El dios de la lluvia llora sobre Méjico (3 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

Hernando estaba serio y firme; era ya un joven caballero de pequeña ciudad y tenía ya su primera aventura seria en que pensar. En Salamanca, y en compañía de algunos alegres compañeros, había visitado ya a algunas muchachas en cuya casa podían refocilarse los estudiantes con poco dinero; alguna que otra criada había también en ocasiones saciado su sed; pero en todo eso no había enredos peligrosos, ni excitación, ni tampoco galanterías. Hernando creía que habría de permanecer siempre así, en esa gris tranquilidad; mas he aquí que el destino le puso ante una asturiana de flexible cuerpo y hermosos cabellos de color castaño; se trataba de la esposa del notario real. Viola por primera vez un día en el que ella iba a la iglesia, y desde entonces la siguió viendo todos los días después de misa primera. Siguióla el joven, pisando sus huellas, hasta que un día le fue dado levantar del suelo un billetito en el que se leía la breve indicación de que aquella misma noche sería esperado por la dama. El notario estaba frecuentemente de viaje en sus funciones de dar fe en testamentos y contratos por los pueblos de los alrededores. Durante las tales ausencias se oía el apagado chirriar de la ventana de doña Elvira y una sombra trepaba por un paredón. A la luz de la luna, la dama podía ver cómo la sombra saltaba por encima del espinoso seto y llegaba así al tejado; iba con la espada entre los dientes para evitar que, al golpear contra las piedras, hiciera ruido. Saltaba después el joven, luego de asegurarse que ningún perro ni menos el jardinero podía estorbarle el paso. Griseaba ya el alba… La dama estaba despierta y sonreía. "¡Qué joven es! ", se decía para sí mientras le miraba a su lado medio dormido aún, con el cabello revuelto. En su mejilla izquierda mostraba una huella y eran sus labios jugosos y retadores, sus muñecas finas y sus manos largas y señoriales. La dama le contemplaba sonriente.

"¡Cuánto le quiero!", se decía, y pensaba seguidamente en lo cómodo que era el señor notario real.

Llegaba ya el día y ella le sacudió para desperezarle. Miróla él como sorprendido con sus profundos ojos.

Vuelve ya la sombra misteriosa a saltar por encima del alto paredón. La señora le sigue con la vista y le ve caminar de puntillas, buscando su camino entre los arriates del jardín para no dejar marcadas sus huellas. Ha arrojado la ligera escala de cuerda que lleva consigo y la sujeta en una piedra salediza y se deja resbalar… Mas de pronto, los horrorizados ojos de la dama ven la piedra que cede y parte del paredón se desmorona. Alguien lanza un grito en el jardín y los perros se levantan y escuchan alarmados; corre una luz detrás de la reja. La escala de cuerda resbala de la mano del joven, que trata de agarrarse donde puede; pero todo cede y se derrumba arrastrándole. Cierra los ojos y siente que se hunde. La capa logra apenas mitigar el batacazo. Siente un vivo y agudo dolor en el tobillo, como si le mordieran. Al otro lado del seto se escuchan ladridos de perro y voces. Apenas tiene fuerzas para caminar y ha de emplear su larga espada como si fuera una muleta; y así, apoyándose, medio arrastrándose, se aleja el joven. Ante sus ojos giran puntos de fuego. Grisea la mañana. Se arrastra el joven y va pensando en el buque que dentro de diez días sale para las Antillas. Cargado de dolor y de pecado, Hernando va dando trompicones por la callejuela de detrás del jardín. Se oyen tañer las campanas, y al oírlas murmura como medio en sueños:
"Mea culpa."
Se imagina ya las risotadas burlonas de los villanos a sus espaldas; ve a su madre que, dura y severa, levanta la mano contra él; cada paso de su camino es un cúmulo de tormentos. En su cerebro enloquecido oscila, como envuelta en la niebla, la figura de Julio César. El joven, con los dientes apretados y el cuerpo maltrecho y atormentado, llega a su casa, a la casa de los Cortés; mas al llegar frente a la puerta, se dobla su cuerpo y se desploma…

5

El barbero y la comadre le curan la pierna. Largos y tristes días de otoño. Hernando ha de permanecer inmóvil con la pierna extendida. Su padre se sienta a su lado y le distrae contándole anécdotas de su vida militar. Cada una de sus palabras vibra de aventura: cuando marchaba contra los moros; la expedición a Africa. "Si nuestra reina no fuera tan contumaz, podríamos invadir la costa berberisca…" Hablan de las malas y de las buenas noticias que llegan del Nuevo Mundo y de las Antillas. Allí hacen falta soldados, gentes de mano dura, pues la tierra y el mar han resultado mucho más vastos de lo que ni siquiera sospechara el almirante…

Luego doña Catalina envuelve la frente del indócil muchacho y reconoce su tobillo lesionado.

