El fin de la infancia (21 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Los superseñores no habían intervenido nunca en la colonia. La habían dejado completamente sola, ignorándola como a todas aquellas otras actividades que no tenían un carácter subversivo o no transgredían las leyes. No se sabía bien si los propósitos de la colonia podían llamarse subversivos. No tenía una intención política, pero representaba un anhelo de cierta independencia artística e intelectual. ¿Y quién podía saber qué saldría de eso? Karellen era capaz de prever el futuro de la colonia con más claridad que sus fundadores, y quizá no le gustaba.

Claro, si Karellen quería enviar un observador, inspector, o como se lo quisiera llamar, nadie podía impedírselo. Veinte años atrás los superseñores habían anunciado el abandono de todos los aparatos de observación, de modo que la humanidad no tenía por qué seguir pensando que vivía espiada. Sin embargo, la mera existencia de esos aparatos significaba que, si así lo querían los superseñores, no habría secretos.

Algunos de los isleños habían recibido con agrado el anuncio de esta visita, ante la posibilidad de aclarar un problema menor acerca de los superseñores: su actitud ante el arte. ¿Lo consideraban una aberración infantil de la raza humana? ¿Cultivaban alguna forma artística? En ese caso, ¿era el propósito de la visita puramente estético, o serían las intenciones de Karellen menos inocentes?

Todo esto era tema de interminables discusiones mientras se hacían los preparativos para recibir al superseñor. Nada se sabía de él, pero se daba por sentado que sería capaz de absorber cultura en enormes dosis. Se intentaría llevar a cabo algún experimento, y las reacciones de la víctima serían estudiadas por todo un batallón de mentes agudas.

En ese entonces el presidente del consejo era el filósofo Charles Yan Sen, un hombre irónico, pero fundamentalmente amable, que aún no había cumplido sesenta años y estaba por lo tanto en lo mejor de su vida. Platón hubiese aprobado a Sen como un buen ejemplo de estadista-filósofo, aunque Sen no aprobaba siempre a Platón en quien creía ver una grosera deformación de Sócrates. Sen era uno de los tantos isleños que tenían el propósito de sacar todo el provecho posible de la visita, aunque sólo fuese para mostrarles a los superseñores que los seres humanos conservaban aún su poder de iniciativa y no estaban "totalmente domesticados".

En Atenas no se podía hacer nada sin la autorización de un comité, esa piedra fundamental del sistema democrático. Ya alguien había definido la colonia como una cadena de comités. Pero el sistema daba resultado, gracias a los pacientes estudios de los psicólogos sociales, los verdaderos fundadores de Nueva Atenas. Como la comunidad era bastante reducida, todos podían tomar parte en su dirección, y ser de ese modo verdaderos ciudadanos.

Era inevitable que George Greggson, como miembro principal de la jerarquía artística, estuviese en el comité de recepción. Pero para evitar cualquier error movió algunas influencias. Si los superseñores querían estudiar la colonia, George quería estudiar a los superseñores. Jean no se sentía muy feliz con este proyecto. Desde aquella noche, en casa de Boyce, había sentido una vaga hostilidad hacia los superseñores, aunque no podía explicar sus motivos. Deseaba relacionarse con ellos lo menos posible, y una de las principales atracciones de la isla había sido la posible independencia. Ahora temía que esta independencia estuviese amenazada.

El superseñor, para decepción de los que esperaban algo más espectacular, llegó sin ceremonias en una ordinaria máquina volante de fabricación humana. Podía haber sido el mismo Karellen, pues nadie era capaz de distinguir a un superseñor de otro con bastante seguridad. Todos parecían duplicados de un molde original y único. Quizá, y mediante ciertos desconocidos procedimientos biológicos, lo eran de veras.

Después del primer día los isleños dejaron de prestar atención al coche oficial cuando atravesaba la colonia de camino hacia alguna visita. El nombre del visitante, Thanthalteresco, demostró ser poco práctico para usarlo diariamente, y pronto se lo designó como "el inspector". Era un nombre bastante exacto, pues su apetito por las estadísticas parecía insaciable.

Charles Yan Sen estaba totalmente agotado cuando, bastante después de medianoche, acompañó al inspector hasta la máquina voladora que le servía de base. Allí, sin duda, continuaría su trabajo, durante toda la noche, mientras sus anfitriones humanos se permitían la debilidad de dormir.

La señora Sen estaba esperando ansiosamente a su marido. Formaban una cariñosa pareja, a pesar de que Sen tenía la costumbre de llamarla Xantipa, y en presencia de invitados. La mujer había tratado de replicarle en forma apropiada, sirviéndole una copa de cicuta; pero por suerte este brebaje herbívoro era menos común en la nueva Atenas que en la vieja.

—¿Todo estuvo bien? —preguntó mientras Sen se sentaba ante una comida fría.

