Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—Un accidente afortunado —pronunció lentamente Roc.
—¿Afortunado? —repitió tontamente Anaíd sintiéndose doblemente tonta por no entender la indirecta a la primera y por no sentirse lo suficientemente interesante como para ser considerada causa de esa «fortuna».
—Estaba intentando buscar una excusa para estar a solas contigo y... por casualidad... ya la tengo.
Anaíd pensó que Roc estaba hablando con otra persona. Era imposible que Roc hubiese estado urdiendo una estrategia para encontrarse a solas con ella. ¿Por qué? ¿Para qué?
—¿Y por qué? —preguntó sin caer en la cuenta de que la pregunta en sí entrañaba una cierta dosis de ingenuidad perversa.
Su desconcierto era tan sincero y tan falto de coquetería que Roc lo recibió como un jarro de agua fría.
Anaíd se dio cuenta de que había equivocado el tono y el estilo inmediatamente.
—Quería decirte que te estoy muy agradecido por las clases de Matemáticas —dejó caer Roc con un tono extrañamente formal y protocolario, con frialdad, como si su voz llegase a través de un hilo telefónico.
Se alejó unos centímetros de ella y sus manos ya no se encontraron más.
Anaíd quiso recuperar la intimidad perdida. Esa magia que se truncó por una respuesta equivocada, por esa maldita falta de autoestima suya que invalidaba sus impulsos.
—Me gustó darte clases, lo pasé bien. Me gusta... enseñar... Matemáticas.
Se hubiese pegado una bofetada. Le gustaba Roc. ¿Por qué no se lo decía en lugar de divagar? A la de una, a la de dos... Pero Roc se levantó del suelo y se sacudió las rodilleras de los pantalones. Ahora era imposible decirle nada. Anaíd también se puso en pie. Se quedaron los dos frente a frente, hieráticos, cortados, secos.
—Gracias de todas formas. ¿Cuándo te vas?
—No lo sé.
—¿Dónde irás?
—Pues... está por decidir.
Anaíd se desesperó. No podía darle ninguna dirección, ninguna fecha, ningún dato. Ni siquiera sabía si lo volvería a ver.
—¿Qué vas a hacer con el curso?
Anaíd no pudo responder siquiera a esa pregunta tan lógica.
—Lo haré a distancia —improvisó.
—¿Por Internet? —se interesó Roc.
Anaíd creyó que no comprometía su futuro inmediato si aventuraba esa posibilidad.
—Sí.
Roc sacó un papel de su bolsillo.
—Cuando te conectes para tus ejercicios..., escríbeme y así podré contestarte.
Apuntó su e—mail y se lo entregó.
Anaíd lo recogió de sus manos y lo guardó en su bolsillo. Se encogió de hombros, apurada.
—Te puedo dar mi dirección —balbuceó Anaíd haciendo memoria sobre si era Anaiiid14, o 14Anaiiid. La usaba tan poco...
—No hace falta. Ya me escribirás.
—Pues yo no tengo nada que darte.
—Yo creo que sí.
Anaíd hizo memoria.
—No tengo móvil, ya lo sabes.
Roc dio un paso hacia ella y Anaíd, esa vez, no se movió. Las piernas no la sostenían, y los ojos de Roc, fijos en los suyos, le impedían moverse.
—¿Me das un beso de despedida?
La fracción de segundo durante la cual Anaíd estuvo pensando sobre lo que debía hacer o decir fue la más larga de su vida.
Pero en ese mismísimo momento, para bien o para mal, un zumbido insistente en su cabeza la hizo reaccionar con una rapidez sorprendente, dar un salto alejándose de Roc y salir corriendo hacia la puerta al tiempo que agitaba la mano disculpándose.
—Hasta luego, ciao, me tengo que ir, te escribiré. Estaba recibiendo una llamada telepática urgente de Selene. Algo sucedía.
Llegó a casa sudorosa y excitada. Los semblantes graves de las mujeres que la esperaban no admitían dilación. Entre Karen, Elena y Valeria la metieron en el coche, le entregaron su vara, su atame y su pentáculo, y duplicaron la protección de su escudo. Selene arrancó inmediatamente.
—¿Y Apolo?
—No podemos llevárnoslo, Karen cuidará de tu gato.
Partían, se iban, no vería más a Roc ni a Clodia. No había podido despedirse correctamente, ni siquiera había podido besar a Roc, y eso que había estado a punto. Se sentía muy desgraciada. Si ése era su sino, a lo mejor no estaba a la altura de las circunstancias.
Tras ellas, las tres brujas pronunciaron un ensalmo de ocultación y Anaíd se percató de que gracias a eso una niebla las ocultaba a los ojos de los mortales y un poderoso embrujo las protegía de ataques Odish. Luego, tendrían que apañárselas solas.
—¿Qué ha pasado?
Selene asía el volante con fuerza y le hizo una sola pregunta.
—¿Has abierto la caja del cetro?
Anaíd se llevó la mano al pecho.
—Se lo he enseñado a Clodia.
Selene la advirtió.
—Nunca más lo enseñes a nadie. Nos han descubierto.
