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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos

 

Los trífidos son plantas grotescas y peligrosas, de más de dos metros de altura, cultivadas originalmente por su valioso aceite. Mientras lo permiten las condiciones del mundo esas plantas son económicamente útiles. Pero cuando un desastre universal y repentino destruye esas condiciones, los trífidos se transforman en una terrible y activa amenaza. El libro narra por boca de uno de los pocos afortunados que escapan el desastre el horror de un mundo dominado por trífidos.
El día de los trífidos
, por su imaginación, su horror y su total plausibilidad, ha sido saludado mundialmente como uno de los clásicos del género.

John Wyndham

El día de los trífidos

ePUB v2.0

GONZALEZ
28.08.12

Título original:
The Day of the Triffids

© 1951, John Wyndham

Traducción: José Valdivieso

ePub base v2.0

1
Comienza el fin

Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte.

Lo sentí tan pronto como desperté. Y sin embargo, cuando se me aclaró un poco la mente, comencé a dudar. Al fin y al cabo, era muy posible que fuese yo el que estaba equivocado, y no algún otro. Seguí esperando, acicateado por la duda. Pero pronto tuve mi primera prueba objetiva: me pareció oír que un reloj distante daba las ocho. Escuché con atención y desconfianza. Pronto otro reloj comenzó a emitir unas notas altas y perentorias. Con gran tranquilidad dio ocho indiscutibles campanadas. Entonces
supe
que pasaba algo raro.

Sólo por accidente no asistí al fin del mundo; bueno, el mundo que había conocido durante treinta años. A casi todos los sobrevivientes les pasó lo mismo. Está en la naturaleza de las cosas que haya siempre un buen número de enfermos en los hospitales: la ley de los promedios había decidido la semana anterior que yo fuese una de esas personas. Sí eso hubiese ocurrido una semana antes, yo no estaría escribiendo estas líneas; no estaría aquí. Pero la casualidad no sólo quiso que yo estuviese en el hospital en ese preciso momento, sino también que una venda me cubriese los ojos, y toda la cabeza. Tengo, por tanto, que estar agradecido a quienquiera que sea el que decide la regularidad de esos promedios. Pero aquella mañana yo solo sentía cierto mal humor, preguntándome qué diablos habría ocurrido, pues ya había pasado allí bastante tiempo como para saber que, después de la jefa de enfermeras, lo más sagrado en un hospital era el reloj.

Sin reloj, el hospital no marchaba, simplemente. No pasaba un solo segundo sin que alguien lo consultase con respecto a los nacimientos, las muertes, las dosis, las comidas, las luces, las conversaciones, el trabajo, el sueño, el descanso, las visitas, la ropa, el lavado… Y hasta ahora el reloj había decretado, invariablemente, que alguien tenía que empezar a lavarme y asearme tres minutos antes de las siete de la mañana. Esta era una de las razones por las que yo apreciaba tener un cuarto privado. En una sala común todo hubiese comenzado innecesariamente una hora antes. Pero aquí, y en este momento, unos irregulares relojes continuaban dando las ocho desde diversos sitios… y nadie había aparecido aún.

Aunque aquel lavado con la esponja no me agradaba mucho (yo había sugerido inútilmente que si alguien me llevaba hasta el baño podríamos eliminar ese proceso), su falta me desconcertaba de veras. Además, la esponja anunciaba normalmente la proximidad del desayuno, y yo ya sentía hambre.

Posiblemente eso no me hubiese preocupado tanto cualquier otro día, pero en aquel miércoles 8 de mayo tenía que ocurrir algo muy importante para mí. Quería terminar de una vez con aquellas molestias y aquella rutina. Aquella misma mañana me iban a quitar los vendajes.

Tanteé a mi alrededor buscando el timbre, y dejé que sonara durante cinco segundos, para que supiesen lo que pensaba de ellos.

Mientras esperaba la bonita y enojada respuesta que un llamado semejante tenía necesariamente que provocar, seguí escuchando.

