El dios de la lluvia llora sobre Méjico (49 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—¿Dijo eso Papan?

—¿Por qué quieres saber la verdad? ¿También te das cuenta tú de que en este palacio sopla un viento extraño? ¿Sientes que se prepara algo? ¿Te das cuenta de que los lazos de la fatalidad se estrechan de minuto en minuto a vuestro alrededor?

—¿Había visto buques?

—Papan, no; otros los habían visto. Las noticias corren a lo largo de las costas; primero, por medio de señales de hogueras; después son dibujadas sobre hojas de magüey… Ayer llegó la primera noticia. Los sabios estuvieron reunidos para descifrar su significado. No falta el dibujo de las casas flotantes. Había ochenta.

—¿Los esperaban? Su señor les envía fuerza y sangre fresca.

—No. Los signos muestran los espadas cruzadas de los teules blancos y en los dibujos se ve a un rostro pálido que pisotea el emblema de Malinche. No lleva signo propio, pero tiene ochenta hombres que montan sobre ciervos sin astas y cuatro veces diez tubos de metal que ocultan el trueno. ¿No sabéis nada de todo eso?

—Señora, ¿viste tú esos dibujos?

—Vi cuando los leían, pues me introduje en la habitación al llegar el alba para buscar a mi señor.

—¿Por qué hablaste, pues, con aquella cuyo nombre no puede ser repetido?

—Le envié un mensaje, pues es la hermana de mi padre y yo no tengo madre, y además mi padre es padre de todos los mundos. Le envié un mensaje en el cual le rogaba me dijese lo que debía hacer. La mujer que me crió con su leche me trajo la respuesta. No había visto a la princesa, pero había oído su voz. Y esta voz habló así: "Los que están vivos deben seguir viviendo. Los dioses no quieren sangre, y ¡ay de aquellos que arrojen corazones sobre el fuego de los sacrificios creyendo que con ello mejoran el porvenir! " Eso fue todo lo que dijo Papan. "Los que viven deben vivir." Malinche no debe morir, como piden los sacerdotes y los dioses. Pero yo no creo a éstos; yo creo más a Papan. Vienen ahora otras casas flotantes, y los que en ellas van dicen: "Venimos a castigar a Malinche."

"¿Por qué sólo nuestros pueblos habrían de hacer la guerra? ¿Por qué sólo entre nosotros ha de haber prisioneros, víctimas? También ellos son hombres y deben de tener países con príncipes diferentes. ¿Quién estuvo jamás en su tierra para comprobar lo que hay de cierto en lo que cuentan? Los nuevos, los que ahora vienen, son mucho más fuertes; vienen a castigar. Los signos sobre las hojas de agave no engañan. Mi padre, el terrible señor, decidió esperar y aún no sabe si debe iniciar en ello a Malinche. Ahora se limita a esperar a que los otros se aproximen. Tal vez los buques pasen sin detenerse, y entonces los signos habrán mentido. Pero los sacerdotes, los soldados y los jefes del ejército, entre ellos mi esposo, se sonríen. No se necesita afilar las armas. La peste se curará con la misma peste, del mismo modo que una picadura de serpiente se cura dejándose morder en el pecho por otra serpiente. Los rostros pálidos se devorarán los unos a los otros. Será una escena de guerra ante las puertas de Méjico como los dioses no han podido ver nunca. Y los que sobrevivan encontrarán su descanso eterno sobre las piedras de los sacrificios de Huitzlipochtli. Nuestros hijos contemplarán un día sus huesos calcinados por el sol y sus armas serán colgadas en los muros del templo. Los sacerdotes esperan ver a quiénes será dada la victoria en la discordia. Eso es lo que están diciendo los sacerdotes.

–¿Y qué dice aquélla que ha regresado?

—Papan dice que los que viven seguirán viviendo. No quiere que se arranque el corazón de Malinche ni que sus entrañas sean mostradas al pueblo como un trofeo. Ella cree que al mundo viene un orden nuevo, porque los viejos dioses se equivocaron de camino.

