El enigma de Cambises (6 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

Mientras el inspector Jalifa estaba junto a la orilla un grupo de turistas montados en asnos se dirigían hacia las colinas que se alzaban a su espalda. Eran unos veinte, la mayoría estadounidenses, avanzaban en fila india, con un joven guía egipcio en cabeza y otro por detrás para evitar que alguien se rezagase. Varios de ellos se aferraban nerviosos a sus sillas. Hacían muecas de inquietud, asustados por lo empinado del sendero, tan abrupto que el lento paso de los asnos los zarandeaba de continuo. Una de las turistas, una mujer alta y fornida con los hombros quemados por el sol, no lo estaba pasando nada bien.

—Nadie nos advirtió de que la pendiente era tan pronunciada —protestó a voz en cuello—. Nos dijeron que era un camino... muy sencillo. ¡Por el amor de Dios!

Otros iban más relajados y se volvían a menudo para no perder detalle de la espectacularidad de la vista. El sol ya estaba bastante alto y la llanura resplandecía y reverberaba a causa del calor. A lo lejos se veía el Nilo, plateado y sinuoso, y más allá el abigarrado conjunto de Luxor oriental, una franja del desierto y montañas que se recortaban contra el cielo blanco y azul. El guía se detenía a menudo para señalarles algunas de las vistas: los colosos de Memnón, estatuas de más de quince metros de altura que representaban al faraón Amenofis III pero que, desde lejos, parecían muñecos; las ruinas del templo funerario de Ramsés II, y el amplio recinto del templo funerario de Ramsés III en Medinet Habu. Los que estaban menos nerviosos sacaron fotografías. Aparte del traqueteo, del ruido de los cascos de las monturas y las voces extemporáneas de la estadounidense de los hombros quemados, ascendieron casi en silencio, sobrecogidos por el escenario.

—Esto es más espectacular que Minnesota, ¿verdad? —musitó un turista mirando a su esposa.

Por fin llegaron a lo alto de la colina, donde el camino se ensanchaba, se hacía más liso y seguía cuesta abajo por el otro lado, hacia un valle ancho y pedregoso.

—Es el Valle de los Reyes —gritó el guía—. Ahora deben sujetarse bien a sus monturas, porque bajaremos por un camino muy empinado.

De pronto, uno de los turistas gritó sobresaltado.

No habían hecho más que coronar la colina, con los asnos esquivando las piedras del sendero, cuando un viejo asomó por detrás de un peñasco. Vestía una galabeya mugrienta y raída y su cabello apelmazado le llegaba hasta los hombros y le daba un aspecto salvaje. Llevaba en la mano un paquete envuelto en papel marrón. Se acercó corriendo al grupo.

—Hola, buenos días, buenas noches —dijo atropelladamente—. Miren esto, por favor, amigos. Tengo algo que sé que les gustará.

El guía le gritó algo en árabe, pero el viejo hizo caso omiso y se acercó a una de las turistas, una joven que llevaba un sombrero de paja. Tendió el paquete hacia ella, retiró el envoltorio y le mostró un gato esculpido en piedra de color oscuro.

—Vea, vea, señorita, es una escultura muy bonita. Cómprela, cómprela. Necesito comer. Cómpremela, hermosa señorita. —Le acercó más el gato mientras con la otra mano hacía ostensibles ademanes para indicar que tenía hambre—. Cómprela, cómprela. Hace tres días que no como. Por favor.

La joven continuó mirando al frente, como si no lo oyera. Él la siguió a lo largo de unos metros pero terminó por desistir y abordó entonces al siguiente turista.

—Mire, señor, mire esta preciosa escultura. Es de muy buena calidad. ¿Cuánto quiere pagar? Dígame cuánto quiere pagar.

—No le haga caso —le gritó el guía—. Está loco.

