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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (5 page)

Miré en la dirección que les indicaba y vi con gran asombro que el edificio —o dos— hacia el que Von Bek y yo nos habíamos encaminado se hallaba ahora mucho más cerca. Distinguí el humo de las chimeneas, los estandartes de las torres, las luces que parpadeaban en algunos puntos.

—Bien, caballeros —dijo el líder—, ¿qué debemos hacer? Habéis matado a varios de los nuestros, por lo cual opino que nosotros seguimos en desventaja, dado que os hemos atacado, pero sin causaros heridas graves. Además, tenéis dos de nuestras espadas, que valen lo suyo. ¿Seguís vuestro camino y no se hable más del asunto?

—¿Carece de ley este mundo hasta el punto de que podéis atacar a otro ser humano cuando os place sin sufrir ulteriores consecuencias? —preguntó Von Bek—. Si es así, no es mejor que el que acabo de abandonar.

Me parecía absurdo abundar en este tipo de argumentaciones. Había aprendido que los hombres de tal calaña, fuera cual fuese el mundo en el que vivían, no tenían interés en discutir cuestiones de ética, ni cerebro para hacerlo. Yo pensaba que nos habían confundido con forajidos, y eso, además de descubrir que éramos otra cosa, les estaba enseñando a respetamos, aunque fuera a regañadientes. Me decantaba por aceptar el riesgo de ir a su ciudad y ver qué tipo de recibimiento nos ofrecían sus gobernantes.

Susurré al oído de Von Bek un resumen de mis ideas, pero parecía poco inclinado a dar el asunto por concluido. Sin duda, se trataba de un hombre de considerables principios (tales personas eran las que se levantaban contra el terror infundido por Hitler), y se ganó mi respeto. De todos modos, le supliqué que juzgara a aquella gente más tarde, cuando supiéramos algo más acerca de ellos.

—Me da la impresión de que son muy primitivos. No debemos esperar demasiado de ellos. Por otra parte, puede que sean nuestro único medio de averiguar más cosas de este mundo y, llegado el caso, escapar de él.

Como un perro lobo que sólo desea proteger a sus amos (o, en este caso, un ideal), Von Bek desistió.

—De acuerdo, pero opino que debemos conservar las espadas —comentó.

La oscuridad era cada vez más intensa. Nuestros atacantes se estaban poniendo nerviosos.

—Si hemos de seguir parlamentando —dijo el líder—, tal vez os apetezca hacerlo como invitados nuestros. Os prometo que esta noche no sufriréis el menor daño. Tenéis mi Promesa de Abordaje.

Eso parecía significar mucho para él, y me sentí inclinado a creer en su palabra. Pensando que vacilábamos, se quitó el yelmo verdegrisáceo y se lo puso sobre el corazón.

—Os comunico, caballeros —declamó—, que me llamo Mopher Gorb, basurero mayor de Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan.

Transmitir estos nombres parecía ser también muy significativo.

—¿Quién es ese Armiad? —pregunté, observando que una enorme sorpresa se reflejaba en sus feos rasgos.

—Pues el capitán barón de nuestro casco natal, que se llama el
Escudo Ceñudo,
perteneciente a nuestro fondeadero La Mano Que Aprieta. Os sonarán, aunque no hayáis oído hablar de Armiad, que sucedió al capitán barón Nedau-naam-Sliforg-ig-Vortan...

—Basta —gimió Von Bek, levantando la mano—. Todos esos nombres me producen una jaqueca insoportable. Estoy de acuerdo en aceptar vuestra hospitalidad, y os doy las gracias.

Sin embargo, Mopher Gorb no se movió. Esperaba algo, expectante. Entonces comprendí lo que debía hacer. Me quité el yelmo cónico y me lo puse sobre el corazón.

—Soy John Daker, también llamado Erekosë, en un tiempo Campeón del rey Rigenos, y más tarde de la Fortaleza Helada y el Fiordo Escarlata, y éste es mi hermano de armas el conde Ulrich von Bek, en otros tiempos de Bek, principado de Sajonia, en la tierra de los alemanes...