—Creo que sí, aunque nunca se puede saber qué pasa por el interior de esas notables mentes. Mostró mucho interés, hasta hizo algunos cumplidos. Le pedí disculpas por no traerlo a casa, y me dijo que comprendía, y que no deseaba golpearse la cabeza contra el techo.

—¿Qué le mostraste hoy?

—El aspecto material de la colonia, que no le pareció aburrido como a mí. Hizo las preguntas más inimaginables sobre producción, presupuestos, recursos minerales, índice de nacimientos, alimento de la población, etc. Por suerte me acompañaba Harrison, el secretario, que se había llevado todos los informes anuales desde los orígenes de la colonia. Tendrías que haberlos oído, intercambiando estadísticas. El inspector nos pidió que le prestáramos los informes y apuesto a que mañana será capaz de citarnos cualquier cifra de memoria. Esas hazañas mentales me parecen terriblemente depresivas.

Sen bostezó y comenzó a comer con desgano.

—Mañana será un día más interesante. Vamos a visitar los colegios y la Academia. Entonces seré yo quien hará las preguntas. Me gustaría saber cómo educan los superseñores a sus niños... Siempre, claro, que tengan niños.

Charles Sen no llegó a saberlo, pero en otros asuntos el inspector se mostró bastante hablador. Evadía las cuestiones embarazosas con una amabilidad realmente agradable, y de pronto, de un modo inesperado, parecía confiarse de veras.

El primer momento real de intimidad sobrevino cuando estaba alejándose de la escuela.

—Es una gran responsabilidad —había hecho notar el doctor Sen— entrenar a estas jóvenes mentes para el futuro. Por suerte los seres humanos tienen una resistencia notable. Se necesita una educación muy mala para que el daño sea permanente. Aun en el caso de que nuestras miras sean erróneas, nuestras pequeñas víctimas sabrán probablemente superarlas. Como usted ha visto, parecen ser perfectamente felices. —Sen hizo una pausa y lanzó una mirada intencionada hacia la alta figura de su pasajero. El inspector estaba totalmente envuelto en una brillante ropa plateada, de tal modo que no exponía a la luz del sol ni un sólo centímetro de su piel. Detrás de los anteojos oscuros el doctor Sen sintió la presencia de dos grandes ojos que lo miraban sin emoción, o con una emoción que él no entendía—. Nuestros problemas al educar a estos niños tienen que ser, me parece, muy similares a los de ustedes cuando se enfrentaron con la raza humana. ¿Está usted de acuerdo conmigo?

—En ciertos aspectos —admitió el superseñor gravemente—. En otros puede encontrarse una comparación más exacta en la historia de las potencias coloniales. Por esta razón el imperio romano y el británico nos han interesado siempre mucho. El caso de la India es particularmente instructivo. Lo que más nos diferencia de los británicos es que estos no tenían verdaderas razones para meterse en la India; no razones conscientes, por lo menos, excepto algunos objetivos triviales y sin importancia, como el comercio y la hostilidad hacia las otras potencias europeas. Se encontraron en posesión de un imperio antes de tiempo y no fueron realmente felices hasta que se libraron de él.

—¿Y se librarán ustedes de su imperio —preguntó el doctor Sen sin poder resistir la oportunidad— cuando llegue la hora?

—Sin la menor duda —replicó el inspector.

El doctor Sen no insistió. El tono de la respuesta no invitaba a seguir indagando. Además, habían llegado en ese momento a la Academia donde los esperaba un grupo de pedagogos dispuestos a afilar sus ingenios ante un verdadero superseñor.

—Como le habrá dicho nuestro distinguido colega —comentó el profesor Chance, decano de la Universidad— queremos que las mentes de nuestros ciudadanos estén siempre alertas, y puedan desarrollar así sus verdaderas potencialidades. Fuera de esta colonia —su ademán indicó y rechazó el resto del globo— temo que la raza humana haya perdido su iniciativa. Tiene paz, tiene bienestar, pero no tiene horizontes.

—En cambio aquí, naturalmente... —intervino con suavidad el superseñor.

El profesor Chance, a quien le faltaba el sentido del humor, y lo sabía, miró con desconfianza a su visitante.

—No pensamos —continuó— que el ocio sea un pecado. Pero no creemos que baste ser un público pasivo. Todos en esta isla tienen una ambición que puede ser resumida de un modo muy simple. Es la de hacer algo, aunque sea algo muy pequeño, mejor que los demás. Claro, se trata de un ideal que no todos alcanzamos. Pero en este mundo moderno lo importante es tener un ideal. Alcanzarlo o no es casi indiferente.

El inspector no parecía inclinado a hacer comentarios. Se había sacado sus ropas protectoras, pero tenía puestos todavía los anteojos oscuros, aunque la luz del cuarto era bastante débil. El decano se preguntó si serían fisiológicamente necesarios o sólo un disfraz. Ciertamente, hacían casi imposible la ya difícil tarea de leer los pensamientos del superseñor. Este, sin embargo, no parecía oponerse a las desafiantes declaraciones que se le habían hecho, ni a las críticas que esas declaraciones implicaban.

