El evangelio según Jesucristo (24 page)

Jesús se levantó y salió.

Camino de la puerta por donde había entrado, se detuvo y miró atrás. La columna de humo de los sacrificios subía recta al cielo e iba a disiparse y desaparecer en las alturas, como si la aspirasen los gigantescos fuelles del pulmón de Dios. La mañana estaba mediada, crecía la multitud y en el interior del Templo quedaba un hombre roto y dilacerado por el vacío, a la espera de sentir que se le reconstituía el hueso de la costumbre, la piel del hábito, para poder responder, dentro de un rato o mañana, tranquilamente, a alguien que venga con la idea de querer saber, por ejemplo, si la sal en que la mujer de Lot se transformó era sal gema o sal marina, o si la embriaguez de Noé fue de vino blanco o de vino tinto. Fuera ya del Templo, Jesús preguntó cuál era el camino hacia Belén, su segundo destino, dos veces se perdió en la confusión de las calles y de la gente, hasta que encontró la puerta por donde, en el vientre de su madre, pasó trece años atrás, presto ya a venir al mundo. No se suponga, sin embargo, que Jesús piensa este pensamiento, bien sabido es que las evidencias de la obviedad cortan las alas al pájaro inquieto de la imaginación, un ejemplo daremos y basta, mire el lector de este evangelio un retrato de su madre, que la represente grávida de él, y díganos si es capaz de imaginarse dentro. Baja Jesús en dirección a Belén, podría ahora reflexionar sobre las respuestas dadas por el escriba, no sólo a su pregunta, sino también a otras antes que a la suya, pero lo que le perturba es la embarazosa impresión de que todas las preguntas eran, en definitiva, una sola y la respuesta dada a cada una a todas servía, principalmente la última, que lo resumía todo, el hambre eterna del lobo de la culpa, que eternamente come, devora y vomita. Muchas veces, gracias a las debilidades de la memoria, no sabemos, o sabemos como quien deseara olvidarlo, la causa, el motivo, la raíz de la culpa o, para hablar de manera figurada al modo del escriba, el cubil de donde el lobo sale para cazarnos. Jesús lo sabe y hacia allí camina.

No tiene la menor idea de lo que hará, pero haber venido es como ir avisando, a un lado y otro del camino, Aquí estoy, a la espera de que alguien salga en un recodo, qué quieres, castigo, perdón, olvido. Como el padre y la madre hicieron en su tiempo, se detuvo ante la tumba de Raquel para orar.

Luego, sintiendo que se le aceleraban los latidos del corazón, siguió hacia delante.