Continué un poco más en esta vena hasta que pareció satisfecho con los nombres y títulos enunciados, si bien no entendió ni jota. Por lo visto, la ofrenda de nombres y títulos significaba que tenías la intención de mantener tu palabra.

Von Bek, menos versado en estas materias y menos flexible que yo, estaba a un paso de estallar en carcajadas, hasta el punto de que se negaba a encontrar mi mirada.

Mientras todo esto sucedía, el «casco natal» había aumentado de tamaño. Observamos ahora que su monstruosa masa se movía. No era tanto una ciudad o castillo como una especie de barco de madera, increíblemente grande (aunque supongo que un poco más pequeño que algunos de nuestros transatlánticos), e impulsado por algún motor responsable del humo que yo había confundido con señales de vida doméstica. De todas formas, pensar desde lejos que se trataba de una fortaleza medieval era disculpable. Las chimeneas parecían dispuestas al azar. Las torretas, torres, agujas y almenas tenían la apariencia de la piedra, aunque lo más probable era que estuvieran hechas de madera y metal, y lo que yo había supuesto astas de bandera eran, en realidad, altos mástiles de los que colgaban vergas, cierto número de velas de lona, profusión de obenques, como la obra de una araña loca, y una rica variedad de banderas bastante sucias. El humo de las chimeneas era de un gris amarillento; de vez en cuando, soltaban una lluvia de cenizas calientes que no constituían ninguna amenaza para las cubiertas, pero que debían de cubrirlas por completo. Me pregunté cómo soportaba aquella gente vivir en medio de tanta suciedad.

Cuando el inmenso y estruendoso bajel avanzó despacio por las aguas someras del pantano, comprendí que el olor de nuestros atacantes era el característico de su barco. Incluso desde lejos podía captar mil hedores nauseabundos, incluyendo el empalagoso humo. Imaginé que las calderas de aquellas chimeneas debían de quemar toda clase de desperdicios y excrementos.

Von Bek me miró, indicándome que rechazara la hospitalidad de Mopher Gorb, pero yo sabía que era demasiado tarde. Quería averiguar más cosas de aquel mundo, sin insultar a sus habitantes hasta el punto de que se sintieran moralmente obligados a darnos caza. Me dijo algo que no pude oír a causa del estrépito producido por el barco, que ahora se alzaba sobre nosotros, recortado contra las nubes grises del crepúsculo.

Negué con la cabeza. Él se encogió de hombros y sacó de un bolsillo un pañuelo de seda primorosamente doblado. Lo colocó sobre su boca y fingió, por lo que pude observar, que había pillado un resfriado.

Alrededor del gigantesco casco, que era un batiburrillo de metal y madera, reparado y reconstruido un centenar de veces, las aguas fangosas del pantano se agitaban y volaban en todas direcciones, cubriéndonos de espuma, montoncitos de hierba y no poco barro. Casi nos sentimos aliviados cuando bajaron una especie de puente levadizo desde la parte posterior del barco, cerca del fondo, y Mopher se adelantó para dirigir gritos tranquilizadores a alguien que se hallaba dentro.

—No son sabandijas de los pantanos. Son invitados honorables. Creo que son de otro reino y van a la Asamblea. Hemos intercambiado nombres. ¡Embarquemos en paz!

Una diminuta parte de mi cerebro se puso en guardia de repente. Reconocí una palabra familiar, pero no pude identificarla por completo.

Mopher se había referido a «la Asamblea». ¿Dónde había oído esa expresión? ¿En qué sueño? ¿En qué encarnación anterior? ¿O acaso había sido una premonición? Porque la maldición del Campeón Eterno consistía en recordar tan bien el futuro como el pasado. El Tiempo y las consecuencias no son lo mismo para nuestros semejantes.

