El fin de la infancia (14 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

—Así lo haré. ¿Y qué hay de ese joven que hizo la pregunta? ¿Fue simple curiosidad o tuvo otro motivo?

—Estaba allí por casualidad. Su hermana acababa de casarse con Rupert Boyce. No conocía a los otros huéspedes. Estoy seguro de que no hubo nada premeditado. Sólo las condiciones excepcionales, y probablemente mi presencia, inspiraron la pregunta. De modo que su conducta es apenas sorprendente. Tiene un único interés: la navegación interplanetaria. Es secretario del grupo de astronáutica de la Universidad del Cabo, y evidentemente dedicará a este tema toda su vida.

—Su carrera puede ser interesante. Mientras tanto, ¿qué actitud cree usted que tomará Rodricks?

—El ingeniero hará indudablemente algunas comprobaciones, tan pronto como le sea posible. Pero no podrá probar la exactitud de la información, y es difícil, a causa de su origen tan peculiar, que se decida a publicarla. Y aunque lo hiciese, ¿nos afectaría de algún modo?

—Estudiaré las dos posibilidades —replicó Karellen—. Se nos ha ordenado no revelar la posición de nuestra base, aunque la información no podrá, en este caso, volverse contra nosotros.

—Estoy de acuerdo. Rodricks posee cierta información que es de dudosa veracidad, y sin ningún valor práctico.

—Así parecerá al menos —dijo Karellen—. Pero no nos sintamos muy seguros. Los seres humanos son notablemente ingeniosos, y a veces muy pacientes. No conviene subestimarlos y será interesante seguir la carrera del señor Rodricks.

Rupert Boyce nunca llegó realmente al fondo de la cuestión. Cuando sus huéspedes dejaron la casa, con menos ruido que de costumbre, Rupert pensativo, arrastró la mesita hasta el rincón. Una leve niebla alcohólica le impedía analizar de veras lo ocurrido, y hasta los mismos hechos se le habían borrado ya ligeramente. Tenía la vaga idea de haber asistido a algo muy importante, pero huidizo, y se preguntó si discutiría el incidente con Rashaverak. En seguida pensé que sería una falta de tacto. Al fin y al cabo su cuñado tenía la culpa de todo. Se sintió vagamente enojado con Jan. ¿Pero era Jan responsable? ¿O algún otro? Rupert recordó, con cierta vergüenza, que había sido su experimento. Decidió entonces, con bastante éxito, olvidar el asunto.

Quizá habría hecho algo si hubiese encontrado la última página del anotador de Ruth. Pero la hoja se había extraviado en medio de la discusión. Jan se declaró inocente y... bueno, uno no podía acusar a Rashaverak. Y nadie recordaba qué había deletreado el disco, salvo que el mensaje no tenía, aparentemente, ningún significado...

El experimento afectó ante todo a George Greggson. Nunca pudo olvidar el terror que sintió en aquel instante, cuando Jean cayó en sus brazos. El repentino desamparo de Jean transformó a la amable compañera en un ser que invitaba a la ternura y al afecto. Las mujeres se habían desmayado —no siempre sin intención— desde épocas inmemoriales, y los hombres habían respondido siempre adecuadamente. El colapso de Jean fue totalmente espontáneo, pero no habría tenido más éxito si hubiese obedecido a un plan. En ese instante, como pudo comprenderlo más tarde, George tomó una de las decisiones más importantes de su vida. Jean era, definitivamente, la muchacha que más le importaba, a pesar de sus raras ideas y de sus más raros amigos. No tenía intención de abandonar a Naomi o Joy o Elsa o —¿cómo se llamaba?— Denise; pero había llegado la hora de decidirse por algo más permanente. Jean estaría sin duda de acuerdo, pues los sentimientos de ambos habían sido muy claros desde un principio.

Su decisión tenía otro motivo que George ignoraba. La experiencia de esa noche había debilitado el orgullo y el desprecio que le inspiraban los peculiares intereses de Jean. Nunca lo reconocería, pero era así; el hecho había suprimido las últimas barreras.

Miró a Jean, pálida, pero repuesta, reclinada en el asiento de la máquina voladora. Abajo reinaban las sombras; arriba, los astros. George ignoraba totalmente dónde estaban, dentro de un radio de mil kilómetros. Pero ésa era tarea del robot. Estaba guiándolos hacia la casa y los haría aterrizar dentro de (así anunciaba el tablero) cincuenta y siete minutos.

Jean le devolvió la sonrisa y retiró suavemente su mano de la de George.

—Deja que me circule la sangre —pidió frotándose los dedos—. Tranquilízate, me siento muy bien.

—¿Qué crees que habrá pasado? ¿No recuerdas nada?

—No. Un vacío total. Oí la pregunta de Jan... y luego los vi a todos haciendo un alboroto a mi alrededor. Fue, estoy segura, una especie de trance. Al fin y al cabo...

Jean se interrumpió y decidió al fin no decirle que ya le había ocurrido otras veces. Sabía qué pensaba George de estas cosas y no quería trastornarlo todavía más, o hasta asustarlo quizá.