Las primeras casas de Belén estaban a la vista, ésta era la entrada de la aldea por donde todas las noches irrumpían, en sueños, el padre asesino y los soldados de la compañía, en verdad esto no parece sitio para aquellos horrores, no es sólo el cielo el que lo niega, este cielo por donde pasan nubes blancas y tranquilas como benévolos gestos de Dios, la propia tierra parece dormir al sol, tal vez sería mejor decir, Dejemos las cosas como están, no removamos los huesos del pasado y, antes de que una mujer, con un niño en brazos, aparezca en una de estas puertas preguntando, A quién buscas, volverse atrás, borrar el rastro de los pasos que aquí nos trajeron y rogar que el movimiento perpetuo del cedazo del tiempo cubra con una rápida e insondable polvareda hasta la más tenue memoria de estos acontecimientos. Demasiado tarde. Hay un momento, rozando ya casi la telaraña, en el que la mosca estaría a tiempo de escapar de la trampa, pero, si la ha tocado ya, si el flujo viscoso rozó el ala en adelante inútil, cualquier movimiento servirá sólo para que el insecto se enmalle más y se paralice, irremediablemente condenado, aunque la araña despreciase, por insignificante, esta pieza de caza. Para Jesús el momento ha pasado. En el centro de una plaza, donde en una esquina hay una higuera frondosa, se ve una pequeña construcción cúbica que no necesita ser mirada por segunda vez para saber que es un túmulo. Se aproximó Jesús, le dio una vagarosa vuelta, se detuvo a leer las inscripciones medio borradas que había en uno de sus lados y, hecho esto, comprendió que acababa de encontrar lo que buscaba. Una mujer que atravesaba la plaza llevando de la mano a un niño de cinco años se detuvo, miró con curiosidad al forastero y preguntó, De dónde vienes, y como si creyera necesario justificar la pregunta, No eres de aquí, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes familia en estos lugares, No, vine a Jerusalén y, como estaba cerca, decidí ver Belén, Estás de paso, Sí, vuelvo a Jerusalén en cuanto empiece a refrescar la tarde. La mujer levantó al niño, lo sentó en el brazo izquierdo diciendo, Que el Señor quede contigo, e hizo un movimiento para retirarse, pero Jesús la retuvo preguntando, Este túmulo de quién es. La mujer apretó al niño contra el pecho, como si quisiera protegerlo de una amenaza, y respondió, Son veinticinco niños que fueron muertos hace muchos años, Cuántos, Veinticinco, ya te lo he dicho, Hablo de los años, Ah, unos catorce, Son muchos, Deben de serlo, calculo que más o menos los que tú tienes, Así es, pero yo estoy hablando de los niños, Ah, uno de ellos era hermano mío, Un hermano tuyo está ahí dentro, Sí, Y ese que llevas en brazos, es tu hijo, Es mi primogénito, Por qué fueron muertos los niños, No se sabe, entonces yo tenía sólo siete años, Pero sin duda se lo habrás oído contar a tus padres y a los otros mayores, No era necesario, yo misma vi cómo mataban a algunos, A tu hermano, También a mi hermano, Y quién los mató, Aparecieron unos soldados del rey en busca de niños varones hasta los tres años y los mataron a todos, Y dices que no se sabe por qué, Nunca se ha sabido hasta el día de hoy, Y después de la muerte de Herodes, no intentó nadie averiguarlo, no fue nadie al Templo a pedir a los sacerdotes que indagasen, No lo sé, Si los soldados hubieran sido romanos, todavía se comprendería, pero así, que nuestro propio rey mande matar a sus súbditos, niños de tres años, alguna razón tendría que haber, La voluntad de los reyes no es para nuestro entendimiento, quede el Señor contigo y te proteja, Ya no tengo tres años, A la hora de la muerte, los hombres tienen siempre tres años, dijo la mujer, y se alejó. Cuando se quedó solo, Jesús se arrodilló en el suelo, al lado de la piedra que cerraba la entrada de la tumba, sacó de la alforja un mendrugo de pan que le quedaba, duro ya, deshizo un trozo entre las palmas de las manos y lo desmigó luego junto a la puerta, como una ofrenda a las invisibles bocas de los inocentes. En el instante en que lo estaba haciendo apareció, procedente de la esquina más cercana, otra mujer, pero ésta era muy vieja, curvada, caminaba ayudándose con un bastón.

Confusamente, porque no le daba la vista mayores alcances, se dio cuenta del gesto del muchacho. Se detuvo atenta, lo vio luego levantarse, inclinar la cabeza, como si recitase una oración por el descanso de los infortunados infantes, que, aunque esa sea la costumbre, no nos atreveremos a desear eterno, por habernos fallado la imaginación cuando, una sola vez, intentamos representarnos lo que podría ser eso de descansar eternamente. Jesús acabó su responsorio y miró alrededor, muros ciegos, puertas cerradas, sólo se veía, allí parada, una vieja muy vieja, vestida con una túnica de esclava y apoyada en su bastón, demostración viva de la tercera parte del famoso enigma de la esfinge, cuál es el animal que anda a cuatro patas por la mañana, dos por la tarde y tres al anochecer, es el hombre, respondió el expertísimo Edipo, no se le ocurrió entonces que algunos ni al mediodía consiguen llegar, nada más en Belén, de una sentada, fueron veinticino. La vieja se fue acercando, acercando, y ahora está delante de Jesús, agacha el cuello para verlo mejor y pregunta, Buscas a alguien, El muchacho no respondió en seguida, en verdad no andaba buscando a persona alguna, las personas que había encontrado estaban muertas, aquí, a dos pasos, ni se podría decir que fueran personas, unas criaturas de pañales y chupete, llorones y babeantes, de pronto la muerte llegó y los convirtió en gigantescas presencias que no caben en nichos ni osarios y, todas las noches, si hay justicia, salen al mundo mostrando las heridas mortales, las puertas por donde se les fue la vida, abiertas a tajos de espada, No, dijo Jesús, no busco a nadie. La vieja no se retiró, parecía esperar a que él continuase, y esa actitud sacó de la boca de Jesús palabras que no había pensado decir, Nací en esta aldea, en una cueva, me gustaría ver el sitio. La vieja retrocedió un difícil paso, afirmó la mirada cuanto pudo y, temblándole la voz, preguntó, Tú, cómo te llamas, de dónde vienes, quiénes son tus padres. A una esclava sólo responde quien quiera hacerlo, pero el prestigio de la última edad, incluso siendo de inferior condición, tiene mucha fuerza, a los viejos, a todos, se les debe responder siempre, porque siendo ya tan poco el tiempo que tienen para hacer preguntas, extrema crueldad sería dejarlos privados de respuestas, recordemos que una de ellas bien pudiera ser la que esperaban. Me llamó Jesús, vengo de Nazaret de Galilea, dijo el muchacho, que no anda diciendo otra cosa desde que salió de casa. La vieja avanzó el paso que había retrocedido, Y tus padres, cómo se llaman, Mi padre se llamaba José, mi madre es María, Cuántos años tienes, Voy por los catorce.