Mis esfuerzos no me aportaron ningún esclarecimiento y aparqué el problema. Seguimos a Mopher Gorb, basurero mayor del
Escudo Ceñudo
(el nombre del barco, evidentemente), hasta las oscuras y hediondas entrañas de su casco natal.

Mientras subíamos por la pasarela, el olor se hizo tan nauseabundo que estuve a punto de vomitar, pero logré controlarme. Había luces encendidas en el interior del bajel. Por las rendijas del suelo pude atisbar más abajo; gente desnuda corría de un lado para otro, atendiendo lo que imaginé que serían los rodillos sobre los que se desplazaba el barco. Distinguí una serie de pasadizos elevados, unos de metal, otros de madera, y algunos, simples cuerdas tendidas entre otros. Oí gritos y chillidos sobre el lento retumbar de los rodillos, y deduje que aquellos hombres y mujeres estaban lubricando y limpiando la maquinaria mientras funcionaba. Ascendimos por unos escalones de madera y nos encontramos en una amplia sala llena de armas y armaduras, de la que se cuidaba un sudoroso individuo de casi dos metros de altura; parecía un milagro que su inmensa gordura le permitiera moverse.

—Habéis intercambiado nombres y, por lo tanto, sois bienvenidos a bordo del
Escudo Ceñudo.
Me llamo Drejit Uphi, maestro armero de nuestro casco. Veo que portáis dos de nuestras espadas; me complacería que las devolvierais. Tú también, Mopher. Y los otros. Devolved todas las espadas. Y también las armaduras. ¿Qué hay de los demás? ¿Hemos de enviar a las mujeres para despellejarlos?

Mopher parecía avergonzado.

—Sí. Atacamos a estos invitados, pensando que eran sabandijas de los pantanos. Nos convencieron de lo contrario. Umift, lor, Wetch, Gobshot, Pnatt y Strote han de ser desollados. Ahora se convertirán en combustible.

La referencia al combustible me dio una ligera idea de por qué el humo de las chimeneas era tan repugnante y por qué todo el barco parecía cubierto de una película aceitosa, ligeramente pegajosa.

Drejit Uphi se encogió de hombros.

—Os felicito, señores. Sois buenos luchadores. Esos guerreros eran avezados e inteligentes.

Hablaba con la mayor cortesía, pero estaba claro que se hallaba muy disgustado, tanto con Mopher como con nosotros.

No pensaron en pedirle la pistola a Von Bek, y por consiguiente me sentí un poco más seguro cuando, después de que Mopher se desprendiera de la armadura y dejara al descubierto el justillo y los pantalones de algodón, muy sucios, seguimos al basurero mayor hacia los niveles superiores del barco-ciudad.

Todo el casco estaba atestado como un poblado medieval. La gente ocupaba los pasillos, portalones y aceras, cargados con fardos y llamándose entre sí, trocando mercancías, cuchicheando y discutiendo. Todos iban muy sucios, todos eran pálidos y de aspecto enfermizo y, por supuesto, ninguna prenda de ropa se veía libre de las cenizas que caían por doquier y obstruían las gargantas con el mismo éxito con que cubrían nuestra piel. Cuando salimos de nuevo al aire de la noche y cruzamos un largo puente, tendido sobre lo que en tierra firme equivaldría a la plaza de un mercado, ambos respirábamos con dificultad y nuestros ojos y narices chorreaban. Mopher se dio cuenta de lo que nos pasaba y se puso a reír.

—Vuestro cuerpo se acostumbrará tarde o temprano —dijo—. ¡Fijaos en mí! ¡Ni se os ha pasado por la cabeza que mis pulmones han absorbido ya la mitad de la mierda de este barco!

Volvió a reír.