—Sí, sí, loco, loco —dijo el viejo, echándose a reír y dando una patada en el suelo—. Loco, loco. Por favor, cómprela. No tengo para comer. Es de la mejor calidad. Dígame cuánto quiere pagar.

Como aquel turista también lo desdeñó, el viejo empezó a correr de un lado al otro de la fila, ofreciendo el gato con gritos cada vez más ásperos y desesperados.

—Si no les gusta el gato, tengo otras esculturas. Muchas, muchas esculturas. Por favor, por favor, cómprenme algo. ¿Antigüedades? Tengo antigüedades. Auténticas. Si necesitan un guía soy muy buen guía, conozco estas colinas como la palma de mi mano. Les enseñaré los reyes y las reinas del valle por poco dinero. Les enseñaré una tumba muy bonita. Una tumba nueva que nadie conoce. Tengo hambre. Hace tres días que no como.

Estaba al final de la fila y el muchacho que cerraba la marcha apremió a su asno y apartó al viejo dándole con el pie en las costillas. El viejo cayó al suelo envuelto en polvo y los turistas siguieron su camino.

—¡Gracias, gracias a todos! —clamó el viejo en tono irónico, retorciéndose como un animal herido. ¡Vuestra ayuda me ha sido de mucha utilidad! No quieren gato, ni tumba ni guía. ¡Me moriré! ¡Me moriré!

Hundió el rostro en el polvo y se puso a dar puñetazos en el suelo.

Pero los turistas ya no lo veían, porque habían empezado a descender hacia el Valle de los Reyes. El sendero era muy empinado, tal como el guía les había anunciado, y además a la derecha se abría un precipicio con una pared casi vertical. La mujer de los hombros quemados se agarró al cuello del asno, temblando, tan asustada que ni siquiera le salían las palabras para quejarse. A lo lejos se oían los lamentos del loco, que fueron extinguiéndose hasta cesar por completo.

6

El Cairo

Tara aguardó en el aeropuerto hasta pasadas las diez de la mañana. Tenía los ojos enrojecidos de no haber dormido y se sentía aturdida y cansada. Había llamado a su padre cada media hora y dado vueltas y más vueltas por la terminal. Incluso había tomado un taxi para ir a la terminal de vuelos nacionales, por si su padre se había equivocado. Pero no dio con él. No estaba en el aeropuerto. No estaba en el campamento de excavaciones ni en su apartamento de El Cairo. Sus vacaciones empezaban mal.

Volvió a sentarse por enésima vez en su asiento y miró alrededor. En aquellos momentos entraba y salía mucha gente, por lo que le habría resultado muy difícil detectar a su padre. Así que se levantó, se acercó a un teléfono público y llamó al campamento y al apartamento por última vez. Luego, con la bolsa de viaje colgada del hombro, salió y subió a un taxi.

—¿A El Cairo? —le preguntó el taxista, un tipo corpulento con un bigote poblado y los dedos manchados de nicotina.

—No —repuso Tara, dejándose caer desmayadamente en el asiento—, a Saqqara.

Su padre había estado trabajando en Saqqara, la necrópolis de Menfis, la antigua capital egipcia, durante gran parte de los últimos cincuenta años. Había dirigido excavaciones en otros lugares de Egipto, desde Tanis y Sais, en el norte, hasta Qustul y Nauri, en el alto Sudán, pero su lugar predilecto siempre había sido Saqqara. Todos los años se instalaba en su campamento y permanecía allí tres o cuatro meses, trabajando en una pequeña zona de ruinas semienterradas en la arena, desvelando unos pocos metros más de historia. Algunos años no excavaba sino que pasaba el tiempo dedicado a trabajos de restauración o a registrar los hallazgos del año anterior.