—¿Quién?
—No lo sé. Sólo sé que han intentado arrebatárnoslo.
—¿Cómo?
—La caja estaba abierta y el cetro junto a la ventana.
Anaíd se estremeció y se arrebujó en el coche. Selene encendió la calefacción.
—¿Quieres oír música?
—Haga lo que haga está mal, ¿no?
—No necesariamente.
—Me siento culpable.
Selene no la consoló.
—Te sientas como te sientas, una Odish ha intentado arrebatarnos el cetro. Ni tan siquiera se ha manifestado. No sabemos quién es, pero al abrir la caja del cetro y mostrárselo a Clodia descubriste el secreto a la Odish... ¿Sabes lo que quiere decir eso?
—Sí, que soy una inconsciente, una boba, una estúpida, que sólo pienso en mi fiesta y mis amigos y no tengo para nada en cuenta a las Omar que dependen de mí...
Y definitivamente Anaíd se echó a llorar.
Selene se conmovió y le ofreció un pañuelo de papel.
—Suénate.
Selene dejó que se tranquilizase. Cuando notó que su respiración se había acompasado, susurró:
—Lo siento. No quiero hacerte sentir mal. Pero es muy difícil corregir un comportamiento sin crear culpabilidad. Deméter me hacía sentir siempre fatal. Era su estilo y yo me juré que nunca lo repetiría con una hija mía.
—No me compares —protestó Anaíd—. Tú no te podías sentir mal, no estabas agobiada por la responsabilidad que yo tengo, no tenías un cetro de poder.
—Te equivocas en algunas cosas. Yo sí tenía una gran responsabilidad que entonces desconocía y sí que me sentí mal, muy mal, porque por mi culpa murieron muchas inocentes.
Anaíd se quedó sin respiración.
—¿Cómo dices?
Y Selene comenzó a hablar de nuevo.
—Continuaré mi historia justo donde la habíamos dejado. Al día siguiente de la fiesta de Carnaval. Después de que yo me enamorase de Gunnar, me enterase de que era el novio de mi mejor amiga e intentase renunciar a él sin conseguirlo.
Esa misma tarde Deméter me citó con muchas prisas. Utilizó la llamada telepática, la que utilizamos las brujas Omar en casos de urgencia y que no admite dilaciones. Puede ser inoportuna, azarosa y hasta problemática. Ya lo sabes, acabas de recibirla y no te has podido negar a acudir a mí. Tía Criselda exigió una vez el aterrizaje del avión en el que viajaba rumbo a Nueva York; aunque claro está, no le hicieron el más mínimo caso.
Al telefonearla noté que Deméter estaba muy agitada. Me ordenó que me reuniera con ella en media hora y que tomase precauciones de marcha.
La obedecí a regañadientes. La orden y la premura no auguraban nada bueno, porque además de ser mi madre, Deméter era la jefa del clan de la loba, de la tribu escita, de la confederación de tribus de la Península y muy posiblemente, si su estrategia había surtido efecto —que no me importaba lo más mínimo—, la matriarca de las tribus de Occidente. No podía, bajo ningún concepto, desobedecer una cadena de mando de esa índole.
Las precauciones de marcha consistían ni más ni menos que en purificarme a conciencia, protegerme con el conjuro de vuelo, tomar lo necesario en una bolsa para desaparecer un par de días sin llamar la atención y cambiar de taxi hasta tres veces para acudir a la Estación del Norte de Barcelona.
La antigua estación de ferrocarriles, un enorme hangar repleto de autobuses que continuamente anunciaban desde los altavoces sus inmediatas salidas a todos los puntos de España era, en medio del caos, uno de los lugares más seguros para intercambiar información, documentos y viajar sin problemas a puntos distantes. Allí, de momento, teníamos nuestras citas secretas. La estación suplía a las antiguas y ya obsoletas encrucijadas de caminos donde antiguamente se reunían las brujas emisarias de tribus de los cuatro puntos cardinales.
Me pareció adecuada mi capa élfica y aparecí embozada en la cafetería de la estación, amparada en un cierto aire fugitivo.
Tal y como me temía, Deméter me lo reprochó.
—Quítate esa capa, Selene. No es ningún juego, no estamos jugando a elfos y princesas.
—Está de moda.
—Las Omar pasamos inadvertidas, somos discretas.
—Tu trenza no lo es —le reproché—. Y mi cabello tampoco. Las mortales no llevan el pelo tan largo.
—Lo sé y lo hablamos en un coven no hace mucho. Decidimos disimularlo con recogidos y eximir a algunas jóvenes, pero no es hora de nimiedades. Te necesitamos para una misión muy importante.
Me dio un vuelco el corazón. Había ayudado en algunos partos y había llevado un mensaje urgente, pero una misión era otra cosa.
—Se trata de la muerte de un bebé... en un pueblecito.
Se me erizaron los cabellos de la nuca. No hay nada más horrendo para una Omar que atender el dolor de una madre que ha perdido a su bebé.
—¿Y tengo que consolarla yo?
Deméter se puso muy seria.
—No vas a consolarla, para eso están sus familiares próximas.
