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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (15 page)

Jan se lo queda mirando.

—¿Ivan Rössel está encerrado allí dentro?

Recuerda el nombre de la televisión y los periódicos. El taxista también lo mencionó.

—Pues claro.

—¿Rössel, el asesino?

—Sí, Ivan Rössel —dice Rettig con voz apagada—. Tenemos bastantes famosos entre los huéspedes de nuestra pensión. Si tú supieras…

«Alice Rami», piensa Jan. Pero pregunta en voz alta:

—¿Cuándo quieres que te dé una respuesta sobre lo de las cartas?

—Ahora mismo, si puede ser.

—Tengo que pensarlo un poco.

Rettig se inclina hacia delante.

—Hay un edificio en el puerto donde tenemos un local de ensayo. Nos podemos ver allí para ensayar con los Bohemos… y luego hablamos. ¿Quieres venir?

Jan no está seguro, pero asiente.

—Pásate por allí mañana, a las siete. Habrá algo de
groove
, como dicen ahora.

En cuanto se despide de Rettig y cierra la puerta, se arrepiente al instante. ¿Por qué ha aceptado tocar con los Bohemos? Los ha escuchado, son demasiado buenos para él.

Mira de reojo su batería y siente deseos de sentarse y practicar, pero es demasiado tarde. En vez de eso, se va a la cocina y saca los cuatro libros escondidos.

La creadora de animales
,
Las cien manos de la princesa
,
La enfermedad de la bruja
,
Viveca y la casa de piedra
. A estas alturas ya conoce las historias de memoria. Sabe que la princesa grita: «¡No soy infeliz, solo me gusta la infelicidad!», cuando aparece en el pueblo, y sabe que el primer síntoma de la enfermedad de la bruja es que el pelo se le derrite.

Así que ¿por qué sigue leyendo los libros una y otra vez? Quizá esté buscando una especie de mensaje oculto. Si se trata de los libros de Rami, ella debía de tener algo en mente cuando le pidió a Josefine que los escondiera en la escuela infantil.

Y puede que al fin haya encontrado algo, porque mientras hojea de nuevo
La creadora de animales
, quizá por enésima vez, de pronto ve una pequeña mancha de tinta en la parte inferior de la primera página, junto al texto. No tiene nada de particular, pero también hay otra manchita parecida en la página siguiente, igual de grande y casi en el mismo sitio. Y otra más en la siguiente.

Jan observa con más atención; ha dedicado mucho tiempo a mirar las ilustraciones y no ha reparado antes en esa mancha en el margen.

Parece un animal pequeño. ¿Una ardilla?

Pasa las páginas hacia delante, y entonces la ardilla empieza a moverse por ellas, por todo el libro.

Pasa las hojas de los otros libros una y otra vez, y por fin los coloca en orden. Las manchas de tinta de las apenas cien páginas de los cuatro libros componen un corto animado. Jan observa cómo la ardilla aparece en la esquina inferior de la primera página de
La creadora de animales
, a continuación salta en diagonal por las hojas de
Las cien manos de la princesa
y
Viveca y la casa de piedra
, antes de desaparecer en el vacío por la parte superior de la última página de
La enfermedad de la bruja
.

Jan observa fijamente la huida de la ardilla.

Un mensaje. Eso es lo que parece: un mensaje dirigido a él.

20

El local donde ensayan los Bohemos huele a sudor y sueños, y se encuentra cerca del puerto, a un par de manzanas del Bills Bar. La sala se ve desnuda, como un deteriorado centro recreativo juvenil… de no ser por las cajas de huevos. Cientos de cajas de huevos pegadas a las paredes para amortiguar el ruido.

La primera noche Jan se sienta a la batería y marca el ritmo al tiempo que se deja arrastrar por él. Los Bohemos han empezado con el clásico «Sweet Home Alabama», una base sostenida de cuatro tiempos que Jan ha seguido sin problema. Así han calentado un rato y después han tocado viejas canciones de rock durante casi una hora.

De vez en cuando, Rettig se gira desde el micrófono y cabecea hacia Jan; parece satisfecho.

—¡Un poco más suave, Jan!

Jan asiente y obedece. Después de todos los años que ha pasado en casa acompañado tan solo por las canciones en el tocadiscos, le resulta extraño tocar música en vivo. Al principio se siente nervioso, luego se relaja poco a poco.

La batería que le han prestado es una vieja Tama que, en realidad, no es tan buena como la suya, la piel del bombo y la caja están desgastadas y casi rotas. Eso le dificulta el acompañamiento.

—Bien —dice Rettig—. Cada vez va mejor.

También están los otros dos miembros de los Bohemos. El bajo se llama Anders y el guitarrista, Rasmus. Ambos tienen la edad de Rettig, y tocan sin hablar. Jan no tiene ni idea de lo que piensan respecto a que haya ocupado el puesto de Carl, el batería: no le han dirigido ni una sola palabra en toda la tarde, apenas han lanzado rápidas miradas a la batería.

Jan se pregunta si Carl, Anders y Rasmus también son guardias del hospital.

