El hombre de bronce (5 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Como resultado Monk fue arrestado por decir inocentemente ciertas palabras a un general francés.

Allí adquirió su apodo que significaba jamón. Y jamás logró probar que Monk fuese el autor de la represalia.

Eso enconaba el alma de abogado de Ham.

Doc Savage había cogido el aparato de rayos ultravioleta. Enfocándolo en el cristal reunido, dijo:

—¡Mirad ahora!

¡El mensaje del cristal había sido cambiado!

Entonces se distinguían, con una luminosidad azul, ocho palabras más de las que antes hubiera en el mensaje original. El comunicado decía así:

«Papeles importantes detrás de la casa de ladrillo rojo situada en la esquina de las calles Mountainair y Farmwell.»

—¡Eh! —estalló Renny—. Como…

Con una mano levantada y señalando a la puerta, Doc hizo callar a su compañero y juntos salieron al pasillo, tomando el ascensor.

Mientras descendían rápidamente, explicó:

—Alguien te engañó haciéndote subir para que dejases el paso libre, y poder escapar, Monk.

—Sí, ahora lo comprendo —murmuró éste—. Lo que no sé es quién agregó esas palabras al mensaje.

—Lo hice yo antes de marcharnos —confesó Doc—. Presentí que nuestro enemigo quizá nos vio trabajar con el aparato de los rayos ultravioletas y por si se le ocurría investigar cambié el mensaje, tendiéndole un lazo.

Monk mostró los enormes nudillos de sus manos y exclamó:

—¡Un lazo! ¡Espera que le ponga las manos encima a ese granuja!

El taxi aguardaba en la calle.

El chofer, al verlos, empezó a gemir:

—!Oigan! ¿Cuándo piensan pagarme? Deberán abonarme todo el tiempo que he aguardado…

Doc entregó al hombre un billete de tal cuantía, que no sólo tuvo la virtud de hacerle callar, sino que le dejó estupefacto.

El taxi marchaba a toda velocidad por el húmedo asfaltado de la Quinta Avenida.

La lluvia seguía azotando con violencia los cristales y fustigaba sin piedad a Doc y Renny; como la otra vez, permanecían en el estribo, sosteniéndose fuertemente para aminorar las violentas sacudidas del coche.

—Esa casa de ladrillo en la esquina de las calles Mountainiar y Farmwell está deshabitada —advirtió Doc—. Por ese motivo di tales señas en la adición al mensaje.

Monk, dentro del coche, aseguró nuevamente entre dientes que se vengaría del bromista que le burló tan lindamente.

Un policía de tráfico les siguió con su motocicleta, y pronto les alcanzó, dispuesto a multarles por exceso de velocidad.

Pero al ver a Doc, cuyo rostro sobradamente conocía, agitó la mano, saludándole con respeto.

Doc ni siquiera reconoció al hombre, pues con seguridad se trataría de un individuo que recibió algún favor y reverenciaba a Savage, padre.

El vehículo penetró en una calle poco frecuentada.

Hileras de altas casas, completamente a oscuras, convertían la calle en un túnel negro y amenazador.

—¡Ya llegamos! —avisó al chofer.

La vecindad, en realidad, no era muy atractiva. Las calles eran sucias y repulsivas, las aceras, estrechas y tortuosas; el asfalto, agrietado por todas partes, formando profundos agujeros llenos de agua.

Preguntó Doc, para asegurarse:

—¿Tenéis todas las bombas de gases de Monk?

—Sí —le contestaron sus compañeros, dispuestos a entrar en acción.

Su jefe dio órdenes lacónicas:

—Monk delante; Long Tom y Johnny a la derecha; Renny a la izquierda. Yo iré a retaguardia. Ham, quédate de reserva por si se presenta un accidente que necesite pronta solución.

Les concedió un minuto para tomar posiciones; no era mucho, pero sí todo el tiempo que necesitaban.

La casa de ladrillo rojo de la esquina tenía sólo dos pisos ruinosos. Hacía mucho tiempo que sus últimos moradores la abandonaron en un completo estado de ruina.

Las columnas del pórtico, se desmoronaban, los postigos de las ventanas se veían arrancados. Daba una impresión de ruina y vetustez.

EL farol de la esquina daba una luz tan tenue que no lograba disipar las sombras de su alrededor.

Doc encontró unos arbustos y penetró entre ellos, con el mismo sigilo y silencio de las fieras dentro la maleza de la selva.

Parecía una sombra deslizándose entre las hojas.

Casi al instante, distinguió al enemigo.

El hombre se hallaba en la parte trasera de la casa, cruzando el patio lentamente y alumbrando su camino con cerillas que encendía una tras otra.

Era bajo, pero de formas perfectas, de piel suave y amarilla, y una corpulencia que significaba gran desarrollo muscular. Tenía la nariz curva, algo ganchuda, los labios llenos y el mentón no muy pronunciado.

¡Pertenecía a una raza extraña!

Las puntas de sus dedos estaban teñidas de un escarlata brillante.