Me así a la barandilla del puente cuando el viento lo hizo oscilar y el movimiento del barco, que seguía su rumbo, estremeció su estructura. Arriba, en las vergas, vi figuras que trabajaban sin cesar, mientras otras hormigueaban entre el aparejo, todas iluminadas por súbitas cascadas de llameantes cenizas que brotaban de las chimeneas. Observé que los fragmentos más grandes eran recogidos en redes de alambre que rodeaban las chimeneas, y luego reunidos alrededor de los lados, en la parte superior, o devueltos al interior.

Von Bek meneó la cabeza.

—Por sucio y destartalado que esté todo, constituye un milagro de ingeniería demencial. Cabe suponer que la fuerza motriz es el vapor.

—Los folfeg son famosos por sus inventos científicos —declaró Mopher, que le había oído—. Mi abuelo era un folfeg, del fondeadero del Langostino Herido. Él fabricó las calderas del gran
Lagarto Reluciente,
que pretendió seguir a Ilabam Kreym más allá del Borde. El barco regresó, como sabemos todos los de Maaschanheem, sin un solo miembro de la tripulación vivo..., pero los motores no fallaron. Los motores lo trajeron de vuelta al Langostino Herido. En los días de las Guerras entre los Cascos conquistó catorce fondeaderos rivales, incluyendo La Bandera Rasgada, El Helecho Flotante, La Langosta Liberada, El Tiburón Depredador y La Lanza Rota, además de muchos barcos.

Von Bek demostró más curiosidad que yo.

—¿Cómo bautizáis a vuestros fondeaderos? —preguntó—. Imagino que son franjas de tierra firme entre las que navegan vuestros barcos.

El basurero mayor se quedó sorprendido de nuevo.

—Exacto, señor. Les damos a los fondeaderos el nombre de aquello a lo que más se parecen sobre el plano. La forma que adopta la tierra, señor.

—Por supuesto —replicó Von Bek, tapándose la boca con el pañuelo. Su
voz
sonó apagada—. Perdonad mi ignorancia.

—Podéis preguntarnos lo que deseéis —dijo Mopher, intentando borrar la expresión de desagrado que había aparecido en sus peludas facciones—, porque hemos intercambiado nombres. Sólo no podemos daros cuenta de lo Sagrado.

Llegamos al extremo del puente y nos detuvimos ante un rastrillo con rejas de hierro, al otro lado del cual se veía una sala en sombras en la que brillaba la luz tenue de unos fanales. Mopher emitió un grito y la maciza puerta se alzó, permitiéndonos el paso. La sala estaba decorada con esmero, y entonces observé que una fina gasa cubría el rastrillo. Las cenizas apenas habían invadido esa parte del barco.

Sonó una trompeta —un graznido de lo más desagradable— y se oyó una voz desde la galería mal iluminada que corría sobre nuestras cabezas.

—Bienvenidos sean nuestros honorables huéspedes. Que disfruten de esta noche en compañía del capitán barón y viajen con nosotros hasta la Asamblea.

No se distinguía bien al que hablaba, pero, por lo visto, no era más que un simple heraldo. Un individuo bajo y corpulento, con cara de boxeador y el porte de un hombre agresivo que intenta controlar un temperamento por lo general irascible, bajó a toda prisa por una amplia escalera situada al otro extremo de la sala.

Sostenía un casquete sobre su pecho, cubierto del brocado rojo, dorado y azul más trabajado, y llevaba unos pantalones acampanados de tono chillón, lastrados en los bajos por unas pesadas bolas de fieltro de diversos colores. Se tocaba la cabeza con uno de los sombreros más raros que había visto en todas mis correrías por el multiverso, y no me extrañó que lo descartara para proceder al acostumbrado rito de cubrirse el corazón. El sombrero medía como mínimo un metro de alto, muy similar a los antiguos sombreros de copa, pero de ala más estrecha. Supuse que llevaba un forro de cierta rigidez, pero de todos modos se inclinaba en más de una dirección de forma muy acentuada, y su deslumbrante color amarillo mostaza era tan brillante que, por un momento, creí que me dejaría ciego. Hice lo que pude por reprimir una carcajada.

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