El evangelio según Jesucristo (9 page)

Llegaron a la cueva hacia la hora tercia, cuando el crepúsuculo, suspenso, doraba aún las colinas, no fue la demora tanto por la distancia como porque María, ahora que llevaba segura la posada y había podido, al fin, abandonarse al sufrimiento, pedía por todos los ángeles que la llevasen con cuidado, pues cada resbalón de los cascos del asno en las piedras la ponía en trances de agonía.

Dentro de la cueva estaba oscuro, la débil luz del exterior se detenía en la misma entrada, pero, en poco tiempo, allegando un puñado de paja a las brasas y soplando, la esclava hizo una hoguera que era como una aurora, con la leña seca que allí encontraron. Luego, encendió un candil que estaba colgado de un saliente de la pared y, habiendo ayudado a María a acostarse fue por agua a los pozos de Salomón, que están justo al lado. Cuando volvió, encontró a José aturdido, sin saber qué hacer, no debemos censurarle, que a los hombres no les enseñan a comportarse con utilidad en situaciones como ésta, ni ellos quieren saberlo, lo único de que son capaces es de coger la mano de la sufridora mujer y mantenerse a la espera de que todo se resuelva bien. María, sin embargo, está sola, el mundo se acabaría de asombro si un judío de aquel tiempo se atreviera aunque fuese a tan poco. Entró la esclava, dijo una palabra de aliento, Valor, después se puso de rodillas entre las piernas abiertas de María, que así tienen que estar abiertas las piernas de las mujeres para lo que entra y para lo que sale, Zelomi había perdido ya la cuenta de los chiquillos que ayudó a nacer, y el padecimiento de esta pobre mujer es igual al de todas las otras mujeres, como ha sido determinado por el Señor Dios cuando Eva erró por desobediencia, Aumentaré los sufrimientos de tu gravidez, tus hijos nacerán entre dolores, y hoy, pasados ya tantos siglos, con tanto dolor acumulado, Dios aún no está satisfecho y mantiene la agonía. José ya no está allí, ni siquiera a la entrada de la cueva. Ha huido para no oír los gritos, pero los gritos van tras él, es como si la propia tierra gritase, hasta el extremo de que tres pastores que andaban cerca con sus rebaños de ovejas, se acercaron a José, a preguntarle, qué es eso, que parece que la tierra está gritando, y él respondió, Es mi mujer, que está dando a luz en aquella cueva, y ellos dijeron, No eres de por aquí, no te conocemos, Hemos venido de Nazaret de Galilea, a censarnos, en el momento de llegar le aumentaron los dolores y ahora está naciendo.

El crepúsculo apenas dejaba ver los rostros de los cuatro hombres, en poco tiempo todos los rasgos se apagarían, pero proseguían las voces, tienes comida, preguntó uno de los pastores, Poca, respondió José, y la misma voz, Cuando esté todo acabado, ven a avisarme y te llevaré leche de mis ovejas, y luego la segunda voz se oyó, Y yo queso te daré. Hubo un largo y no explicado silencio antes de que el tercer pastor hablase.

Al fin, con una voz que parecía, también ella, venir de debajo de la tierra, dijo, Y yo pan he de llevarte.

El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto.

Zelomi ha salido a enterrar las secundinas, mientras José viene acercándose. Ella espera a que entre y se queda respirando la brisa fresca del anochecer. Cansada como si hubiera sido ella quien pariese, es lo que imagina, que hijos suyos nunca tuvo.

Bajando la ladera, se acercan tres hombres. Son los pastores. Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis ovejas y recogí la leche de ellas. María, abriendo los ojos, sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.

6

Como siempre desde que el mundo es mundo, por cada uno que nace hay otro que agoniza.