—¿Puede saber todo eso mi señor?

—Todo eso son presagios. Todavía no vemos nada ni oímos nada. Tal vez sólo fue un sueño que ayer noche tuvo Tlaloc al mirar a Tenochtitlán.

—¿Por qué eres tan buena, señora y madre?

—Yo no quiero ver a tu señor rígido por la muerte. No lo quiero y pienso en ti cuando leo en nuestros libros el deseo de los dioses.

—¿Piensas en Tlaloc?

—Tú sabes que Tlaloc se pone alegre en primavera cuando todo está limpio y brillante por el rocío, cuando germinan las semillas y punza una nueva vida por todas partes.

—¿Piensas en mi hijo?

—Tú sabes que Tlaloc recibe en primavera el sacrificio de la sangre de criaturas de pecho. Se los presentan en pequeños lechos de madera; los sacerdotes observan sus lágrimas y por ellas predicen lo que ha de venir… Temo por tu hijo, porque Tlaloc ha proyectado su sombra sobre él.

Marina se echó a los pies de Tecuichpo, besó sus sandalias de suela de oro y adornos de piedras preciosas. Después besó las rodillas, mientras la princesa le acariciaba los cabellos.

—¿Puede la princesa perdonar a su sierva el que ésta levante los ojos hacia su ama y de sus labios salgan expresiones de agradecimiento.

—Haz lo que quieras, Malinalli.

De debajo de sus vestiduras extrajo una alhaja cuidadosamente envuelta, que había comprado a una cantinera por un pedazo de rubí. Era una pequeña imagen de la Virgen, pintada sobre cristal; el fondo era azul fuerte; era una obra maestra de un artista sevillano. Marina lo apretó; primero contra su corazón y después lo dio a la princesa. Esta se inclinó sobre la imagen y la contempló largamente.

—Mira cuán triste está la mujer a quien se le mata el hijo.

21

—¿Para qué necesitas los buques, Malinche? ¿Por ventura esos signos negros trazados sobre una hoja de agave te dicen que han llegado hermanos tuyos a la ciudad y sus casas flotantes bailan sobre las aguas? ¿Lo sabías ya?

—Al Terrible Señor nada le puede quedar oculto. La noticia no me sorprendió. Ya se me había avisado desde nuestra ciudad. Pero dime: ¿qué te informara acerca de nuestros hermanos los caciques de la costa?

Moctezuma desenrolló una hoja de agave. Sobre ella veíanse figuras de colores recientes y frescos: rojo, dorado, verde y azul. Con sus actitudes parecían querer escapar por el margen de la hoja.

—Esto lo enviaron anoche desde Cempoal. Quien quiera leer que lea. Veo aquí hombres que arrojan a un lado las blancas espumas de las inmensas aguas. Los números hablan de veinte veces setenta guerreros. Traen ochenta animales consigo y los dibujos de los tubos que esconden el trueno en su interior se elevan a cuarenta. Cortés se quitó el sombrero.

—Alabado sea el Señor, que nos envía ayuda. Gracias te doy, augusto señor, pues tus palabras han alegrado mi alma. Ya no necesitamos buques; mis hermanos están aquí. Cuando se hubo marchado, Moctezuma quedó pensativo; luego sonrió. Hizo llamar a Guatemoc.

—Le leí algunas partes del escrito. La barba le cubre el rostro y la palidez habitual de sus mejillas me impide ver cuándo palidece de miedo.

—¿Cuál es tu deseo, poderoso señor?

—Que los sacerdotes interroguen a los dioses y los ejércitos a sus jefes. ¿Debemos esperar a que los teules blancos se destrocen mutuamente ante la ciudad y solamente sacrificar a los supervivientes? ¿O, por el contrario, debemos obligarlos a partir para salvar así a nuestra ciudad? ¿Deben nuestros guerreros limitarse a seguirlos para estar presentes cuando se trate ya sólo de enterrarlos?

—¿Deseas, señor, llevar a Malinche al sacrificio del altar?

