustan las ratas.
—No es una rata, es un hámster.