El Druida

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

 

Ainvar, guardián del Bosque Sagrado y jefe druida, guía a los galos en la lucha contra la colonización romana. Su antiguo rival, el príncipe guerrero Vercingetórix, se convierte en su aliado y lidera esta insurrección contra el procónsul romano Julio César, ávido de anexionar la legendaria civilización gala a su imperio. Con él colaboran mercaderes ambiciosos y jefes tribales corruptos. La profunda entrega del druida a la causa de su pueblo se combina con la devoción por la naturaleza y un fuerte instinto de protección del modelo poligámico. Por sus apasionados brazos pasan tanto princesas como esclavas. Una novela intensa y rigurosa donde los valores sublimes de un pueblo amante de la naturaleza chocan con la realidad de la guerra, la traición, el asesinato y los sacrificios rituales.

Morgan Llywelyn

El Druida

ePUB v1.1

3PUBnoff
03.08.11

Ediciones Martínez Roca

Traducción de Jorge Ribera

Diseño cubierta: Compañía de Diseño

Primera edición: julio de 2000

Segunda edición: julio de 2001

Título original:
Druids

© 1990, by Morgan Llywelyn

© 2000, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Provença, 260, 08008 Barcelona

ISBN: 84–270–2589–0

Depósito legal: M. 33.240–2001

Fotocomposición: Pacmer, S. A.

Impresión: Brosmac, S. L.

Encuadernación: Atanes Lainez, S. L.

Impreso en España - Printed in Spain

Para los druidas.

Sabéis quiénes sois.

Ellos [los druidas] desean inculcar como su dogma principal que las almas no se extinguen, sino que al morir pasan desde este presente a los de más allá.
Cayo Julio César

Los druidas, hombres del intelecto más elevado y unidos a la íntima fraternidad de los seguidores de Pitágoras, se entregaban a la investigación de materias secretas y sublimes, y descuidando los asuntos mundanos, afirmaban que las almas son inmortales.
Ammiano Marcelino

Los druidas unieron al estudio de la naturaleza el de la filosofía moral, asegurando que el alma humana es indestructible.
ESTRABÓN

PRÓLOGO

Llevaba muerto mucho tiempo. Con un tremendo sobresalto se dio cuenta de que ya no estaba muerto. Además de la sensación crecientemente vívida de su yo, seguía siendo consciente de la tierna red de la que se estaba separando. Desde su tejido, los seres a los que quería le tendían las manos, llamándole, buscando una comunión más.

—¡No me abandonéis! —les gritó—. ¡Seguidme, encontradme!

Tensándose a su alrededor, la existencia vibraba con los latidos de un corazón gigante. Fue expelido a la liviandad, cayó en lo desconocido.

Descendió más y más, trazando círculos.

Gradualmente empezó a recordar conceptos olvidados mucho tiempo atrás, tales como la dirección, la distancia y el tiempo. Se concentró en ellos y descubrió que se estaba deslizando en espiral entre las estrellas. Las constelaciones florecían a su alrededor como prados floridos.

Tendió las manos, ávido de la sensación súbitamente recordada del tacto..., y resbaló y se deslizó y acabó descansando en una cálida cámara iluminada por un tenue resplandor rojo.

Allí yació, soñando. Protegido y satisfecho, estaba suspendido entre los mundos, flotando en mareas reguladas por los ritmos de un universo. En ese tiempo de desarrollo examinó sus recuerdos para decidir con cuáles quedarse. Podía retener muy pocos y era difícil prever cuál le sería más necesario. No obstante, una orden silenciosa le instaba a recordar y recordar...

Flotó y soñó hasta que empezó el golpeteo. Sobresaltado, trató de resistirse, pero fue apresado, estrujado y, finalmente, arrojado a un lugar de superficies duras. Una inundación quemante penetró en sus fosas nasales y la boca abierta.

El niño utilizó ese primer aliento para expresar a gritos su afrenta.