El padre de Tara llevaba allí una existencia muy austera, casi monacal. No tenía más compañía que la del cocinero y un pequeño grupo de voluntarios. Pero Tara estaba convencida de que no había lugar en el mundo donde su padre se sintiese más feliz. Sus frecuentes cartas revelaban, por la minuciosidad con que describía el progreso de su trabajo, una satisfacción que no guardaba relación alguna con cualquier otro aspecto de su vida. Por eso se sorprendió tanto cuando le pidió que fuese a Egipto para pasar unos días juntos. Porque aquél era su mundo, su lugar exclusivo, y no cabía duda de que debía de desear mucho su compañía para hacerle semejante invitación.

El viaje desde el aeropuerto no fue cómodo. El taxista no parecía tener ni idea de las normas de seguridad en carretera. Adelantaba en las curvas aunque de frente viniesen otros vehículos a toda velocidad. En uno de los tramos, paralelo a una fétida acequia, aceleró para adelantar a una camioneta y, al ver un camión que se acercaba en sentido contrario, Tara supuso que reduciría la velocidad para volver al carril por el que circulaban. Pero, en lugar de ello, el taxista empezó a hacer sonar el claxon y pisó a fondo el acelerador adelantando a la camioneta, que, a su vez, aceleró como si aquello fuese una carrera. El camión se acercaba por momentos, y a Tara se le hizo un nudo en el estómago, convencida de que se estrellarían. Sólo en el último momento, cuando la colisión parecía inevitable, el taxista dio un golpe de volante a la derecha cerrándole el paso a la camioneta, que tuvo que frenar bruscamente, y esquivó el camión por cuestión de centímetros.

—¿Se ha asustado? —le preguntó el taxista riendo.

—Pues la verdad es que sí —respondió ella con acritud.

Por fin, Tara comprobó con alivio que giraban a la derecha y enfilaban una carretera de tres carriles. Al cabo de unos pocos kilómetros se detuvieron al pie de una escarpadura arenosa de pendiente muy pronunciada, en lo alto de la cual se elevaba una pirámide.

—Las entradas se sacan ahí —le dijo el taxista señalando una garita.

—No necesito entrada. Mi padre trabaja aquí. He venido a visitarlo.

El taxista asomó la cabeza por la ventanilla y le gritó algo al taquillero. Tuvieron una breve conversación en árabe y luego un hombre joven salió de la garita y se asomó al interior del taxi mirando a Tara.

—¿Trabaja aquí su padre?

—Sí, es el profesor Michael Mullray.

—¡Oh! ¡Bienvenida, señorita! —exclamó el joven con una amplia sonrisa—. Todo el mundo conoce al doctor Mullray. Es el egiptólogo más famoso del mundo. Somos amigos. Me enseñó el inglés que sé. La acompañaré al campamento.

El joven abrió la puerta del lado del acompañante, subió al asiento y le indicó al taxista por dónde tenía que ir.

—Me llamo Hassan —se presentó al arrancar el taxi—. Trabajo aquí, en la oficina principal. Nuevamente bienvenida —añadió tendiéndole la mano.

—Había quedado con mi padre en que iría a recogerme al aeropuerto —dijo ella, estrechándosela—. Quizá no nos hemos visto. ¿Sabe usted si está aquí?

—No. Acabo de llegar. Probablemente se encuentre en el campamento. Usted se parece mucho a él, ¿sabe? Seguro que también es una gran profesora.

Siguieron por la carretera hasta lo alto de la escarpadura y luego giraron a la derecha por un sendero muy irregular que discurría paralelo al borde de un llano desértico. La pirámide quedaba ahora a su espalda, cerca de otras dos más pequeñas, ambas en ruinas. A la derecha, la retícula de campos de cultivo de la cuenca del Nilo reverberaba a causa del calor de la mañana, y a la izquierda el desierto se extendía hasta perderse en el horizonte.

A unos cien metros del principio del sendero, en un pequeño enclave, Hassan le indicó al taxista que se detuviese.