A las ocho y cuarto dejan de tocar y comienzan a recoger las cosas. Los otros dos miembros del grupo abandonan el local llevándose sus guitarras enfundadas. Rettig se demora, Jan también; sabe que está esperando su respuesta.

—Tocas bien —dice Rettig—. Tienes un estilo un poco africano.

—Gracias —contesta Jan, y se levanta de la batería—. Ha sido divertido.

—Ya habías tocado antes en un grupo, ¿verdad?

—Claro —miente Jan.

Se hace un silencio entre las cajas de huevos. Rettig se aleja y coge su funda negra junto a la entrada. Se queda mirando a Jan.

—¿Te has decidido? ¿Sobre lo que hablamos ayer?

Jan asiente.

—Hoy es el día internacional de la infancia, cuatro de octubre —anuncia—. ¿Lo sabías, Lars?

Rettig niega con la cabeza y comienza a desmontar el micrófono.

—¿No es el día de los bollos de canela?

—También —replica Jan.

De nuevo reina el silencio, hasta que pregunta:

—¿Tienes hijos, Lars?

—¿Cómo?

—Uno se vuelve más sensato cuando se relaciona con niños.

—Ya. Pero yo no tengo hijos, lo siento —responde Rettig—. Tengo novia, pero no tengo niños. ¿Y tú?

—No. Míos, no.

—Bueno… ¿Te has decidido?

—Tengo una última pregunta —anuncia Jan—. ¿Qué ganáis con esto?

Rettig hace una pausa antes de responder:

—Nada, directamente.

Jan lo mira.

—¿E indirectamente?

Rettig se encoge de hombros.

—No mucho —contesta—. Cobramos una pequeña tarifa… por la entrega. Cuarenta coronas por carta. Pero con eso no nos haremos ricos.

—¿Y se trata solo de cartas?

Jan ya ha preguntado lo mismo varias veces, pero Rettig tiene paciencia.

—Sí, Jan, solo cartas.

Jan asiente.

—De acuerdo, lo haré. Puedo probar.

—Bien —dice Rettig. Se inclina rápidamente hacia delante—. Lo haremos así, amigo. Te entregaré un paquete, y la próxima vez que trabajes de noche, entras en el hospital por el túnel. Lo más cerca de la medianoche que te sea posible. —Saca un papel de la bolsa—. No serán todas las noches… Este es el horario, cuando trabaja alguno de nosotros.

—Alguno de nosotros… ¿Tú y quién más?

Rettig baja la voz:

—Carl, el batería. Él también trabaja de vigilante —prosigue—. Bueno, hacia las diez o las once de la noche puedes subir en el ascensor hasta la sala de visitas. Cerciórate de que no haya nadie antes de abrir… pero no habrá nadie. Entra en la sala y deja el sobre debajo de los cojines del sofá. Luego vuelves con los niños. A esas horas ya duermen, ¿verdad?

Jan asiente, y piensa en los Ángeles electrónicos que ha comprado.

—¿Alguna pregunta más?

—Sobre las entregas, no… Pero me gustaría saber algo más sobre los pacientes.

Rettig sonríe cansado y guarda su guitarra en la funda.

—Los cuidadores no pueden hablar de los enfermos. ¿No lo sabes?

—¿Qué hacen allí arriba?

—No mucho… Esperan, igual que nosotros. Todos esperamos.

Jan guarda silencio unos segundos, antes de decir por fin:

—Me estaba preguntando… ¿Hay alguien allí llamada Alice Rami?

Rettig niega con la cabeza, sin necesidad de pensar la respuesta.

—No —contesta—. Hay un par de mujeres que se llaman Anna y Alide, pero ninguna Alice.

—¿Alguna Blanker, entonces?

Rettig piensa un poco, y asiente.

—Hay una Blanker… Maria Blanker.

Jan se inclina hacia delante.

—¿Cuántos años tiene?

—No muchos.

—¿Treinta y cinco? —pregunta Jan.

—Puede, entre treinta y treinta y cinco. Pero es muy retraída. Está en el ala de mujeres, y no suele salir.

«El ala de mujeres», piensa Jan. Así que hay varias alas.

—¿Tiene hijos en la escuela infantil?

Rettig tarda más en responder:

—Quizá. Creo que tiene visitas de vez en cuando.

—¿De algún niño?

Rettig asiente.

—Una niña.

—¿Cómo se llama?

Rettig niega con la cabeza y mira el reloj.

—Tengo que irme —anuncia, y deja una cartera sobre la mesa—. Ahora vamos a ocuparnos de las cartas, Jan… ¿Cuándo es tu próximo turno de noche?

—Mañana.

—Perfecto.

Rettig mete la mano en la cartera y saca un sobre blanco, grande y de varios centímetros de grosor. Está marcado con dos letras a tinta: «S.P.».

—¿Puedes entregar esto?

Jan toma el sobre y ve que está cerrado con celo. No intenta abrirlo, pero lo sopesa en las manos.