—Tal vez los dioses no me guarden rencor por esto; pero Malinche tiene un lugar en mi alma. Deseo no dar a los dioses la sangre de mi amigo; así que no quiero levantar mi arma contra él.

—Señor, a veces los dioses disponen las cosas sin contar con tus deseos…

Por la noche Cortés habló con los soldados. Había llegado una carta de Vera Cruz. De las islas habían llegado buques y tropas; posiblemente refuerzos enviados por el emperador. Nada se sabía, empero, con certeza. Hizo repartir algunas bebidas y cada soldado recibió un regalo del valor de un peso de oro. Después de cenar, se elevaron oraciones y los cañones fueron disparados. ¡Habían llegado españoles a Nueva España!

En los primeros momentos todo estuvo presidido por la alegría. Los soldados tocaban de nuevo oro y pensaban en el regreso pacífico a la patria. Ante los ojos de los capitanes se cernían, como un sueño, nuevas cartas de nobleza. Los cañonazos asustaron a la gente que estaba en el mercado; admirados, vieron los fogonazos que no eran seguidos de bala. Los oficiales no bebieron; desde el primer momento se dirigieron a la tienda de Cortés. A ellos no se les ocultó nada. Les refirió Cortés el aviso secreto que había dado le princesa. La diplomacia de Moctezuma deseaba que los españoles se exterminaran mutuamente.. Sandoval escribía que el jefe del ejército que llegaba era Pánfilo Narváez, sobrino de Velázquez, secretario ambicioso. Cortés les leyó en voz alta la carta que le había enviado Sandoval desde Vera Cruz:

—"… Dicen, señor, que su llegada aquí no más tiene un objeto: restablecer el prestigio del señor Velázquez a sangre y fuego. No han tenido ninguna noticia del emperador. Con ellos viene un juez delegado de los padres de San Jerónimo para conocer y fallar en la discordia surgida entre los españoles. Al asesor Ayllon le mandaron cargado de hierros al sollado de la capitana. Velázquez me envió a su capellán Guevara con un notario real. Todos debían abandonar el servicio de los rebeldes, decía la orden. Vera Cruz debía entregarse inmediatamente; de no hacerse así, no habría gracia para nadie. Mi contestación fue ésta: Yo no había frecuentado las aulas universitarias como mi capitán general Cortés; por eso era poco versado en asuntos de Derecho. El era quien debía decidir si los papeles tenían algún valor. Al oír eso, se encolerizaron. Yo, entonces, mandé les pusieran algunos cascabeles, y os remito, junto con esta carta, a los dos señores debidamente atados. A vuestra merced siempre afecto soldado y obediente hijo, Gonzalo de Sandoval, alcalde de Vera Cruz."

Los capitanes callaron. Alguien repitió "afecto soldado". Ni uno había en el campamento que no le amara. Ordaz se puso a reír.

—Así Su Paternidad tendrá que hacer el camino
per pedes apostolorum.
Seguramente no habrá viajado sobre las espaldas de indios. Cortés meditaba.

—Oíd, señores. Por mal que me pueda parecer que la Corona haya dispuesto que Narváez azuce y levante contra mí a los caciques, no deja tampoco de parecerme mal hecho que Sandoval trate de modo tan humillante y afrentoso a otros españoles. Mañana por la mañana, Avila, con ocho caballos, les saldrá al encuentro. Y al llegar a Méjico, se los recibirá con los honores que les correspondan. Hemos de cuidar de aparentar que somos un pueblo unido.

—Velázquez de León se fue con ciento cincuenta hombres a Río Panuclo. Ahora nos harán falta esas lanzas.

—En Cholula recibió ya mis órdenes. Debo ahora esperar a ver qué noticias traen los dos enviados. Pero, desde este mismo momento, quiero hacer saber a Narváez mis disposiciones.

—Vuestra merced conoce a este rival. ¿Es posible atraérsele con buenas palabras?