La mujer miró a su alrededor como si buscara donde sentarse, pero una plaza de Belén de Judea no es lo mismo que el jardín de San Pedro de Alcántara, con bancos y vista apacible al castillo, aquí nos sentamos en el polvo del suelo o, en el mejor de los casos, en el umbral de las puertas o, si hay una tumba, en la piedra que se deja al lado de la entrada para el reposo y desahogo de los vivos que vienen a llorar a sus seres queridos, o incluso, quién sabe, de los fantasmas que salen de sus tumbas para llorar las lágrimas que sobraron de la vida, como es el caso de Raquel, aquí tan cerca, en verdad está escrito, es Raquel quien llora a sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen, no es preciso tener la astucia de Edipo para ver que el sitio condice con la situación y el llanto con la causa. La vieja se sentó trabajosamente en la piedra, el muchacho hizo un gesto para ayudarla pero no llegó a tiempo, los gestos no totalmente sinceros llegan siempre con retraso. Te conozco, dijo la vieja, te equivocas, respondió Jesús, yo nunca estuve aquí y tú nunca me viste en Nazaret, Las primeras manos que te tocaron no fueron las de tu madre, sino las mías, Cómo es posible esto, mujer, Mi nombre es Zelomi y fui tu comadrona. En el impulso de un instante, demostrándose así la autenticidad caracteriológica de los movimientos hechos a tiempo, Jesús se arrodilló a los pies de la esclava, vacilando inconscientemente entre una curiosidad que parecía a punto de recibir satisfacción y un simple deber de cortesía, el deber de manifestar reconocimiento a alguien que, sin más responsabilidad que haber estado presente en la ocasión, nos extrajo de un limbo sin memoria para lanzarnos a una vida que nada sería sin ella.

Mi madre nunca me habló de ti, dijo Jesús, No tenía por qué hablar, tus padres aparecieron por casa de mi amo pidiendo ayuda y como yo tenía experiencia, Fue en el tiempo de la matanza de los inocentes que están en la tumba, Sí, y tú tuviste suerte, no te encontraron, Porque vivíamos en la cueva, Sí, o quizá porque os habíais marchado antes, eso no llegué a saberlo, cuando fui a ver si os había pasado algo, encontré la cueva vacía, Te acuerdas de mi padre, Sí, me acuerdo, era entonces un hombre joven, de buena figura, buena persona, Ha muerto ya, Pobre hombre, qué corta le salió la vida, y tú, siendo primogénito, por qué has dejado a tu madre, supongo que todavía estará viva, He venido para conocer el lugar donde nací y también para saber más de los niños que fueron asesinados, Sólo Dios sabrá por qué murieron, el ángel de la muerte, tomando figura de unos soldados de Herodes, bajó a Belén y los condenó, Crees que fue voluntad de Dios, Sólo soy una esclava vieja, pero, desde que nací, oigo decir que todo cuanto ocurre en el mundo, incluso el sufrimiento y la muerte, sólo puede suceder porque Dios antes lo quiso, Así está escrito, Comprendo que Dios quiera mi muerte uno de estos días, pero no la de unos niños inocentes, tu muerte la decidirá Dios a su tiempo, la muerte de los niños la decidió la voluntad de un hombre, Poco puede la mano de Dios si no basta para interponerse entre el cuchillo y el sentenciado, No ofendas al Señor, mujer, Quien como yo nada sabe no puede ofender, Hoy, en el Templo, oí decir que todo acto humano, por insignificante que sea, interfiere la voluntad de Dios, y que el hombre sólo es libre para poder ser castigado, No es de ser libre de donde viene mi castigo, sino de ser esclava, dijo la mujer. Jesús se calló. Apenas había oído las palabras de Zelomi porque el pensamiento, como una súbita hendidura, se abrió hacia la ofuscadora evidencia de que el hombre es un simple juguete en manos de Dios, eternamente sujeto a hacer sólo lo que a Dios plazca, tanto cuando cree obedecerle en todo, como cuando en todo supone contrariarlo.