CAPÍTULO I

Me desperté horrorizado porque les oí cantar.

Sin embargo, éramos un pueblo que cantaba. Pertenecíamos a la raza celta, esas gentes altas renombradas por sus fieros ojos azules y sus pasiones todavía más fieras. La mayoría de los miembros de mi clan, de mi linaje, tenían el cabello rubio, pero el mío, cuando era joven, tenía el color del bronce oscuro.

Siempre he sido diferente.

Nueve meses después de mi nacimiento nuestros druidas me pusieron el nombre de Ainvar. Nací en la tribu de los carnutos, en la Galia celta, es decir, la Galia libre. Mi padre no era considerado príncipe y carecía de una guardia personal juramentada, pero pertenecía a la aristocracia guerrera y estaba autorizado a llevar el brazalete de oro, como mi anciana abuela me recordaba con frecuencia. Mis padres y hermanos murieron antes de que yo fuese lo bastante mayor para recordarlos, y mi abuela me crió ella sola en el aposento de mi familia en el Fuerte del Bosque. Recuerdo la época en que creía que el fuerte, con su empalizada de madera, era el mundo entero.

En el aire vibraban siempre las canciones. Cantábamos para el sol y la lluvia, para la muerte y el nacimiento, para el trabajo y la guerra. Y no obstante, cuando los druidas que cantaban en el bosque me despertaron sobresaltado, sentí un profundo temor. ¿Y si me hubieran descubierto?

No debería haberme dormido. Me había propuesto permanecer alerta en algún lugar oculto hasta el amanecer, vigilando hasta que los druidas llegaran al bosque. Pero era un joven bisoño y los acontecimientos de la noche me habían extenuado. Cuando por fin encontré un refugio, debí de dormirme como un lirón sin darme cuenta. No me enteré de nada más hasta que oí cantar a los druidas y comprendí que ya estaba en el bosque sagrado. Debían de haber pasado muy cerca de mí.

Espiarles estaba estrictamente prohibido y era merecedor de los más terribles castigos, innominados pero secretamente murmurados.

Tenía la boca seca y comezón en la piel. No había esperado que me sorprendieran. Sólo quería ver cómo realizaban su gran magia.

Me levanté con una lentitud angustiosa. El crujido de cada hoja muerta revelaba mi traición, pero los druidas siguieron adelante sin interrumpirse, hasta que empecé a pensar que no se daban cuenta de mi presencia.

* * * * * *

Me dije que, al fin y al cabo, quizá podría arrastrarme hasta estar lo bastante cerca para mirarles. Mi temor no era tan grande como mi curiosidad.

Nunca lo ha sido.

Mi refugio era una depresión entre las raíces de un árbol viejo y enorme, una cavidad llena de hojas muertas. Cuando salía poco a poco de ella, una ramita muerta por el invierno se partió bajo mi pie con un chasquido, y me quedé paralizado. Si los druidas no habían oído el ruido de la ramita, sin duda podían oír los latidos de mi corazón. Pero ellos siguieron cantando, y lo mismo hice yo al cabo de un rato, con mucha cautela.

En el fuerte todo el mundo sabía que nuestros druidas intentarían forzar a la rueda de las estaciones para que girase. Las ceremonias tradicionales para fomentar el retorno del sol habían fracasado, y los druidas idearon un nuevo y secreto ritual del que se decía que era muy poderoso. Sólo los iniciados tenían permiso para presenciar el intento, nacido de la desesperación.

Estábamos padeciendo un invierno interminable, una estación de heladas y gélidos vientos. Un inmenso manto nuboso se extendía sobre la Galia. El ganado estaba enflaquecido, las provisiones se habían agotado, la gente estaba asustada.

Naturalmente, acudimos a nuestros druidas para que nos ayudaran.

Cuando sólo era un niño que andaba a gatas, mi abuela me había sorprendido mirando fijamente, con un dedo en la boca, a varios personajes vestidos con túnicas de lana sin teñir y con capuchas como cavernas oscuras en cuyo interior unos ojos brillaban misteriosamente.