—Ésta es la oficina principal de Saqqara —explicó señalando hacia un barracón grande, pintado de amarillo, que estaba a su derecha—. Yo he de quedarme aquí. La casa del campamento de su padre está más adelante. Si tiene algún problema, vuelva aquí.

Hassan se apeó, y le dijo algo al taxista, que arrancó de inmediato. Tras recorrer unos tres kilómetros, se detuvieron frente a una casa de una sola planta al borde de la escarpadura. Era un edificio rectangular, destartalado y pintado de un color rosa pálido, con un jardín arenoso. A un lado había una enorme sierra de excavaciones, junto a una vetusta cisterna de madera, y al otro una pila de cajones de madera, a cuya sombra dormitaba un perro sarnoso. Todas las ventanas estaban cerradas. El lugar parecía desierto.

El taxista dijo que la esperaría. Debía de suponer que, puesto que su padre no estaba, su clienta volvería a El Cairo, donde conocía buenos hoteles. Tara declinó el ofrecimiento y bajó del vehículo. Sacó su bolsa del maletero, pagó y se encaminó hacia la casa. El taxi dio media vuelta y se alejó levantando polvo.

Tara cruzó el jardín y reparó en lo que parecía una hilera de bloques de piedra pintados bajo una lona alquitranada en un rincón. Fue hasta la puerta delantera y llamó. Pero nadie contestó. Probó a hacer girar el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave.

—¡Papá! ¡Soy Tara!

Nada.

Rodeó la casa hasta una umbría terraza con macetas llenas de geranios y cactos, unos limoneros de troncos retorcidos y dos bancos de piedra. La vista que daba al este era fabulosa, a lo largo de las verdes llanuras de la cuenca del Nilo, pero no se fijó entonces en eso, sino que se quitó las gafas de sol, se acercó a una de las ventanas de la casa y miró a través de las rendijas de los postigos. El interior estaba oscuro y sólo podía ver el borde de una mesa y el lomo de un libro que estaba encima de éste. Miró a través de los postigos de otra ventana y vio una cama y un par de botas de trabajo. Luego fue hasta la parte delantera y volvió a aporrear la puerta.

Silencio.

Regresó al sendero, se detuvo unos instantes a mirar a izquierda y derecha, volvió a la terraza y se sentó en uno de los bancos de piedra.

Empezaba a preocuparse. Su padre la había dejado plantada muchas veces, demasiadas, pero intuía que en esta ocasión no se trataba de un plantón. Quizá hubiese enfermado o hubiera sufrido un accidente. Empezó a imaginar situaciones a cual más preocupante. Se levantó y volvió a aporrear los postigos, más movida por un sentimiento de frustración que porque realmente esperara que su padre estuviese dentro.

—¿Dónde estás, papá? —musitó para sí—. ¿Dónde demonios estás?

Siguió allí por espacio de casi dos horas, yendo de un lado a otro, mirando a través de los postigos y aporreando la puerta. Tenía la frente empapada de sudor y los ojos hinchados de agotamiento. Unos niños que jugaban abajo, en el pueblo, la vieron y fueron hacia ella gateando por la pendiente, gritando «¡Bolígrafos! ¡Bolígrafos!». Ella sacó varios de la bolsa, se los tendió y les preguntó si habían visto a un hombre alto de cabello blanco. No parecían entenderla, y en cuanto tuvieron sus bolígrafos se marcharon dejándola sola con las moscas, el calor y la silenciosa casa cerrada.

A mediodía, tan cansada que a duras penas lograba mantenerse despierta, decidió ir en busca de Hassan. Sabía que si su padre se había retrasado por alguna razón se enfadaría con ella por alarmarse y alarmar a los demás, pero se sentía demasiado preocupada por él para que le importase su reacción. Escribió una nota y la deslizó por debajo de la puerta principal dejando que asomara una punta. Luego se encaminó por el sendero hacia la mole de la pirámide. El sol era abrasador y no se oían más que sus pisadas y el zumbido de los insectos.

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