El de ahora, hablamos del que está para morir, es el rey Herodes, que sufre, aparte de lo más y peor que se dirá, de una horrible comezón que lo lleva a las puertas de la locura, como si las mandíbulas menudísimas y feroces de cien mil hormigas le estuviesen royendo el cuerpo infatigables. Tras haber experimentado, sin ninguna mejora, cuantos bálsamos se usaron hasta hoy en todo el orbe conocido, sin exclusión de Egipto y la India, los médicos reales, perdida ya la cabeza o, para ser más exacto, con miedo a perderla, se lanzaron a componer baños y pócimas al azar, mezclando en agua o en aceite cualquier hierba o polvo del que alguna vez se hubiera hablado bien, incluso siendo contrarias a las indicaciones de la farmacopea. El rey, poseso de dolor y furia, echando espumarajos por la boca como si le hubiera mordido un can rabioso, amenaza con crucificarlos a todos si no descubren rápidamente remedio eficaz para sus males, que, como quedó anticipado, no se limitan al ardor insufrible de la piel y a las convulsiones que frecuentemente lo derriban y acaban con él en el suelo, convertido en un ovillo retorcido agónico, con los ojos saliéndole de las órbitas, las manos rasgando sus vestiduras, bajo las cuales las hormigas, multiplicándose, prosiguen el devastador trabajo. Lo peor, lo peor verdaderamente, es la gangrena que se ha manifestado en los últimos días y ese horror sin explicación ni nombre del que se habla en secreto por palacio, es decir, los gusanos que infestan los órganos genitales de la real persona y que, esos sí, le están devorando la vida. Los gritos de Herodes atruenan los salones y las galerías de palacio, los eunucos que le sirven directamente no duermen ni descansan, los esclavos de nivel inferior procuran no encontrarlo en su camino.

Arrastrando un cuerpo que apesta a putrefacción, pese a los perfumes en que lleva empapadas las ropas y ungida su teñida cabellera, a Herodes sólo lo mantiene vivo la furia. Trasnportado en una litera, rodeado de médicos y de guardias armados, recorre el palacio de un extremo a otro en busca de traidores, que desde hace mucho los ve o adivina en todas partes, y su dedo de súbito apunta, puede ser que a un jefe de eunucos que estaba conquistando demasiada influencia, o a un fariseo recalcitrante que anda protestando contra los que desobedecen la ley debiendo ser los primeros en respetarla, en este caso ni es preciso pronunciar el nombre para saber de quién se trata, o pueden ser incluso sus propios hijos Alejandro y Aristóbulo, presos y condenados en seguida a muerte por un tribunal de nobles reunido aprisa y corriendo para esa sentencia y no otra, qué otra cosa podría hacer este pobre rey si en alucinados sueños veía a aquellos malos hijos avanzando hacia él con las espadas desnudas y si, en la más abominable de las pesadillas, veía, como en un espejo, su propia cabeza cortada. de aquel fin terrible consiguió librarse y ahora puede contemplar tranquilamente los cadáveres de aquellos que un minuto antes eran aún herederos de un trono, sus propios hijos, culpables de conspiración, abuso y arrogancia, muertos por estrangulamiento.

Mas, he aquí que tiene ahora otra pesadilla que viene de las sombras más profundas del cerebro y lo arranca, a gritos, de los breves e inquietos sueños en que de puro agotamiento cae, cuando su perturbado espíritu hace aparecer ante él al profeta Miqueas, el que vivió en tiempos de Isaías, testigo de aquellas terribles guerras que los asirios trajeron a Samaria y Judea, y viene clamando contra los ricos y poderosos, como a un profeta corresponde y al caso conviene. Cubierto por el polvo de las batallas, con la túnica chorreando sangre, Miqueas entra en el sueño de repente, en medio de un estruendo que no puede ser de este mundo, como si empujase con manos relampagueantes unas enormes puertas de bronce, y anuncia con estentórea voz, El Señor va a salir de su morada, va a descender y pisar las alturas de la tierra, y luego amenaza, Ay de quienes planean la iniquidad, de quienes maquinan el mal en sus lechos y lo ejecutan luego al amanecer del día, porque tienen el poder en su mano, y denuncia, Ansían las tierras y se apoderan de ellas, ansían las casas y las roban, hacen violencia contra los hombres y sus familias, contra los dueños y su herencia. Después, todas las noches, tras haber dicho esto, como respondiendo a una señal que sólo él pudiese oír, Miqueas desaparece disuelto en humo. Con todo, lo que hace despertar a Herodes en ansias y sudores no es tanto el espanto ante los proféticos gritos como la impresión angustiosa de que su visitante nocturno se retira en el preciso momento en que, pareciendo que iba a decir algo más, alza el gesto, abre la boca pero calla lo que iba a decir como si lo guardase para la próxima vez. Ahora bien, todo el mundo sabe que este rey Herodes no es hombre a quien asusten las amenazas, cuando ni remordimientos guarda de tantas y tantas muertes como carga en su memoria. Recordemos que mandó ahogar al hermano de la mujer a quien más amó en su vida, Mariame, que hizo estrangular al abuelo de ella y por fin, a Mariame misma, tras haberla acusado de adulterio. Verdad es que cayó luego en una especie de delirio en el que clamaba por Mariame como si la mujer estuviese aún viva, pero se curó de aquella insanía a tiempo de descubrir que la suegra, alma de otros manejos anteriores, tramaba una conspiración para derribarlo del poder. En un decir amén, la peligrosa intrigante fue a unirse en el panteón familiar con aquellos a quienes Herodes en mala hora se había vinculado. Le quedaron entonces al rey, como herederos del trono, tres hijos, Alejandro y Aristóbulo, de cuyo desgraciado fin ya tenemos noticia, y Antipatro, que no tardará en seguir por el mismo camino. Y ya ahora, pues no todo en la vida son tragedias y horrores, recordemos que, para refocilo y consuelo de su cuerpo, llegó a tener Herodes diez esposas magníficas en dotes físicas, aunque, la verdad, a estas alturas de poco le sirven, y él a ellas nada. Pues viene ahora el airado fantasma de un profeta a entenebrecer las noches del poderoso rey de Judea y Samaria, de Perea e Idumea, de Galilea y Gaulanítide, de Traconítida, Auranítida y Batanea, el magnífico monarca que de todo eso es señor y todo aquello hizo, y no importaría esta aparición si no fuese por la indefinible amenaza con que el sueño se suspende una y otra vez, aquel instante en que habiendo prometido no da, y que, por no haber dado, mantiene intacta la promesa de una nueva amenaza, cuál, cómo, cuándo.