—Son miembros de la Orden de los Sabios —me dijo Rosmerta mientras me cogía de la mano y me alejaba de allí, aunque yo seguí mirando hacia atrás por encima del hombro—. No los mires nunca, Ainvar, ni siquiera los mires cuando tienen la cabeza cubierta con la capucha. Y muéstrales siempre el mayor respeto.

—¿Por qué?

Siempre preguntaba por qué.

Con un crujido de rodillas, mi abuela se agachó hasta que su cara estuvo al nivel de la mía. Sus ojos de un azul desvaído brillaban de amor por mí en medio de su red de arrugas.

—Porque los druidas son esenciales para nuestra supervivencia —me explicó—. Sin ellos seríamos impotentes contra todas las cosas que no podemos ver.

Así se inició la fascinación que he experimentado durante toda mi vida por la druidería. Quería saberlo todo acerca de ellos y hacía innumerables preguntas.

Con el tiempo supe que la Orden de los Sabios tenía tres ramas. Los bardos eran los historiadores de la tribu; los vates, sus adivinos. Aunque a todos los miembros de la tribu se les llamaba generalmente druidas para simplificar, en realidad ese título correspondía a la tercera rama, cuyos miembros estudiaban durante veinte inviernos para ganarse ese nombre. Los druidas eran los pensadores, maestros, intérpretes de la ley y sanadores de los enfermos. Eran los guardianes de los misterios.

Ningún tema estaba más allá del escrutinio mental de los druidas. Medían la tierra y el cielo, calculaban las mejores épocas para plantar y cosechar. Entre las prácticas que, en ávidos susurros, se les atribuían, había rituales como la magia sexual y la enseñanza sobre la muerte.

Los instruidos helenos del sur llamaban a los druidas «filósofos naturales».

La principal obligación de los druidas consistía en mantener al Hombre, la Tierra y el Más Allá en armonía. Los tres elementos estaban inextricablemente entrelazados y debían permanecer en un estado de equilibrio o sobrevendría una catástrofe. Como depositarios de mil años de sabiduría tribal, los druidas conocían la manera de mantener ese equilibrio.

Más allá de nuestros fuertes y granjas acechaba la oscuridad de lo desconocido. La sabiduría de los druidas mantenía a raya esa oscuridad.

¡Cómo envidiaba el conocimiento almacenado en aquellas cabezas encapuchadas! Mi mente juvenil estaba tan ávida de respuestas como mi vientre lo estaba de comida. ¿Qué fuerza hacía avanzar a las tiernas briznas de hierba a través de la sólida tierra? ¿Por qué de mis rodillas despellejadas una vez brotó sangre pero otra un fluido transparente? ¿Quién daba bocados a la luna?

* * * * * *

Los druidas lo sabían. También yo quería saberlo.

Los druidas instruían a los niños de la clase guerrera, que comprendía a la nobleza celta, en habilidades tales como contar y orientarse por medio de las estrellas. Nos reuníamos en los bosques y nos sentábamos a los pies de nuestros maestros en la sombra moteada. A veces había muchachas en el grupo. A las mujeres celtas que deseaban aprender se les concedía el privilegio. Pero nuestros maestros nunca compartían los auténticos secretos con nosotros. Ésos eran tan sólo para los iniciados.

¡Yo quería saber!

Como es natural, un ritual secreto de suficiente poder para cambiar las estaciones era irresistible para mí.

Los adivinos habían determinado que el quinto amanecer después de la luna preñada sería el momento más propicio. El ritual se llevaría a cabo en el lugar más secreto de la Galia, el gran robledal en el cerro al norte de nuestro fuerte. Éste había sido levantado para alojar a la guarnición de guerreros que, como mi padre, custodiaban los accesos al bosque, el cual jamás debía ser profanado por forasteros.

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