—¿Al fin y al cabo qué? —preguntó George.

—Oh, nada. Me pregunto qué habrá pensado aquel superseñor. Probablemente no esperaba tanto.

Jean se estremeció ligeramente, y se le nublaron los ojos.

—Les tengo miedo a los superseñores, George. Oh, no quiero decir que sean malvados, ni nada parecido. Creo que son bien intencionados, y que hacen lo que quizá nos conviene más. Sólo me pregunto qué planes tendrán realmente.

George se movió, incómodo.

—El hombre se ha preguntado lo mismo desde que los superseñores llegaron a la Tierra —dijo—. Nos lo dirán cuando llegue el momento... y francamente no tengo tanta curiosidad. Me preocupan ahora otras cosas más importantes. —Se volvió hacia Jean y le tomó las manos—. ¿Qué te parece si vamos mañana a los Archivos y firmamos un contrato por, digamos, cinco años?

Jean lo miró fijamente y decidió que, en general, lo que estaba viendo le gustaba.

—Hazlo de diez —le dijo.

Jan dejó pasar un tiempo. No había prisa y quería pensarlo. Era, casi, como si temiera llevar adelante aquella investigación y que la fantástica esperanza que le ocupaba ahora la mente se desvaneciese de pronto.

Mientras no estaba seguro, podía soñar al menos.

Además, para hacer sus comprobaciones, tendría que ir a la biblioteca del observatorio. La mujer lo conocía, sabía muy bien cuales eran sus intereses y se sentiría verdaderamente intrigada. Quizá no importaba tanto, pero Jan estaba decidido a que nada quedara librado al azar. Dentro de una semana tendría una oportunidad mucho mejor.

Sus precauciones eran excesivas, lo sabía, pero de este modo la empresa adquiría un sabor de travesura juvenil. Por otra parte Jan temía más el ridículo que cualquier posible amenaza de los superseñores. Si se estaba embarcando en una empresa descabellada, nadie llegaría a saberlo.

Tenía motivos perfectamente justificados para ir a Londres; el viaje estaba preparado desde hacía varias semanas. Aunque demasiado joven, y poco apto para ejercer las funciones de delegado, Jan era uno de los tres estudiantes del grupo que, en nombre de la universidad, asistiría al congreso de la Unión Astronómica Internacional. El congreso coincidía con la temporada de vacaciones y hubiese sido una lástima desperdiciar esa ocasión, pues Jan no visitaba Londres desde la niñez. Sabía que muy pocos de los informes lograrían interesarle, aun en el caso de que pudiese entenderlos.

Como cualquier otro delegado a un congreso científico oiría algunas de las conferencias y se pasaría el resto del tiempo hablando con los colegas más entusiastas o recorriendo la ciudad.

Londres había cambiado enormemente en los últimos cincuenta años. Tenía sólo dos millones de habitantes, y un número cien veces mayor de máquinas. Ya no era un gran puerto, pues todos los países se bastaban ahora a sí mismos y el mundo tenía otra estructura comercial. Algunas regiones disponían de mejores productos, pero estos eran transportados directamente por aire. Las rutas comerciales que habían convergido alguna vez hacia los grandes puertos, y luego hacia los grandes aeródromos, se habían dispersado transformándose en una red intrincada y uniforme que cubría todo el planeta.

Sin embargo, algunas cosas no habían cambiado. La ciudad era aún un centro administrativo, universitario y artístico. En estas cuestiones ninguna de las capitales del continente podía rivalizar con Londres, ni siquiera París, a pesar de que muchos afirmasen lo contrario. Un londinense del siglo anterior hubiera podido orientarse fácilmente en la ciudad, por lo menos en el centro. Las grandes y horribles estaciones de ferrocarril habían desaparecido. Pero el Parlamento era el mismo; la mirada solitaria de Nelson estaba todavía clavada en Whitehall; la cúpula de San Pablo se alzaba todavía sobre Ludgate Hill, aunque ahora otros edificios más altos desafiaban su preeminencia.

Y la guardia desfilaba todavía ante el palacio de Buckingham.

Todas estas cosas, pensaba Jan, podían esperar. Estaba de vacaciones y se alojaba, con sus dos compañeros, en uno de los albergues universitarios. El carácter de Bloomsbury tampoco había cambiado en este último siglo: era todavía una isla de hoteles y casas de huéspedes, no apretujadas como antes, pero que aún formaban unas largas e idénticas hileras de ladrillos manchados de hollín.

Jan no encontró su oportunidad hasta el segundo día de sesiones. Las comunicaciones más importantes eran leídas en el Centro de la Ciencia, no lejos del Concert Hall, que tanto había ayudado a que Londres se convirtiese en la metrópoli musical del mundo. Jan quería escuchar la primera de las conferencias del día. De acuerdo con los rumores, destruiría por completo la teoría entonces vigente sobre la formación de los planetas.

Quizá así fue, pero cuando llegó el intervalo, Jan no lo sabía. Corrió a las oficinas del directorio mirando las puertas.

