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Authors: Charles Dickens

Tags: #Cuento, Terror

El guardavía

 

El guardavía
es una obra publicada en 1866 en la revista literaria
All the Year Round
. Se trata de un cuento de terror clásico, sin variantes en la trama, en el que el autor Charles Dickens mezcla terror y elegancia y demuestra que pueden ir de la mano, aunque el verdadero talento del autor es el contraste que nos crea con la tranquilidad de pausas y llanos apacibles y luego nos sacude con el horror psicológico que atormenta a sus personajes protagonistas.

El guardavía
nos cuenta la historia de un espectro que se aparece en las vias de ferrocarril, en una zona fúnebre perdida en la nada, surgiendo de la boca de un túnel tenebroso, siendo portador de malas y nefastas noticias. Cada vez que el fantasma se aparece, el guardavías vigilante de esa etapa del ferrocarril sabe que la muerte acecha y por tanto le invade una ansiedad y miedo terribles.

Charles Dickens

El guardavía

ePUB v1.3

Perseo
18.05.12

Título original:
The Signal-Man

Charles Dickens, 1866

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: Perseo

ePub base v2.0

—¡Hola, el de ahí abajo!

Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no pudiera captar de qué se trataba exactamente. Lo que sí sé es que fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.

—¡Hola, ahí abajo!

Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.

—¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted?

Miró hacia arriba sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pregunta. En ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en una pulsación violenta y en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente y empezó a desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el palo la bandera que había extendido durante el paso del tren.

Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.

—¡Entendido! —le grité dirigiéndome hacia ese lugar.

Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag en el que habían excavado una especie de escalones y bajé por él.

La zanja era extremadamente profunda e inusualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo, el camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había indicado dónde estaba.

Cuando bajé por el camino en zigzag lo suficiente, vi que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano izquierda se tocaba la barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado.

Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y, al acercarme más a él, vi que era un hombre de tez pálida y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba humedad impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, más corta, terminaba en una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro cuya arquitectura maciza creaba una atmósfera bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme, como si hubiera abandonado el mundo natural.

Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.

Le dije que ocupaba un puesto bastante solitario y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido. Que en mí debía ver simplemente a un hombre que, habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites estrechos y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras. Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo que me intimidaba.

Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme.

Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.

—¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.

Contemplando su mirada fija y aquel rostro melancólico, pasó por mi mente el pensamiento monstruoso de que se trataba de un espíritu y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría algún problema en su mente.

En ese momento fui yo el que retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí y con él desapareció mi pensamiento monstruoso.

—Me está mirando como si me tuviera miedo —le dije, obligándome a sonreír.

—Estaba pensando si lo había visto antes —replicó él.

—¿Dónde?

Señaló hacia la luz roja que había estado mirando.

—¿Allí? —volví a preguntar yo.

Respondió afirmativamente (aunque sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad.

—Mi buen amigo, ¿qué podía hacer yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he estado en ese lugar.

—Así lo creo —replicó él.

—Sí, estoy seguro.

Su actitud se volvió entonces más tranquila, lo mismo que la mía. Contestó a mis observaciones con prontitud y con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma de decirlo, tenía desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería de él era exactitud y vigilancia, mientras que trabajo de verdad, es decir, trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la señal, arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto a las largas y solitarias horas que tan pesadas me parecían a mí, sólo podía decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y se había acostumbrado a ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose alguna idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender lenguas. Había trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco con el álgebra, pero era, igual que había sido de niño, bastante torpe para las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera siempre en aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por encima de aquellos elevados muros de piedra. Bueno, eso dependía de los momentos y las circunstancias. En ciertas ocasiones había menos movimiento en la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día y de la noche. Cuando el tiempo era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las sombras inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana eléctrica, y en esas ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que yo podía suponer.

Me condujo hasta su caseta, donde había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que anotar determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y agujas, y la pequeña campana de la que había hablado. Al confiarle yo, rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido muy bien educado y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle) educado por encima de su posición, observó que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias en ese aspecto dentro de los grandes grupos humanos; que había oído que así sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, e incluso en el último recurso de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor o menor medida, en cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había sido estudiante de filosofía natural y había asistido a conferencias (si podía yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero se había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para no volverse a levantar de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo había hecho la cama sobre la que se había acostado y era ya demasiado tarde para hacer otra.

Todo lo que acabo de condensar lo explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego y mi persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra «señor», y especialmente cuando se refería a su juventud, como si me pidiera que entendiera que él no reivindicaba ser otra cosa que el hombre al que encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la campanilla y tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para mostrar una bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al maquinista. Observé que en el cumplimiento de sus deberes era especialmente exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso y manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber.

En resumen, habría considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo de no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba hablando, perdió el color, volvió el rostro hacia la campanilla cuando ésta NO había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada para que no penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando nos vimos por primera vez desde lejos.

—Casi me hace pensar que he encontrado a un hombre feliz —le dije cuando me levantaba para despedirme.

(Me temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera hablando).

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