El Embustero de Umbría

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

 

Huyendo de una de las peores epidemias de peste que asolan Europa, una desvencijada carreta cargada de pociones y ungüentos milagrosos atraviesa los campos de Umbría durante la primavera de 1348. Giuseppe Pagamino, veterano embaucador, herborista y saqueador de tumbas, recala en Florencia, que más que la metrópoli tan cantada de otras épocas se le aparece como una ciudad vacía y maloliente. Allí, en una casa señorial abandonada, descubre a Arturo, un jovenzuelo a quien no duda en reclutar como ayudante y discípulo. Juntos encaminarán sus pasos hacia Lucca, donde Maese Giuseppe espera hacer realidad su sueño más preciado: conseguir el elixir de la inmortalidad. Sin embargo, los planes de Giuseppe toparán con el obispo y sus esbirros, que lo acusarán de brujería y lo encerrarán en una mazmorra. Ante tan comprometida situación, para volver a su vida errante y aventurera, donde le espera un sinfín de episodios rocambolescos en compañía del fiel Arturo, el pícaro herborista deberá hacer gala de su formidable capacidad para sacar el mejor partido de las circunstancias más adversas.

Bjarne Reuter

El Embustero de Umbría

ePUB v2.0

jubosu
10.07.12

Título original:
Løgnhalsen fra Umbrien

Bjarne Reuter, 1ª edición, mayo de 2006.

Traducción: Juan Mari Mendizábal Sarasua

Diseño/retoque portada: Detalle del infierno de
El juicio final
, de Giovanni Canavesio / Charles & Josette Lenars / CORBIS

Editor original: jubosu (v2.0)

ePub base v2.0

PRIMER LIBRO

En defensa y apoyo de los amantes, voy a contar novelas, fábulas, parábolas, historias o como quieran llamarse; entre esas historias se encontrarán vivencias, algunas divertidas y otras serias, así como vicisitudes del destino, tanto del presente como del pasado, en que mis lectores puedan hallar distracción y orientación útil, en la medida en que pueden aprender qué deben evitar o imitar y de ese modo, al mismo tiempo probablemente olvidarán su propia adversidad.

GIOVANNI BOCCACCIO

1

En que Giuseppe entra en la ciudad apestada
y encuentra su destino en forma de carcoma

La historia de Giuseppe Emanuele Pagamino comienza en 1348, año del Señor, cuando partió del reino de Nápoles rumbo a la sede episcopal de Lucca.

Por aquel entonces no podía decirse gran cosa sobre el mercachifle y herborista Pagamino; además, la historia del mundo tenía otras cosas de que ocuparse. Si se daba el caso de que alguien tuviera interés en su vida y milagros, debía recurrir directamente a él, que era tan poco fiable como la historia del mundo.

Una noche de primavera entra con su carro en Florencia.

No parece nada sospechoso. El carro de dos ruedas, el asno de patas torpes, el cochero jorobado. El vehículo atraviesa traqueteando las puertas de la ciudad, proyectando una sombra oblicua en la bóveda encalada. El viento empuja una campana solitaria y su eco se expande ciudad adentro.

Giuseppe está tiritando y se pone la capucha, mira en derredor y masculla una maldición, pero se aguanta. Ya lo han engañado con anterioridad, aunque es demasiado viejo para dejarse tentar.

¿Lo habían tentado a ir allí? Sí, lo habían tentado.

¿La belleza o la corrupción?

Ambas cosas. Pero media verdad era también media mentira.

«No hay ciudad más bella sobre la verde tierra del Señor, te lo dice alguien que lo ha visto todo.»

Eso fue lo que dijo la luna junto a las aguas verde grisáceo del Arno, y Giuseppe fue a descansar bajo la bóveda del cielo y soñó con las frescas galerías de Florencia, sus bellas mujeres, la vida ajetreada y el animado comercio. Pero ¿qué estaba encontrando aquella noche dejada por las estrellas? Un vacío que atravesaba hasta el tuétano. La imagen pálida de una ciudad fantasma, abandonada. Aunque más adentro de aquella metrópoli tan cantada en otra época se oía el eco de los borrachos, que no se refrenaban en tomar el pelo al más introvertido de los astros. Pero las groseras voces no hacían sino aumentar el vacío, y sus risotadas no tenían nada que ver con la diversión, pues al reír lamentaban su propio destino.