Doc no se mostró en seguida; Observó con curiosidad.

El hombre de piel dorada estaba intrigado, y en realidad tenía sus motivos; pues lo que buscaba no estaba allí.

Murmuró, disgustado, unas palabras en una lengua extraña y cloqueante.

Doc, al oír las palabras, quedó pasmado. No esperaba oír a un hombre hablando aquel idioma con tanta facilidad como si fuera su lengua natal:

¡Y era la jerga de una civilización desaparecida!

El hombre, achaparrado, mostraba señales de abandonar su búsqueda.

Encendió otra cerilla, guardando la caja, como si tuviera el propósito de no encender ninguna más. Luego se puso rígido.

En la noche lluviosa resonó un sonido bajo, suave y trinante, como la canción de un pájaro exótico.

Parecía emanar de todas partes, de abajo, de arriba, delante y detrás. El hombre achaparrado se quedó perplejo. El sonido sobresaltaba pero no infundía temor.

Doc indicaba a sus hombres que estuviesen alertas. Podría tropezar con otro enemigo más.

El hombre de los dedos rojos se volvió, escudriñando la oscuridad. Avanzó un paso hacia un rifle gigantesco de dos cañones que estaba apoyado es un montón de leña cercano.

Era un rifle de enorme calibre. La mano del hombre intentó coger el arma…

¡Doc se lanzó sobre él! Su salto fue más experto aún que el salto de un merodeador de la jungla, pues la víctima no emitió ni un solo gemido antes de ser apresado, impotente en los brazos que le atenazaban con presa hercúlea y que le cortó el aliento como si le echaran plomo en la garganta.

Los compañeros acudieron con rapidez. No encontraron a nadie más por los alrededores.

—Me gustaría sujetarlo yo —sugirió Monk, suplicante.

Sus velludos dedos se cerraban y abrían convulsivos.

Doc movió la cabeza en señal negativa, soltando al prisionero.

Al sentirse libre, el hombre intentó escapar, echando a correr.

Pero la mano de Doc, surgiendo con increíble rapidez, hizo presa en él, con tal fuerza, que sus dientes chocaron con fuerza.

Le preguntó en inglés:

—¿Por qué disparaste contra nosotros?

EL hombre achaparrado pronunció unas palabras guturales cloqueantes, muy excitado.

Doc dirigió una rápida mirada a Johnny.

EL delgado arqueólogo, que poseía vastos conocimientos de las razas antiguas, se rascó la cabeza perplejo. Se quitó los lentes, luego se los volvió a poner.

—¡Es increíble! —murmuró—. Creo que el lenguaje que habla ese hombre es el antiguo maya. El idioma de la tribu que construyó las grandes pirámides de Chichén-Itzá; y por causas desconocidas desapareció luego. Probablemente conozco tanto de su lengua como el primero sobre la faz de la tierra. Aguardad un minuto; pensaré unas cuantas palabras.

Pero Doc no quiso aguardar.

¡Habló al hombre en el olvidado lenguaje maya! Cierto es que poco a poco, deteniéndose, de cuando en cuando, pero le habló de una manera bastante comprensible.

Y el prisionero, más excitado que antes, emitió una serie de sonidos guturales en contestación a las anteriores palabras.

Doc hizo una pregunta concisa, a la cual el hombre dio una respuesta negativa.

—No quiere hablar —se lamentó—. ¡Sólo pronuncia una serie de tonterías acerca de su misión de matarme para salvar a su pueblo de algo que él llama la Muerte Roja!

Capítulo V

La mosca que saltó

Reinó un asombrado silencio en el grupo.

—¿Quieres decir —murmuró Johnny— que este individuo habla la lengua de los antiguos mayas?

—En efecto —asintió Doc, sonriendo.

—¡Es fantástico! —gruñó Johnny—. Esa raza desapareció hace siglos; por lo menos todos los que componían la civilización superior. Es probable quedaran unos cuantos peones ignorantes. Pero en cuanto a los mayas de las clases superiores —hizo un gesto de algo que desaparecía— «¡puf!». Nadie sabe qué se hizo de ellos.

—Era un pueblo maravilloso —murmuró Doc, pensativo—. Poseían una civilización que con toda probabilidad superaba a la del antiguo Egipto.

—Pregúntale por qué se pinta de rojo las puntas de los dedos —solicitó Monk, aturdido por aquel tema que se apartaba de lo presente.

Doc formuló la pregunta en lengua maya.

El hombre achaparrado dio una respuesta gruñona, y con evidente mala gana.

—Dice que pertenece a la secta de los guerreros —tradujo Doc—. Sólo los miembros de esa secta llevan las puntas de los dedos rojas.

—¡Que me ahorquen si lo entiendo! —resopló Monk.

—No quiere hablar más —advirtió Doc. Luego añadió en tono feroz—: Lo llevaremos a la oficina y veremos si cambia de opinión.