Caía el sol, la sombra maléfica de la higuera se acercaba. Jesús retrocedió un poco y llamó a la mujer, Zelomi, ella alzó con dificultad la cabeza, Qué quieres, preguntó, Llévame a la cueva donde nací, o dime dónde está, si no puedes andar, Me cuesta caminar, sí, pero tú no la encontrarías si yo no te llevase, Está lejos, No, pero hay otras cuevas y todas parecen iguales, Vamos, Pues sí, vamos, dijo la mujer.

En Belén, las personas que aquel día vieron pasar a Zelomi y al muchacho desconocido se preguntaron unas a otras de dónde se conocerían. Nunca llegarían a saberlo, porque la esclava guardó silencio los dos años que aún tuvo de vida y Jesús no volvió nunca a la tierra donde nació. Al día siguiente, Zelomi regresó a la cueva donde dejó al muchacho. No lo encontró. Contaba con que iba a ser así. Nada tendrían que decirse si todavía estuviera allí.

12

Mucho se ha hablado de las coincidencias de las que la vida está hecha, tejida y compuesta, pero casi nada de los encuentros que, día a día, van aconteciendo en ella, y eso a pesar de que son estos encuentros, casi siempre, los que orientan y determinan la misma vida, aunque en defensa de aquella concepción parcial de las contingencias vitales sea posible argumentar que un encuentro es, en su más riguroso sentido, una coincidencia, lo que no significa, claro está, que todas las coincidencias tengan que ser encuentros. En los casos generales de este evangelio, ha habido coincidencias bastantes y, en cuanto a los particulares de la vida de Jesús propiamente dicha, sobre todo desde que, habiendo él salido de casa, pasamos a prestarle una atención exclusiva, puede observarse que no han faltado los encuentros. Dejando de la lado la infortunada peripecia de los ladrones camineros, por no ser futuribles los efectos que en el porvenir próximo y distante puedan acabar teniendo, este primer viaje independiente de Jesús se ha mostrado bastante rico en encuentros, como la aparición providencial del fariseo filántropo, gracias al cual no sólo el afortunado muchacho pudo sacarse el hambre de la barriga, como, por emplear en comer el tiempo que empleó, llegó al Templo a la hora de oír las preguntas y escuchar las respuestas que, por así decirlo, harían de colchón a la cuestión que trajo de Nazaret, acerca de responsabilidades y culpas, si todavía nos acordamos. Dicen los entendidos en las reglas del bien contar cuentos que los encuentros decisivos, tal como sucede en la vida, deberán ir entremezclados y entrecruzarse con otros mil de poca o nula importancia, a fin de que el héroe de la historia no se vea transformado en un ser de excepción a quien todo le puede ocurrir en la vida, salvo vulgaridades. Y también dicen que es éste el proceso narrativo que mejor sirve al siempre deseado efecto de la verosimilitud, pues si el episodio imaginado y descrito no es ni podrá convertirse nunca en hecho, en dato de la realidad, y ocupar lugar en ella, al menos ha de procurarse que pueda parecerlo, no como en el relato presente, en el que de modo tan manifiesto se ha abusado de la confianza del lector, llevando a Jesús a Belén para, de buenas a primeras, darse de bruces, nada más llegar, con la mujer que hizo de partera en su nacimiento, como si ya no pasara de la raya el encuentro y los puntos de partida adelantados por la otra que venía con el hijo en brazos, colocada adrede para las primeras informaciones. Pero lo más difícil de creer está por venir, después de que la esclava Zelomi hubiera acompañado a Jesús a la cueva y lo dejara allí, porque así se lo pidió él, sin contemplaciones, Déjame solo, entre estas oscuras paredes, quiero, en este gran silencio, escuchar mi primer grito, si los ecos pueden durar tanto, éstas fueron las palabras que la mujer creyó haber oído y por eso aquí se registran, aunque sean, en todo, una ofensa más a la verosimilitud, debiendo nosotros imputarlas, por precaución lógica, a la evidente senilidad de la anciana. Se fue pues Zelomi con su vacilante andar de vieja, paso a paso tanteando la firmeza del suelo con el cayado sostenido con ambas manos, aunque más hermosa acción habría sido la del muchacho si hubiera ayudado a la pobre y sacrificada mujer a regresar a casa, pero la juventud es así, egoísta, presuntuosa, y Jesús, que él sepa, no tiene motivos para ser diferente de los de su edad.

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