Afuera, me daba cuenta ahora, el día parecía más extraño aún. Los ruidos que se producían en la calle, y los que no se producían, eran de un domingo
demasiado
domingo… y yo había llegado a la conclusión de que aquel día era miércoles. Aunque algo le había pasado a ese miércoles.

Nunca pude comprender enteramente qué debilidad llevó a los fundadores del Hospital St. Merryn a erigir el edificio en un cruce de calles, no lejos de un barrio de oficinas, y destrozar de este modo, y constantemente, los nervios de los enfermos. Pero aquellos afortunados capaces de soportar los ruidos del tránsito tenían ventaja de poder permanecer en cama sin perder contacto, por así decirlo, con el fluir de la vida. Generalmente los ómnibus atronaban la calle tratando de llegar a la esquina antes que cambiaran las luces; e igualmente a menudo los chillidos de los frenos y las salvas del silenciador anunciaban que habían perdido la carrera. Momentos más tarde, los coches en libertad volvían a rugir mientras subían la cuesta. Y de cuando en cuando un interludio: un choque terrible seguido por una discusión general; algo demasiado torturante para alguien que como yo sólo podía juzgar la extensión de los daños por la cantidad de insultos y maldiciones subsiguientes. Ciertamente, ni durante el día, ni durante la mayor parte de la noche, existía la posibilidad de que el paciente de St. Merryn tuviese la impresión de que el round se había interrumpido, ya que él, personalmente, se había retirado a un rincón.

Pero esta mañana todo era distinto. Tan misteriosamente distinto que llegaba a ser perturbador. No se oía el rechinar de las ruedas, ni el frenar de los ómnibus, ni el ruido de ningún otro vehículo. Ni frenos, ni bocinas, ni siquiera el golpear de los cascos de los ocasionales. Ni, como debía ocurrir a aquella hora, el armónico taconear de la gente en camino hacia sus empleos.

Cuanto más escuchaba, más raro me parecía… y más me preocupaba. En unos diez minutos de cuidadosa atención, sólo oí, cinco veces, unos pasos titubeantes y arrastrados, tres voces lejanas que gritaban algo incomprensible y los sollozos histéricos de una mujer. Ni el arrullo de una paloma, ni el piar de un gorrión. Sólo el zumbido de los alambres en el viento…

Comenzó a invadirme una sensación desagradable y vacía. La misma que me asaltaba en mi infancia cuando creía que había algo, algo horroroso en algún rincón oscuro de la habitación y no me animaba a sacar un pie por miedo que algo saliese de debajo de la cama y me tomase por el tobillo y ni siquiera a encender la luz ya que el más pequeño de mis movimientos podía que algo saltase hacia mí. Tuve que luchar contra esa sensación, lo mismo que cuando era niño y me veía a solas en la oscuridad. Y no resultó más fácil. Es sorprendente comprobar lo poco que se ha crecido cuando llega el momento de la prueba. Los miedos elementales seguían acompañándome, esperando su oportunidad, y casi ya aprovechándola… Sólo porque tenía los ojos vendados y el tránsito se había interrumpido.

Cuando logré dominarme un poco, traté de examinar racionalmente la situación. ¿Por qué se detiene el tránsito? Bueno, comúnmente porque se hace algún arreglo en el camino. Algo muy simple. De un momento a otro comenzarían a oírse las perforadoras neumáticas, como una nueva distracción auditiva para los sufrientes hospitalizados. Pero el examen racional tenía una dificultad: no se detenía allí. Indicaba además que no se oía ni el distante murmullo del tránsito ni el silbato de una locomotora, ni la sirena de una barcaza. Nada… Y los relojes comenzaron a dar las ocho y cuarto.