Algún humorístico funcionario civil había instalado la Real Sociedad Astronómica en el último piso del edificio, decisión que los miembros del consejo apreciaban debidamente, pues tenían así una magnífica vista del Támesis y toda la parte norte de la ciudad. Las oficinas parecían desiertas, pero Jan, llevando en una mano, como un pasaporte, su tarjeta de socio, —por si alguien llegaba a detenerlo— encontró fácilmente la biblioteca.

Tardó casi una hora en aprender a manejar los grandes catálogos de millones de entradas. Al acercarse al final de la búsqueda le temblaban ligeramente las manos. Por suerte no había nadie allí.

Puso otra vez el catálogo entre los otros ejemplares, y durante un largo rato se quedó sentado, mirando sin ver el muro de volúmenes. Luego caminó lentamente hasta los tranquilos corredores, pasó ante la oficina del secretario (había alguien allí ahora, empaquetando unos libros) y fue hacia las escaleras. No tomó el ascensor, quería sentirse libre y sin trabas. Había tenido interés en escuchar otra conferencia, pero ya no importaba ahora.

Con los pensamientos todavía alborotados, llegó al paredón y dejó que sus ojos siguieran al Támesis, que fluía tranquilamente hacia el mar. Para alguien educado dentro de la ciencia ortodoxa, era difícil aceptar lo que ahora tenía en las manos. Nunca podría estar seguro de su verdad, pero, sin embargo, la probabilidad era abrumadora. Mientras caminaba lentamente junto al muro del río, puso en orden los hechos.

Uno: nadie en la fiesta de Rupert sabía que iba a hacer esa pregunta. Ni siquiera él mismo; había sido una reacción espontánea ante determinadas circunstancias. Por lo tanto nadie podía haber preparado una respuesta, ni conocerla con anterioridad.

Dos: "NGS 549672" significaba algo probablemente sólo para un astrónomo. Aunque el Archivo Geográfico Nacional había sido completado hacía ya medio siglo, sólo unos pocos miles de especialistas conocían su existencia. Y ninguno de ellos hubiese podido decir dónde se encontraba ese astro determinado.

Y tres, lo que acababa de saber: la pequeña e insignificante estrella conocida como NGS 549672 estaba precisamente en el lugar indicado, en el centro de la constelación Carina, en el extremo de esa estela brillante que el mismo Jan había visto, hacía sólo unas noches, y que partiendo del sistema solar había atravesado los abismos del espacio.

La coincidencia era imposible. NGS 549672 tenía que ser la morada de los superseñores. Sin embargo, ese hecho significaba violar el respeto que sentía por el método científico. Bueno, que fuese violado. Tenía que aceptar este hecho: de algún modo, la fantástica experiencia de Rupert había señalado una fuente de conocimiento hasta ahora desconocida.

¿Rashaverak? Parecía la explicación más probable. El superseñor no había formado parte del círculo, pero eso no tenía gran importancia. Por otra parte, a Jan no le interesaba el mecanismo de la parafísica, sólo le importaban los resultados.

Muy poco se sabía de NGS 549672; nada la diferenciaba de otras muchas estrellas. Pero el catálogo daba la magnitud, las coordenadas, y el tipo espectral. Jan tendría que llevar a cabo una pequeña investigación y hacer unos cuantos cálculos; entonces podría saber, por lo menos aproximadamente, a qué distancia de la Tierra estaba el mundo de los superseñores.

Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Jan mientras daba las espaldas al Támesis y se enfrentaba con la blanca y reluciente fachada del Centro de la Ciencia. El conocimiento era poder... y él era el único hombre en la Tierra que conocía el origen de los superseñores. No sabía cómo iba a usar ese poder. Lo guardaría a salvo en su mente, aguardando la hora del destino.

10

La raza humana continuaba calentándose al sol en el largo y claro mediodía estival de la paz y la prosperidad. ¿Habría otra vez un invierno? Era inconcebible. La edad de la razón, saludada prematuramente por los jefes de la revolución francesa dos siglos y medio antes, había llegado al fin. Esta vez era cierto.

Había algunos inconvenientes, claro, aunque se los aceptaba de buena gana. Uno tenía que ser muy viejo, realmente, para advertir que los periódicos que los teletipos imprimían en todos los hogares eran bastante aburridos. Las crisis que alguna vez habían originado los grandes titulares ya no eran posibles. No existían ya asesinatos misteriosos para confundir a la policía y hacer nacer en todos los pechos una indignación moral que a menudo sólo era envidia reprimida. Cuando había algún asesinato, no era nunca misterioso; bastaba con mover una perilla... y el crimen volvía a representarse. La existencia de instrumentos capaces de estas hazañas había causado en un principio considerable pánico entre gentes que vivían en un todo de acuerdo con las leyes. Esto era algo que los superseñores, que conocían la mayor parte, pero no todos los recovecos de la psicología humana, no habían previsto. Tuvo que ponerse perfectamente en claro que ningún curioso podía espiar a sus semejantes, y que los pocos aparatos manejados por los hombres serían estrictamente controlados. El proyector de Rupert Boyce, por ejemplo, no podía operar más allá de las fronteras de la reserva, de modo que Rupert y Maia eran las únicas personas que entraban en su dominio.

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