Es ligero. Un montón de cartas. ¿Solo cartas? Eso parece; Jan no nota objetos duros ni pequeñas bolsas con polvo.

—Sí, claro.

Asiente con la cabeza e intenta convencerse de que es una buena idea.

21

La noche siguiente al ensayo con los Bohemos, cuando Jan entra en el guardarropa, Hanna Aronsson sale de la habitación de los niños. Parece agotada. En cuanto le ve se lleva deprisa el dedo índice a los labios.

Chsss…

Comprende que los niños se acaban de dormir. Así que asiente levemente y se dirige al cuarto de empleados para guardar su mochila en la taquilla. La mochila con las cartas, su misión secreta como cartero.

A continuación va a la cocina a ver a Hanna, que se encuentra inclinada sobre el fregadero, y pregunta:

—¿Duermen?

—Eso espero. —Suspira—. Han estado muy alterados, enfadados y peleones.

—Vaya. ¿Cuántos hay hoy?

—Los tres de siempre… Leo, Matilda y Mira.

Se hace un silencio, como cada vez que Jan se queda a solas con Hanna en el trabajo. Con el resto de los compañeros de Calvero es fácil hablar, pero Hanna solo dice lo imprescindible. Como él tiene una cosa de la que hablar con ella, toma aire y se anima a hacerlo:

—Hanna, eso que te conté la otra semana, cuando estuvimos juntos…

—¿El qué?

—Que trabajaba en una guardería… y perdí a un niño en el bosque.

Ella asiente, Jan comprueba que se acuerda.

—¿Se lo has… se lo has contado a alguien?

El rostro de Hanna permanece impasible e inexpresivo, como de costumbre.

—A nadie.

—Bien —responde Jan.

Hanna parece ir a decir algo más, o preguntar algo, pero finalmente recoge los últimos platos y cierra el armario de la cocina.

—Bueno, es hora de marcharme.

—Vale. ¿Tienes algún plan esta noche?

—No sé… Quizá vaya a entrenar.

Jan casi podría haber imaginado que Hanna iba al gimnasio. Está delgada y fibrosa. Su vientre es liso, como el de Rami.

Diez minutos más tarde ella ya se ha marchado a casa, y Jan ha cerrado la puerta con llave. Se encuentra solo en la escuela, y no tiene ni tocadiscos ni televisión: apenas el eco de todas las canciones de rock que tocó con los Bohemos la noche anterior. Estuvo bien; se pregunta si Lars Rettig volverá a invitarlo a ensayar con el grupo.

Quizá, si consigue ser un buen cartero esta noche.

Los niños duermen como troncos, Jan no tiene nada que hacer. Será una larga espera hasta que den las once. Se sienta con un libro en la cocina, pero mira con frecuencia hacia la oscuridad, al hospital.

Cuando por fin el reloj marca las once menos cuarto, se dirige a la taquilla en busca del grueso sobre y los dos Ángeles.

Resulta un poco ridículo, pero se pone los guantes de montar en bicicleta y limpia todo el sobre con un trapo seco para no dejar huellas dactilares ni pelos. Por si el doctor Högsmed lo encontrara.

A las once menos cinco cuelga el Ángel encendido en la habitación de los niños, y a continuación abre la puerta del sótano con la tarjeta magnética. Mientras baja lleva el sobre en la mano izquierda y el otro Ángel colgado del cinturón. Pasa de largo los dibujos de animales.

El ascensor lo espera, entra y pulsa el botón. El habitáculo de acero se estremece y comienza a ascender.

Jan no está acostumbrado a subir al hospital sin niños, y resulta aún más extraño hacerlo en mitad de la noche.

El ascensor se detiene con una sacudida. Jan se inclina hacia la ventanilla y ve que la sala de visitas no está iluminada. No se percibe ningún movimiento en la oscuridad.

Abre la puerta unos centímetros, despacio y con cuidado. Por fin avanza hasta la moqueta. Como ocurre siempre que se encuentra en Santa Patricia, siente una imperiosa curiosidad, un insistente deseo de saber más.

Los muebles de la habitación se perfilan como sombras afiladas, pero se filtra algo de luz desde el ascensor a sus espaldas y por el cristal de la puerta por la que entran los pacientes. Jan echa un vistazo y al otro lado ve un largo pasillo. Está desierto. Y la puerta, como era de esperar, está cerrada con llave. No puede avanzar por ese lado.

Lo único que puede hacer es acercarse al sofá y levantar el cojín del asiento izquierdo. Acto seguido introduce el sobre lo más adentro posible. Lo deja allí y arregla los cojines.

Jan observa el sofá por última vez, regresa al ascensor y desciende al sótano. Sube las escaleras de la escuela despacio y prepara su cama en el cuarto de empleados para acostarse. Pero, como de costumbre, le cuesta conciliar el sueño.

Ahora está involucrado. Lleva apenas tres semanas trabajando en Santa Patricia, pero ya forma parte de una especie de red de contrabandistas.

La culpa es de Rami. En el caso de que sea la madre de Josefine, bajo el nombre de Maria Blanker.

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