La tentación de echar un vistazo, nada más que un vistazo naturalmente, para tener por lo menos una idea de lo que estaba ocurriendo, era muy grande. Pero me contuve. Ante todo, echar un vistazo no era algo tan simple como parecía. No se trataba sólo de levantar una venda; había un montón de gasas y apósitos. Pero, lo que era más importante, yo tenía miedo. Una semana de ceguera total basta para que no nos atrevamos a tomarnos libertades con nuestros ojos. Cierto era que la gente del hospital se proponía quitarme ese mismo día las vendas pero iban a hacerlo en una luz débil, especial, y si me encontraban algo malo en los ojos, volverían a vendarme. Yo solo no podría darme cuenta. Era posible que mi vista quedase dañada para siempre. O que yo no pudiese ver. Yo no lo sabía aún.

Lancé un juramento y volví a tocar el timbre. Me tranquilicé un poco.

Nadie, parecía, prestaba atención a los timbres. Comencé a sentirme no sólo preocupado, sino también fuera de mis casillas. Depender de alguien es algo humillante, pero no tener de quien depender es todavía peor. Se me estaba acabando la paciencia. Algo había que hacer.

Si salía al pasillo, y armaba un alboroto de todos los diablos, alguien aparecería, aunque sólo fuese para decirle qué pensaba de mí. Aparté las ropas y salí de la cama. Yo nunca había visto mi habitación, y aunque por lo que había oído creía conocer la posición de la puerta, no me fue fácil hallarla. Me encontré con varios sorprendentes e innecesarios obstáculos, pero después de torcerme un dedo del pie y de lastimarme ligeramente la pierna, atravesé la habitación. Me asomé al pasillo.

—¡Eh! —grité—. Tráiganme el desayuno. ¡Habitación cuarenta y ocho!

Durante un momento, nada ocurrió. Luego se oyeron unas voces que gritaban, juntas. Parecían centenares, y no se podía distinguir claramente una sola palabra. Era como si yo hubiese puesto un disco con las voces de una multitud… una multitud malhumorada. Una fugaz visión de pesadilla me pasó por la mente mientras me preguntaba si me habrían trasladado durante la noche a algún manicomio. Quizá éste ya no era el Hospital St. Merryn. Esas voces no me parecían normales. Cerré rápidamente la puerta y llegué como pude a la cama. No parecía haber lugar más seguro en todo ese confuso alrededor. Y como para asegurármelo aún más, se oyó un sonido que me paralizó en el instante en que apartaba la sábana. Allá abajo, en la calle, sonó un grito salvaje y enloquecido y de un contagioso terror. Se repitió tres veces, y se quedó como temblando en el aire.

Me estremecí. Podía sentir el sudor que me corría por la frente, bajo las vendas. Estaba seguro ahora de que había ocurrido algo espantoso y terrible. No podía soportar más mi aislamiento y mi desamparo. Tenía que saber qué pasaba a mi alrededor. Me llevé las manos a las vendas. Enseguida ya con los dedos en los alfileres, me detuve…

¿Y si el tratamiento no había tenido éxito? ¿Y si cuando me sacara las vendas descubría que no podía ver? Eso sería peor aún… Cien veces peor.

Estaba solo y me faltaba coraje para averiguar si me habían salvado o no la vista Y si hubiesen logrado salvármela, ¿convendría que me quedase con los ojos descubiertos?

Dejé caer las manos, y me acosté de espaldas. No sabía qué hacer, y lancé algunas tontas y débiles maldiciones.

Pasó algún tiempo antes que pudiese volver a enfrentar aquel problema. Me sorprendí a mí mismo revolviendo otra vez en mi mente en busca de una posible explicación. No la encontré. Pero me pareció indudable que, a pesar de todas esas paradojas del diablo, era miércoles. Pues el martes había sido un día notable, y yo podía jurar que desde entonces sólo había pasado una noche.

Los archivos dicen que el miércoles 7 de mayo la órbita de la Tierra pasó entre los restos de la cola de un cometa. Pueden ustedes creerlo, si quieren… Millones lo creyeron. Quizá ocurrió así. Yo no puedo probarlo. No estaba en condiciones de ver qué era eso; aunque tengo mis propias ideas. Sólo sé que tuve que pasarme las primeras horas de la noche escuchando los relatos de los testigos presenciales acerca de lo que era, aparentemente, el más notable espectáculo celeste de toda la historia.

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