Cuando está completamente restablecido, ha llegado ya la primavera. El muchacho se agita con impaciencia y se siente febril. En secreto, escribe una carta a Toledo, dirigida a don Gaspar. Mientras tanto, aparta algunos doblones, pide vestidos y armas. Su madre, más de una tarde, le ha dicho con lágrimas en los ojos:

—¿Por qué, Hernando, no puedes permanecer con nosotros? Tengo pensada una muchacha para ti…

El verano en Extremadura es cálido y asfixiante, con ventolinas peligrosas. El joven, con su pierna aún reacia, trata de caminar; y no mira ciertamente hacia las celosías de los balcones; no busca ninguna beldad de fácil conquista.

Pasa horas enteras en casa del armero, que le está forjando una nueva armadura con una coraza y la cota de malla ya inservible del padre. Por las tardes saca a hurtadillas la carta que ha recibido de Su Excelencia el conde Olivares, y en la que le recomienda al virrey de la isla La Española y le presenta como el amigo de su hijo.

Al releerla, parecen borrarse las callejuelas de la vieja ciudad, y al imaginarse los rasgos fisonómicos de sus conocidos, se le oye murmurar tercamente:

—No me quedo aquí; no me quedo con vosotros.

Los buques debían partir a principios de otoño. Van acortándose los días. Desde Africa sopla un viento caliente y cargado de arena. Por las calles y en dirección a Medina del Campo pasan muchos jinetes. "Nuestra reina y señora yace en su lecho de agonía", se dice en los corrillos que forman los vecinos, temerosos y doloridos. En la iglesia imploran muchos, y largas letanías negras parecen volar bajo las bóvedas.

A mediados de octubre llegó la orden: "Que doblen las campanas." Los ancianos, los militares, los nobles, todos tienen algún recuerdo que referir. Isabel había orado y luchado, había montado a caballo y marchado al frente de sus tropas; había regido a la patria y había parido; había pasado por las carreteras en busca de soldados, se había postrado de hinojos ante las cruces de los caminos; se había detenido aquí o allá para beber una copa de agua; había sido juez en los pleitos de límites entre los municipios y había hecho de componedora entre los campesinos para la distribución de las aguas de riego, por las que venían disputando tal vez hacía siglos. Pocas veces el pueblo la había visto con sus galas reales, ya que iba en general vestida de negro y sin joyas, pues sus últimas piedras preciosas fueron pignoradas. La habían visto los campesinos, montada a caballo, al frente de los soldados; la habían visto dirigiendo las levas: "Necesitamos soldados, soldados, soldados…" Con éstos había partido para Granada, Había purgado el país de señores bandidos; había quemado a los herejes, y ¡ay de los poderosos que emulando a sus antepasados se lanzaban a saltear por los caminos!

El domingo, después de la Misa Mayor, el sacerdote leyó el testamento de la reina. Los lugareños no llegaron a entender gran cosa de todo aquello, pues en el largo escrito hablábase a menudo de la India, de los extraños países con hombres de piel oscura que Isabel estrechaba en los brazos abiertos de su corona, como a inocentes extraviados. Las gentes afirmaban con la cabeza. Sí, ciertamente que sí: aquellos extraños seres debían de ser, por tanto, personas humanas cuando la reina se interesaba tanto por ellos… En España todo había quedado como paralizado: los buques esperaban para zarpar a que hubiese transcurrido el tiempo de luto. La vida parecía detenerse en aquellos días en que el cortejo mortuorio de Isabel marchaba lentamente. Durante treinta días marchó aquel ataúd, llevado por los magnates a pie por las carreteras; cortejo turbador que fue representado por un tallador de Borgoña en pieza de bronce. Todos marchaban con sus capuchones: príncipes, obispos, condes. Desde las comarcas del Sur, se dirige hacia el Norte el fúnebre cortejo en que va la inolvidable reina, ahora muerta. Acudía la gente desde lejos para ponerse al borde del camino esperando el paso de la gran procesión; allí todos se arrodillaban esperando. Aplicaban algunos las orejas contra el suelo y así llegaban a percibir un lejano redoble que se iba aproximando. Al llegar Isabel, ya muerta, todos arrojaban flores. Hernando, desde un extremo de la ciudad, veía cómo se iba alejando a paso lento el gran cortejo aquella mañana soleada y polvorienta. Y también seguía con la vista alguna bandada de aves que volaban hacia el mar.

6

Marchaba por la avenida de eucaliptos y su corazón latió aceleradamente cuando descubrió el palacio del gobernador, cuyo primer habitante había sido el almirante Colón.

Sus oídos estaban todavía llenos de voces marineras, y sus ojos del infinito azul del mar constantemente contemplado desde Cádiz hasta Santo Domingo. Había vivido entre un abigarrado amasijo de hombres de toda clase: negros con aros en la nariz, mercancía sucia y maloliente. Llevaba aún en sí la impresión de aquel faro que, como un adiós, le había lanzado un último rayo de luz desde la costa de su patria.