—Sus servidores le odiaban; se le escapaban algunos todas las semanas y se refugiaban en mi hacienda, que estaba vecina a la suya. En el palacio del gobernador no nos podíamos sufrir mutuamente. Pero no es peor ni mejor que otros hacendados de Cuba. Ahora os pregunto: ¿quién se ofrece voluntario para llevarle mi escrito?

Todos callaron. Si uno se ofrecía con demasiada rapidez y vehemencia, se podía hacer sospechoso de desear escabullirse para salvar la cabeza y lo que todavía podía ser salvado. En todos los labios apuntaba la pregunta: "¿Somos, en realidad, rebeldes?" El padre Olmedo rompió el silencio. El estaba dispuesto a llevar el mensaje al campamento enemigo.

La carta de Cortés comenzaba con las siguientes palabras: "Señor mío y antiguo amigo: El padre Olmedo este amanecer ha colgado algunos saquitos de polvo de oro en su arzón… " La entrada de los mensajeros debía verificarse, según orden escrita, antes del mediodía. Avila dirigía la expedición desde Cholula y tardó dos horas en poder calmar al capellán y al notario con sus palabras y con los regalos. Los dos estaban sin aliento y coléricos. Se les proporcionó buenas monturas y durante el camino ya se pasó en agradable conversación. El capitán refirió el esplendor, el bienestar y las riquezas, dejando entrever que el capitán general, a pesar de sus múltiples ocupaciones y trabajos de su cargo, no dejaría de recibirlos tan pronto como pudiera.

Las pupilas, cansadas de no dormir, no pudieron apreciar aquellos tesoros. Cuando la expedición llegó al dique mayor, estaba lleno de curiosos; las muchachas arrojaban flores y el capitán contestaba con gestos. Al llegar al palacio de Axayacatl, fueron recibidos los enviados por la guardia con honores y toques de marcha. Allí se detuvieron unos minutos. Apareció el mayordomo Lares y con una vara golpeó el suelo.

—¡Don Hernán Cortés, capitán general de Nueva España!

Fue descorrida la cortina y apareció Cortés, acompañado de sus capitanes, que llevaban todos arnés y cadenas de oro; detrás iban caciques y funcionarios de la corte. Entre el séquito veíase a Flor Negra, que iba cubierto de maravillosas joyas.

El capellán y el notario habían preparado un pliego de cargos o acusaciones para saturar con él al insurrecto. Ahora, ante el aspecto de tanto aparato solemne y tanta grandeza, los dos no pudieron menos de saludar con una profunda inclinación. Cortés fue hacia el clérigo y le abrazó; luego estrechó cordialmente la mano del notario, mientras los dos servidores españoles le besaban la mano. Las primeras palabras fueron para el incómodo viaje. Cortés dirigió frases duras en voz alta al honrado Sandoval, que era un soldado osado e intrépido, pero que, desgraciadamente, no estaba muy acostumbrado a las costumbres cortesanas con un señor principal. Cortés invitó a su mesa a los dos recién llegados y a los capitanes. En esta ocasión usó por primera vez sus cubiertos de oro fabricados artísticamente por un orfebre indio. Los enviados miraban asombrados y encantados los platos con figuras repujadas de animales fantásticos y flores, y miraban hacia atrás, donde los criados indios, resplandecientes a fuerza de piedras preciosas, servían en el festín con su paso rítmico y el ritual prescrito para los festines de Moctezuma.

Después de la comida, los señores se sintieron un poco cansados. Cortés sugirió la conveniencia de echar un sueñecito; pero declaró que antes quería todavía satisfacer la natural curiosidad de los llegados. El mismo condujo entonces a sus invitados por la escalera que conducía al subterráneo donde estaba amontonado todo el oro en barras y en polvo, y allí señaló las porciones que estaban separadas y selladas: el quinto correspondiente a la Corona, la parte de los armadores, el botín de Cortés. Antes de que los dos huéspedes pudieran reponerse de su asombro, tenían ya cada uno de ellos una barra de oro en la mano.

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