—¡Humor patibulario! —gritó, y agachó la cabeza por el eco.

Suspirando para sí, pasó junto a las tabernas desiertas, donde antes habían resonado la música y la conversación sin tapujos. Ahora sólo se oían los gemidos de los gatos ahítos, que habían desistido de lamerse el morro para quitarse la sangre de la carroña.

—Los gatos y las putas son parientes —murmuró, dando un golpe de rienda—; sobreviven a todo, tanto en tiempos de opulencia como de escasez. Cuanto mayor es el hambre, más gordas son las prostitutas. Pero en Florencia se han adornado con sangre coagulada; en la capital del florín no se nota la diferencia.

Ni en sus más locas fantasías se había imaginado la gravedad de la situación, pues cuanto más se acercaba al centro de la ciudad, más nauseabundo se tornaba el olor a cadáver. Era un tufo pegajoso de gusanos y podredumbre que le producía pena, porque allí no olía a muerte, sino a epidemia. La peor epidemia de todas. La que en primavera convirtió Florencia en un cementerio abandonado por todos los seres vivos, si se exceptuaba a los borrachines, los encargados de transportar a los apestados y los que estaban demasiado enfermos para partir.

Aquella noche despiadada en que se daban cita la belleza y la depravación, el castigo de Dios era como una costra ante las paredes encaladas. Montones de cadáveres; personas y cerdos apilados juntos.

—Es terrible, entristecedor y provocador —susurró mientras guiaba el carro por una calleja estrecha, pues, aunque el olor era rancio y la noche bochornosa, reparó en que las puertas del vecindario estaban ostensiblemente abiertas. Ni siquiera habían cerrado las contraventanas. Las prisas eran evidentes. Los pocos que aún no tenían hemorragias en la nariz y bubones como huevos habían huido precipitadamente. ¿Quién se preocupaba por el dinero cuando la muerte le pisaba los talones? Sólo el piadoso abad, que se apresuraba hacia las puertas de la ciudad con los candelabros escondidos bajo la túnica, mientras rezaba sus oraciones y daba manotazos al novicio, porque el rapaz había olvidado el vino y las copas altas de cristal.

La peste bubónica procedía de Oriente. No había médico ni medicina que pudiera hacer nada contra ella. La enfermedad se contagiaba de madre a hijo y de animal doméstico a amo. Se sabía que tras sólo tres días el enfermo solía morir, y los encargados de recoger a los apestados se lo llevaban, cuando no lo depositaban en la calle junto al resto de los cadáveres, como en los barrios pobres. Tan grande fue la saña del cielo que entre marzo y julio murieron más de cincuenta mil personas en la ciudad más bella del mundo.

Giuseppe dejó descansar un rato al asno y bajó con dificultad del pescante. En el carro iba la farmacia de Pagamino. Había allí ungüentos para las heridas y polvos contra el estreñimiento, recetas contra la melancolía y prescripciones para los fallos de la memoria.

—Me presentaré —murmuró, y echó un escupitajo—. Una farmacia y una universidad apiñadas en esta carreta, que está a punto de consumirse a causa de la vejez, y también debido a una alimaña que devora constantemente. Y es que llevamos la muerte con nosotros allá donde vamos; siempre llega a la carne, aunque para ello tenga que adoptar la apariencia de una carcoma. Y un buen día, cuando ha engullido la madera y digerido el último nudo, arremete contra la carne del propietario del carro. Cuánto desaliento ofrece la noche.

Se detuvo frente a una casa de postigos recién pintados y con la cal del muro aún húmeda. El umbral de la puerta estaba barrido, y al otro lado de la rejilla se veían vasijas, grandes y pequeñas, colocadas en torno a un estanque con nenúfares. La casa de un pudiente.

Giuseppe emitió un silbido contenido para alegrar el aire, se desperezó y encontró un trapo, lo empapó en vinagre y puso manos a la obra.