Había estado bajo cubierta, amontonado con otros pasajeros días y días, con una angustiosa opresión en la boca del estómago que se acentuaba a cada cabeceo del buque y le aturdía también aquel amplio oscilar de la arboladura que exageraba los vaivenes del navío.

Hacía tres días que un ave blanca y elegante se había posado sobre el tope del palo mayor, como un Espíritu Santo. Los marineros la habían ahuyentado y habían observado la dirección de su vuelo, según superstición de navegantes. Y así fue como desembarcaron en la isla La Española, que en boca de los indígenas se llamaba Haití.

Ahora se encontraba ya frente al palacio del gobernador. Se había puesto su mejor traje negro y lucía su cadena de oro. El calor era adormecedor. Cortés, con sus manos enguantadas, llevaba arrollado un pergamino. Estaba allí indeciso con su elegancia del cuello de puntillas y sus calzas largas.

El palacio parecía oler a tinta; por las ventanas abiertas veíanse los escribientes inclinados sobre grandes libros, haciendo en ellos garabatos con sus plumas de aves exóticas.

Con aire aburrido, dos soldados de la guardia contestaron a sus preguntas: "Su Excelencia está ahora en una expedición por el interior." Y decían eso en tono desdeñoso. Después, ya en uno de los corredores interiores, fresco y agradable, pudo hablar con el secretario. Contempló su rostro enjuto, descarnado, y sus ojos brillantes. A la derecha y a la izquierda de la boca se marcaban dos pliegues irónicos en su cara rasurada. Con sus manos finas y largas desenrolló el pergamino.

"Debe de tener unos pocos años más que yo", pensó Cortés, mientras su interlocutor parecía a su vez observar el incipiente bozo del joven hidalgo.

Terminada la lectura, el secretario extendió su mano, tocó el brazo del recién llegado y sonriendo dijo:

—El señor gobernador ha partido para sofocar algunos brotes de rebelión; por tanto, noble joven, tendréis que ejercitaros en la difícil virtud de tener paciencia…

—Entonces, ¿está en curso una campaña?

—Sí, noble joven; mas no os imaginéis que se trata de una guerra en la que avanzan los jinetes, se despliegan en semicírculo y tiene lugar una batalla. Aquí el gobernador combate contra bosques, breñales, pantanos y comarcas poco menos que impracticables.

—Pero ¿quiénes son los hombres contra los que se combate?

—Cabecillas, que aquí llamamos
caciques
; se alzan contra nosotros de vez en cuando. Se echan a la selva virgen, se avisan los unos a los otros por medio de grandes tambores… Esta vez el cabecilla es una mujer; todos los hilos de la conjura nos han conducido hasta ella.

—Mas, perdonad, ¿con quién tengo el honor de hablar, noble señor?

—Soy secretario de Su Excelencia y me llamo Andrés del Duero. Y os añadiré que no es de mi incumbencia el ilustrar a los jóvenes señores que soñaban en su casa con que en La Española se sacaba oro a pozales como si fuera agua. Sin embargo, os diré que me alegraría que Castilla nos hubiese enviado con vuestra persona lo que parecéis ser: un hombre capacitado y trabajador.

—Por lo menos llevo mi corazón y mi espada. ¿No podría tal vez servir de algo al señor gobernador en su campaña?

—¿Sabéis lo que aquí quiere decir la palabra
campaña
? Os lo diré: Se reúnen doscientos españoles dispuestos a cobrar contribuciones o a
ir de visita
. Cuando los hombres del poblado comienzan a bailar a su alrededor, ellos arrojan antorchas encendidas sobre los techos de las cabañas y acuchillan a los cabecillas. Aquellos que pueden salvarse, se esconden en la selva y nos disparan flechas desde las copas de los árboles; esto es aquí una campaña. Se parte a ella con caballos y perros de caza y una marca de hierro, y a los indígenas que se logra capturar se les aplica en un muslo el hierro candente de la marca del gobernador.

—Vuestra merced pinta las cosas de aquí con colores muy sombríos, Y si es así en verdad, ¿porqué no guiáis vos a las gentes por el buen camino?

—Yo cuido aquí tan sólo de llevar las cuentas. Nada más me ata aquí al gobernador. Pero considerad, don Hernando: Yo nací en el país de los vascos. De nosotros se dice que fuimos tal vez los aborígenes del Viejo Mundo. Y eso lo pienso yo a menudo al compadecer en el alma a esos indios de aquí, destinados a perecer. Y entonces, me podéis creer, que me alegra el que mi ocupación de aquí esté sólo en los libros y en los catastros y no sea preciso que registre en ellos las fraternales fechorías de esas bandas.

—Vuestra merced me descubre un mundo repugnante y desconsolador.

—Dentro de un mes, vos mismo me evitaréis…, sí; os guardaréis de Del Duero como hombre por cuyas venas corre la tinta y la hiel. Yo sería incluso quemado por hereje, si no me guardasen las espaldas de los frailes de San Jerónimo, la más alta institución en esta isla.

—¿También aquí se hacen la guerra los señores entre ellos, como sucede en nuestra patria?

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