Cacheando al prisionero, le encontró encima un cuchillo extraordinario. La hoja era de obsidiana, un mineral volcánico vítreo, de color verde muy oscuro, cuyo filo rivalizaba con el de una navaja de afeitar. El puño era sólo una correa de cuero envuelta en torno a la parte superior del mineral.

Doc se apoderó del cuchillo y del rifle gigantesco. Se trataba de un arma maravillosa, fabricada por Webley Scott, de Inglaterra.

Monk se hizo cargo del prisionero, empujándolo hacia la calle, y sin grandes cortesías lo introdujo dentro del coche, sentándose a su lado.

Doc intentó durante el camino sondear a su agresor, pero el individuo sólo reveló un hecho que ya fue adivinado.

—Dice que, realmente, es un maya—indicó a sus compañeros.

—Dile que le arrancaré las orejas y se las haré comer si no habla —sugirió Monk, que no le perdonaba.

Deseando observar el efecto de tales amenazas, Doc repitió las palabras de su amigo.

El maya se encogió de hombros, cloqueando en su lengua nativa.

—Dice —explicó Doc— que los árboles de su país están llenos de seres como tú, aunque más pequeños. Se refiere a los monos.

Ham soltó una estentórea carcajada al oír esto.

Monk guardó silencio.

Llovía menos fuerte cuando se detuvieron ante el edificio reluciente que se elevaba cerca de un centenar de pisos.

El ascensor los llevó al piso ochenta y seis.

El maya persistió en su silencio.

—¡Si tuviésemos algún suero para conseguir la verdad! —sugirió Long Tom, pasándose los dedos por su cabello rubio y nórdico.

Renny levantó un puño monstruoso.

—¡Éste es todo el suero que necesitamos! ¡Os enseñaré cómo funciona!

Renny, con grandes y ondulantes montañas de músculos por hombros, y largas tiras de hueso y tendón por brazos, se acercó a la puerta de la biblioteca. Levantó el puño.

¡Bang! El puño atravesó el entrepaño de la puerta. Parecía que el hueso y el tendón no podrían resistir tal cosa.

Pero cuando Renny sacó los nudillos de entre las astillas, no mostraron ninguna señal.

Habiendo demostrado de lo que era capaz, regresó, inclinándose amenazador sobre el cautivo.

—Háblale en esa jerga que él llama lenguaje, Doc —dijo—. Dile que le sucederá lo mismo que a esa puerta si no nos dice si tu padre murió asesinado y, en caso afirmativo, quién lo mató. Y también queremos saber por qué motivo intentó asesinarnos.

El prisionero permaneció sentado en un silencio estoico. Se le veía asustado, pero resuelto a sufrir cualquier violencia antes que hablar.

—Espera, Renny —sugirió Doc—. Probemos un procedimiento más sutil.

—¿Por ejemplo?… —inquirió Renny.

—El hipnotismo —respondió Doc—. Si este hombre pertenece a una raza salvaje, es probable sea susceptible a la influencia hipnótica. No es ningún secreto que muchos salvajes se hipnotizan a tal extremo que creen ver dioses paganos que les hablan.

Colocado enfrente del achaparrado maya, empezó a ejercer el poder de sus asombrosos ojos dorados.

Parecían convertirse en chispas movedizas y relucientes del metal amarillo, dominando la mirada del prisionero de una manera inexorable, ejerciendo una influencia imperiosa y autoritaria.

El maya, un instante quieto, excepto por sus ojos saltones, se bamboleó un poco en su asiento.

Luego, profiriendo un grito penetrante en su lengua nativa, se echó atrás, saltando de la silla.

El salto lo llevó hacia Renny, pero el gigante de los puños monstruosos observaba con tal atención a Doc, que estaba también algo hipnotizado.

Reaccionó con lentitud y al alargar el brazo pura coger al maya, éste se escabulló.

Dirigiose como una centella a la ventana y dando un salto formidable, se lanzó de cabeza al vacío, a la muerte.

Sucedió un silencio mortal en la habitación.

—Comprendió que se le obligaría a hablar —comentó Ham, asomándose por la ventana—. Y, en consecuencia, prefirió suicidarse.

—¿Qué habrá detrás de todo esto? —murmuró Long Tom, perplejo, contemplando distraído sus facciones reflejadas en la reluciente tapa de la mesa.

—Veamos si el mensaje de mi padre aclara alguna cosa —sugirió Doc.

Le siguieron a la biblioteca.

«Papeles importantes detrás del ladrillo rojo», decía el mensaje escrito en letra invisible, que sólo podían leerse por medio de la luz ultravioleta.

Sentían curiosidad por conocer dónde estaban los papeles y ansiaban ver si estaban intactos.

Sobre todo les interesaba la naturaleza de esos «papeles importantes».

Doc llevaba bajo el brazo la caja productora de los rayos ultravioletas.

Condujo a los compañeros al laboratorio.

Notaron en seguida que el suelo era de ladrillo, cubierto en parte por una alfombra de caucho.

Monk pareció comprender de momento, luego puso una cara larga.

—¡Ah! —gruñó. ¡Los ladrillos del suelo eran todos rojos!

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