—Pues yo no entiendo de muertos.
—De certificar la muerte se ocupará la doctora Bauman.
—¿Entonces?
—No es un caso rutinario. Nos ha sorprendido lo extraño del ritual. Puede coincidir con otros.
—¿Una Odish con métodos propios?
—Eso parece.
—¿Y qué tengo que hacer yo?
Calló. Estaba preocupada.
—Un reportaje. ¿No estudias Periodismo? Pues necesitamos una explicación plausible y oficial para difundir y otra verídica que nos abra una vía de investigación.
Me sorprendió.
—¿Me estás pidiendo que me invente una mentira piadosa para las Omar y que sólo cuente la verdad a las matriarcas?
Deméter asintió.
—Eres lista.
Apenas había pisado la facultad durante tres meses, pero si había algo sobre lo que nos habían machacado desde el primer día era precisamente el uso indebido del periodismo.
—La ética periodística me lo impide. La verdad es una y mi deber es informar.
—¿Tu deber? ¡¿Tu deber?!
Deméter se encendió.
—No tienes ni idea de lo que significa esa palabra. Mientras tú celebrabas tu noche de Carnaval, se produjo la carnicería de brujas Omar más terrible de los últimos doscientos cincuenta años.
No repliqué. No sabía nada. Nadie me había informado. Deméter se calmó y tomó aire para tener el valor de explicarme lo sucedido.
—Las Odish aprovecharon nuestra ausencia de la noche de Imbolc para hacerse con docenas de bebés y muchachas. Treinta y siete víctimas, y me temo que habrá más. Ése es el recuento hasta el momento. Todavía estamos conmocionadas.
Me quedé muda de horror. La noche más feliz de mi vida había sido una noche de muerte y desolación. Era injusto. Hasta la memoria me jugaba una mala pasada. En el calendario de las Omar mi noche de amor sería una fecha fatídica, una fecha negra con multitud de nombres de inocentes que invocar, en la que se celebrarían ritos de purificación y embrujos de reposo.
Sin embargo había algo extraño. Si esa noche había sido peligrosa para todas las Omar que no estaban en el sabath, ¿por qué Deméter no me llamó inmediatamente para saber si estaba viva? ¿No se preocupaba por mí?
Mi madre leyó mis pensamientos. Podía hacerlo estando yo presente y cercana a ella.
—Me puse en contacto con tu casa y hablé con Carla. Ella me tranquilizó, me dijo que estabas bien, que las tres estabais bien.
Respiré aliviada. Por un momento había creído que mi madre pasaba de mí. Deméter me tendió un billete de autobús.
—Ahora escúchame, irás a este pueblo: Urt. Interrogarás a la madre del bebé, una loba llamada Elena que es bibliotecaria. Te alojarás en esta dirección y te pondrás en contacto con cuantas Omar pudieron tener relación con el asesinato de la pequeña. Rastrearás todo aquello que consideres importante. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —murmuré impresionada por la responsabilidad que me confería.
—Ve pensando en la versión que daremos. No interesa que cunda el pánico en la comunidad.
Sentí miedo. Una noche de cuchillos largos no auguraba nada bueno. No era gratuita.
—¿Qué pasa? ¿Qué está pasando?
Deméter suspiró.
—Las profecías se están cumpliendo. Las Odish salen a la luz y se preparan para la guerra.
—¿Qué guerra?
—La guerra que auguró Om en su profecía. La guerra de las brujas, que se iniciará con la llegada de la elegida.
Se me puso la piel de gallina. Nunca había dado la menor importancia a las profecías. Era cierto que se hablaba de la llegada de la elegida, pero siempre me había parecido una leyenda brumosa y lejana.
—¿Quién es la nueva matriarca de Occidente? —pregunté sin mucho interés.
—Yo —respondió Deméter sin pizca de asomo de satisfacción.
No la felicité, no quise que la noticia del nuevo cargo de mi madre me impresionase lo más mínimo. Con el transcurso de los años se había ido alejando de mí y, si bien lo agradecía, también me dolía.
Deméter me dio dinero y me hizo una última advertencia.
—Piensa una coartada convincente. Recuerda que deberás hablar con mortales.
No me besó, no me despidió agitando la mano a través de la ventanilla. Simplemente desapareció.
Así era Deméter y así había sido mi vida con ella. Cambiábamos de ciudad, de casa, de amigos, de escuela, sin echar raíces en ninguna parte. Siempre huyendo, siempre protegiéndonos de supuestos peligros que nos acechaban. Deméter aparecía y desaparecía y yo me había acostumbrado a crecer junto a una madre fantasma que nunca me demostró su afecto con besos ni caricias. No tenía tiempo.
Me senté en el asiento del autocar y me quedé embobada mirando a través de la ventanilla. Viajé durante horas y horas hacia el norte, hacia las montañas, hacia los picos y los lagos cubiertos de nieve y hielo. El frío se iba haciendo más patente a medida que anochecía. Se colaba por los resquicios de la ventanilla mal cerrada. El viejo autobús renqueaba en las cuestas y derrapaba peligrosamente en los arcenes salpicados de placas de hielo.