El extranjero (5 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico

Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y me enteró de que el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los empleados le habían dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había preguntado si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le había respondido que no se llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los días. Le dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar con razón que estaba acostumbrado a éste.

Yo estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante de la mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas. Tenía puesto el viejo sombrero. Mascullaba frases incompletas bajo el bigote amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía nada que hacer y no sentía sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro. Me dijo que lo tenía desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En su juventud tuvo intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y no lo lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su mujer, pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había sentido muy solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del taller y había recibido aquél, apenas recién nacido. Había tenido que alimentarlo con mamadera. Pero como un perro vive menos que un hombre habían concluido por ser viejos al mismo tiempo.

«Tenía mal carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico. Pero a pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se mostró satisfecho. «Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo era lo mejor que tenía.» Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la vejez no se cura.

Bostecé y el viejo me anunció que iba a marcharse. Le dije que podía quedarse y que lamentaba lo que había sucedido al perro. Me lo agradeció. Me dijo que mamá quería mucho al perro. Al referirse a ella la llamaba «su pobre madre». Suponía que debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá murió, pero no respondí nada. Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire molesto, que sabía que en el barrio me habían juzgado mal porque había puesto a mi madre en el asilo, pero él me conocía y sabía que quería mucho a mamá. Respondí, aún no sé por qué, que hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a este respecto, pero que el asilo me había parecido una cosa natural desde que no tenía bastante dinero para cuidar a mamá. «Por otra parte», agregué, «hacía mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola.» «Sí», me dijo, «y en el asilo por lo menos se hacen compañeros». Luego se disculpó. Quería dormir. Su vida había cambiado ahora y no sabía exactamente qué iba a hacer. Por primera vez desde que le conocía, me tendió la mano con gesto furtivo y sentí las escamas de su piel. Sonrió levemente y antes de partir me dijo: «Espero que los perros no ladrarán esta noche. Siempre me parece que es el mío.»

VI

El domingo me costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me sacudiera. No habíamos comido porque queríamos bañarnos temprano. Me sentía completamente vacío y me dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto amargo. María se burló de mí porque decía que tenía «cara de entierro». Se había puesto un traje de tela blanca y se había soltado los cabellos. Le dije que estaba hermosa y rió de placer.

Al bajar golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle, por el cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la claridad del día, lleno de sol, me golpeó como una bofetada. María saltaba de alegría y no se cansaba de decir que era un día magnífico. Me sentí mejor y me di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a María, quien me señaló el bolso de hule donde había puesto las dos mallas de baño y una toalla. Teníamos que esperar y oímos cómo Raimundo cerraba la puerta. Llevaba pantalones azules y camisa blanca de manga corta. Pero se había puesto sombrero de paja, lo que hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy blancos debajo del vello oscuro. Yo estaba un poco repugnado. Silbaba al bajar y parecía muy contento. Me dijo: «Salud, viejo», y llamó «señorita» a María.

La víspera habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha había «engañado» a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No comprobaron mi afirmación. Delante de la puerta hablamos con Raimundo; luego resolvimos tomar el autobús. La playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más rápidamente. Raimundo creía que su amigo se alegraría al vernos llegar temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de golpe, me hizo una señal para que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si fuéramos piedras o árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de la izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que la historia ya estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó de qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era necesario apresurarse.

Nos dirigimos a la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me anunció que los árabes no nos seguían. Me volví. Estaban siempre en el mismo sitio y miraban con la misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar. Tomamos el autobús. Raimundo, que parecía completamente aliviado, no cesaba de hacerle bromas a María. Me di cuenta de que le gustaba, pero ella casi no le respondía. De vez en cuando me miraba riéndose.

Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule. Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.

El amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la playa. La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la sostenían por el frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era un individuo grande, de cintura y espaldas macizas, con una mujercita regordeta y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en seguida que nos pusiésemos cómodos y que había peces fritos, que había pescado esa misma mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los sábados, los domingos y todos los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi mujer», agregó. Precisamente, su mujer se reía con María. Por primera vez, quizá, pensé verdaderamente en que iba a casarme.

Masson quería bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y María se arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un poco. Hablaba lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un «y diré más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al sentido de la frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más, encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar del bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme con María. El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos sentimos unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.

Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba los últimos velos de agua que me corrían hacia la boca. Vimos que Masson regresaba a la playa para tenderse al sol. De lejos parecía enorme. María quiso que nadáramos juntos. Me puse detrás para tomarla por la cintura. Ella avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando los pies. El leve ruido del agua removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí fatigado. Entonces dejé a María y volví nadando regularmente y respirando con fuerza. En la playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la arena. Le dije: «¡qué agradable!», y él pensaba lo mismo. Poco después vino María. Me volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua salada, y sujetaba los cabellos hacia atrás. Se tendió lado a lado conmigo y los dos calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un poco.

María me sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.

Cuando volvimos, Masson ya nos estaba llamando. Dije que tenía mucha hambre y Masson afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte de pescado. Después había carne y papas fritas. Todos comimos sin hablar. Masson bebía mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza un poco pesada, y luego fumé mucho. Masson, Raimundo y yo habíamos proyectado pasar juntos el mes de agosto en la playa, con gastos comunes. María nos dijo de golpe: «¿Saben qué hora es? Son las once y media.» Quedamos todos asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido muy temprano y que era lógico, porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre. No sé por qué aquello hizo reír a María. Creo que había bebido un poco de más. Masson me preguntó entonces si quería pasear con él por la playa. «Mi mujer siempre duerme la siesta después de almorzar. A mí no me gusta hacerlo. Tengo que caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de todo, tiene derecho a hacerlo.» María declaró que se quedaría para ayudar a la señora de Masson a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para eso era necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.

El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el mar, se oían ruidos de platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el calor de piedra que subía desde el suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que yo no conocía. Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos en cierta época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez en cuando una pequeña ola más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.

De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en nuestra dirección. Miré a Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos caminando. Masson preguntó cómo habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían de habernos visto tomar el autobús con el bolso de playa, pero no dije nada.

Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson, tomas al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti.» Dije: «Sí», y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oír bien lo que le dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo. Raimundo golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue hacia aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos segundos así mientras las burbujas rompían en la superficie en tomo de su cabeza. Raimundo había golpeado también al mismo tiempo y el otro tenía el rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y dijo: «Vas a ver lo que va a cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero Raimundo tenía ya el brazo abierto y la boca tajeada.

Masson dio un salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había colocado detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos. Retrocedimos lentamente sin dejar de mirarnos y de tenernos a raya con el cuchillo. Cuando vieron que tenían bastante campo huyeron rápidamente mientras nosotros quedamos clavados bajo el sol y Raimundo se apretaba el brazo, que goteaba sangre.

Masson dijo inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta. Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la herida le formaba burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la cabañuela lo más pronto posible. Allí Raimundo dijo que las heridas eran superficiales y que podía ir hasta la casa del médico. Se marchó con Masson y me quedé para explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La señora de Masson lloraba y María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles explicaciones. Acabé por callarme y fumé mirando el mar.

Hacia la una y media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un esparadrapo en el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada, pero Raimundo tenía aspecto muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no hablaba más. Cuando dijo que bajaba a la playa le pregunté a dónde iba. Me respondió que quería tomar aire. Masson y yo dijimos que íbamos a acompañarle. Entonces montó en cólera y nos insultó. Masson declaró que no había que contrariarle. Pero, de todos modos, le seguí.

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