El decano estaba a punto de volver al ataque cuando el jefe del departamento científico decidió participar en la lucha.

—Como usted sin duda sabe, señor, uno de los mayores problemas de nuestra cultura ha sido el de la dicotomía que separa el arte de la ciencia. Me gustaría de veras conocer sus puntos de vista a este respecto. ¿Está usted de acuerdo con los que afirman que todos los artistas son anormales? ¿Qué sus obras —o por lo menos el impulso que engendra sus obras— son el resultado de alguna profunda insatisfacción psicológica?

El profesor Chance se aclaró la garganta, pero el inspector se le adelantó.

—Dicen ustedes que todos los hombres son artistas hasta cierto punto, de tal modo que no hay nadie incapaz de crear algo, aunque sea algo primitivo. Ayer, en las escuelas, por ejemplo, advertí el énfasis con que se insiste en la expresión personal, tanto en el dibujo como en la pintura y el modelado. Ese estímulo parece alcanzar a todos, aun a aquellos destinados a ser hombres de ciencia. De modo que si todos los artistas son anormales, y todos los hombres son artistas, tenemos aquí un interesante silogismo.

Todos esperaron a que el inspector terminase de hablar. Pero, cuando les convenía, los superseñores podían mostrar un tacto impecable.

El inspector aguantó el concierto con todo éxito, lo que no se podía decir de muchos de los seres humanos que formaban el auditorio. La única concesión al gusto popular había sido la Sinfonía de los salmos de Stravinsky; el resto del programa era agresivamente actual. Cualesquiera que fuesen los méritos de la música, la ejecución había sido magnífica. La satisfacción que sentía la colonia de poseer algunos de los mejores músicos del mundo, tenía su base. Había habido numerosas disputas entre varios compositores por el honor de ser incluidos en el programa, aunque algunos cínicos pensaban si se trataría realmente de un honor. Pues nadie podía afirmar que los superseñores no fuesen musicalmente sordos.

Sin embargo, después del concierto, Thanthalteresco buscó a los tres compositores que habían figurado en el programa y los felicitó por su "gran inventiva". Los músicos se retiraron complacidos, pero también un poco desconcertados.

George Greggson no pudo encontrarse con el inspector hasta tres días más tarde. El teatro había preparado algo así como distintas carnes a la parrilla, en lugar de un plato único: dos piezas en un acto, un número por un imitador mundialmente famoso, y una escena de ballet. Una vez más todas las partes fueron insuperablemente ejecutadas y la predicción de uno de los críticos: —Al fin descubriremos si los superseñores bostezan— no se cumplió. En realidad, el inspector se rió varias veces, y en los momentos adecuados.

Y sin embargo, nadie podía estar seguro. Era posible que el superseñor interpretara una comedia, guiándose sólo por la lógica, y manteniendo al margen sus propias y extrañas emociones, como un antropólogo que participa en un rito primitivo. El hecho de que emitiese los sonidos apropiados, y de que reaccionara correctamente no demostraba nada.

Aunque George estaba decidido a conversar con el inspector no pudo hacerlo. Después de la representación intercambiaron unas pocas palabras, a modo de saludo, y luego el visitante fue arrebatado por el público. Era imposible separarlo de su círculo, y George volvió a su casa sintiéndose totalmente derrotado. No sabía muy bien qué podría haber dicho, si hubiese encontrado una oportunidad; pero de algún modo, estaba seguro, hubiese desviado la conversación hacia Jeff. Y ahora ya nada era posible.

El mal humor le duró dos días. La máquina voladora del inspector partió entre numerosas protestas de mutuo respeto antes que se produjera el episodio. A nadie se le había ocurrido hacerle a Jeff alguna pregunta, y el niño lo pensó bastante, seguramente, antes de decidirse a hablar.

—Papá —le dijo a George, poco antes de irse a la cama—, ¿te acuerdas del superseñor que vino a vernos?

—Sí —replicó George ásperamente.

—Bueno, fue a nuestro colegio, y oí como hablaba con uno de los profesores. No entendí realmente lo que decía, pero reconocí la voz. Fue la que me dijo que corriera cuando venía la ola.

—¿Estás seguro?

Jeff titubeó un momento.

—No del todo. Pero si no era él, era otro de los superseñores. No sabía realmente si tenía que darle las gracias. Pero ahora ya se ha ido ¿no?

—Sí —dijo George—, temo que sí. Quizá tengamos, sin embargo, alguna otra ocasión. Ahora véte a la cama como un buen muchacho, y no vuelvas a pensar en eso.

Cuando Jeff, felizmente, desapareció, y luego de haber atendido a Jenny, Jean vino a sentarse en la alfombra junto a la silla de George, apoyándose en sus piernas. George pensaba que era una costumbre espantosamente sentimental, pero no había por qué hacer una escena. Se contentó con mostrar la dureza de sus rodillas.

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