Entre tanto, allá en Belén, casi diríamos pared con pared con el palacio de Herodes, José y su familia siguen viviendo en una cueva, pues siendo tan breve la estancia prevista, no valía la pena ponerse a buscar casa, teniendo en cuenta que el problema de la vivienda ya daba entonces dolores de cabeza, con el agravante de no haberse inventado aún las viviendas protegidas y los realquilados. Ocho días después del nacimiento, llevó José a su primogénito a la sinagoga para que lo circuncidasen, y allí el sacerdote cortó diestramente, con cuchillo de piedra y la habilidad de un experto, el prepucio del lloroso chiquillo, cuyo destino, del prepucio hablamos que no del niño, daría de por sí para una novela, contando a partir de este momento, en que no pasa de un pálido anillo de piel que apenas sangra, y el de su santificación gloriosa, cuando fue papa Pascual I, en el octavo siglo de nuestra era.

Quien quiera verlo hoy no tiene nada más que ir a la parroquia de Calcata, que está cerca de Viterbo, ciudad italiana donde relicariamente se muestra para edificación de creyentes empedernidos y disfrute de incrédulos cuiosos. Dijo José que su hijo se llamaría Jesús y así quedó censado en el catastro de Dios, después de haberlo sido ya en el de César. No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera. Si nos atreviéramos a hacerle tal pregunta a José, indiscreción de la que Dios nos libre, respondería él que otras son, y más serias, las preocupaciones de un padre de familia, enfrentado, desde ahora en adelante, con el problema de alimentar dos bocas, facilidad de expresión a la que la evidencia del hijo mamando directamente de la madre no quita, pese a todo, fuerza y propiedad, pero es verdad que tiene José serias razones para preocuparse, y son ellas cómo vivirá la familia hasta que pueda regresar a Nazaret, pues María ha quedado debilitada tras el parto y no estará en condiciones de hacer el largo viaje, sin olvidar que todavía tendrá que esperar a que pase el tiempo de su impureza, treinta y tres son los días que deberá quedar en la sangre de su purificación, contados a partir de éste en el que estamos, el de la circuncisión. El dinero traído de Nazaret, que era poco, se está acabando, y a José le es imposible ejercer aquí su oficio de carpintero, pues le faltan las herramientas y no tiene liquidez para comprar maderas. La vida de los pobres ya en aquellos tiempos era difícil y Dios no podía atenderlo todo. De dentro de la cueva llegó una breve e inarticulada queja, pronto interrumpida, señal de que María había cambiado al hijo del seno izquierdo al derecho y el pequeño, frustrado por un momento, sintió reavivarse el dolor en la parte ofendida.

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