«Cada moneda tiene su cruz —pensó—, y la mía huele a vinagre y lleva el sello del ladrón de cadáveres.»

Una hora más tarde estaba nuevamente sentado al pescante. Parecía que el rodeo por Florencia iba a ser lucrativo. Porque ¿quién se preocupa por el dinero después de morir? La tumba, como le dijo a la carcoma, no obtiene placer del oro y las piedras preciosas.

—Menudo paraíso para un profanador de tumbas
—cuchicheó una voz conocida.

Giuseppe se estremeció e hizo caso omiso, aunque sabía perfectamente que aquella voz jamás desaparecería, pues siempre le hablaban al oído dos voces: la defensiva y gimoteante llamada
Seppe
, y el acusatorio trompetazo apocalíptico de nombre
Rinaldo
.

—Es una tragedia ver a todos esos muertos
—dijo Seppe—,
es completamente absurdo.

—Menuda hipocresía, pero si ya has empapado el trapo de vinagre, preparado para empezar a trabajar.

—De algo hay que vivir.

—No sé qué es peor, si el crimen o la hipocresía.

—Sólo voy a Lucca.

—¿Y qué va a hacer en Lucca un profanador de tumbas?

—Hallar su destino, y eso no te incluye a ti, Rinaldo. Vete a mear a otra parte.

—Lo único que te espera es el infierno, Seppe. Sea aquí o en Lucca.

—Entonces nos encontraremos, Rinaldo.

—Estate seguro de ello, y antes de lo que imaginas. Pero ponte a cubierto, que va a abrirse el cielo.

Giuseppe se estremeció y alzó la mirada a la amarillenta capa de nubes. La primera gota le dio en la nariz. Al cabo de un momento caía el agua en forma de largas cortinas verdes.

Condujo el carro a un sitio cubierto, bajo un balcón rosa pálido. No recordaba cuál era la última vez que había visto llover tanto. La humedad arrastraba un aroma a nuevo día. A la ciudad le iría bien. En las callejas estrechas, el agua gorgoteaba y formaba pequeños ríos que llevaban de un lado a otro los cadáveres hinchados, hasta que los detenía un carro, una estatua o una escalera, para volver a partir inmediatamente.

Giuseppe se puso la capucha, pues se dio cuenta de que el chaparrón iba para largo. Tronaba y retumbaba, pero no era más que el principio: pronto empezó a oírse el fragor de los truenos, uno detrás de otro; las casas se estremecían y los árboles se removían en sus raíces.

Estaba empapado de pies a cabeza, pero por lo demás se sentía a gusto.
Bonifacio
pareció disfrutar el baño involuntario. Al asno le había puesto el nombre del Papa número ciento noventa y dos. Sostenía que había cierta semejanza entre ellos.

Se sonó la nariz con los dedos y calibró la situación: una casa grande, abandonada por sus ocupantes. Enteramente vacía. Más fácil, imposible.

—Además, está lloviendo —musitó.

Abrió un postigo con cuidado y llamó a los habitantes de la casa, pero como era de esperar, no recibió respuesta. Penetró en el interior.

—Qué maravilla —murmuró, y se quitó las sandalias.

Una vivienda con varias salas contiguas de paredes altas, brillantes corredores llenos de mármol y mosaicos, una orgía para la vista y una delicia para sus pies descalzos. Una cortina separaba el cuarto de estar de la zona de los dormitorios, donde el olor a cadáver era más penetrante.

Los muertos yacían en sus camas, pulcramente colocados con las manos juntas sobre el pecho. Los adultos, un padre joven y una madre más joven aún, estaban separados. Los niños, tres en total, se hallaban juntos en un camastro estrecho, bajo un móvil hecho con corcho y cuerda. Valiéndose de su profundo conocimiento sobre la muerte en general y la peste bubónica en particular, Giuseppe calculó que la familia aún estaba viva la semana anterior. Gente de alcurnia, personas honorables. El padre y el hijo tenían los mismos rasgos nobles. La nariz ligeramente aguileña, como la gente de Toscana, el rostro estrecho y el cuello largo, en contraste con los napolitanos, más rechonchos.

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