El hombre de la máscara de hierro (28 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

—Con vuestra licencia, monseñor.

—¿Os vais? Guárdeos Dios y la suerte os ayude.

—Adiós, monseñor, y que también os sea propicia la fortuna.

—Bien, empieza la expedición —dijo Athos a su hijo—. No hay víveres, ni reservas, ni flotilla de carga. ¿Qué van a hacer?

—Si todos hacen lo que yo —repuso Raúl—, no faltarán las vituallas.

La fuente de plata

El viaje fue agradable. Athos y su hijo atravesaron toda Francia a razón de quince leguas por día. Emplearon quince días en llegar a Tolón y perdieron las huellas de D'Artagnan en Antibes.

Hay que creer que el capitán de mosqueteros quiso guardar el incógnito en aquellos parajes; porque de los informes que tomó Athos, obtuvo la seguridad de que habían visto al jinete que él describió, cambiar caballos por un coche cuidadosamente cerrado que tomó hacia Aviñón.

Raúl sintió mucho no encontrar a D'Artagnan; y es que a su tierno corazón le faltaba la despedida y el consuelo de aquel corazón de acero.

Athos sabía por experiencia que D'Artagnan se volvía impenetrable cuando estaba metido en un negocio serio, ya por cuenta propia o en servicio del rey, y aun temía ofender a su amigo o perjudicarlo, tomando demasiados informes. Sin embargo, cuando Raúl empezó su labor de clasificación para la flotilla, y concentró las gabarras y alijadores para enviarlos a Tolón, uno de los pescadores dijo al conde que su barca estaba en reparación después de un viaje hecho por cuenta de un hidalgo a quien apremiaba mucho embarcarse.

Imaginándose Athos que aquel hombre mentía para quedar libre y ganar más dinero pescando, una vez sus compañeros hubiesen partido, insistió para conseguir pormenores.

El pescador dijo entonces que unos seis días antes, y durante una noche, un hombre le había flotado su barca para trasladarse a la isla de San Honorato. Cerróse el trato, pero el hidalgo llegó con una gran caja de coche, a la que se empeñó en embarcar, pese a las dificultades que presentaba tal operación. El pescador quiso desdecirse, y amenazó, y en pago recibió una paliza furiosamente descargada por el hidalgo. El pescador acudió, refunfuñando, al síndico de sus cofrades de Antibes, los cuales administran justicia entre sí y se protegen; pero el hidalgo exhibió cierto papel, al ver el cual el síndico, haciendo una reverencia hasta el suelo, conjuró al pescador a obedecer y le echó un sermón por haberse mostrado recalcitrante.

—Entonces —prosiguió el pescador—, no tuve más remedio que partir con el cargamento.

—Bueno —replicó Athos—, pero hasta aquí nada justifica lo que habéis dicho respecto del estado de vuestra embarcación.

—A eso voy, señor. Puse la proa a la isla de San Honorato, obedeciendo a la orden del hidalgo; pero cambiando éste de parecer, se empeñó en que no podríamos pasar por el sud de la abadía.

—¿Por qué no?

—Porque frente a la torre cuadrada de los Benedictinos, hacia la punta del sur, está el banco de los “Monjes”, a flor de agua y bajo ella, paso peligroso, pero que yo lo he salvado mil veces. El hidalgo me pidió que lo desembarcara en Santa Margarita.

—¿Y qué?

—¿Y qué, señor? —exclamó el pescador con dejo provenzal—. ¿Somos o no somos marinos? ¿Conocemos el paso o sólo servimos para meternos en agua dulce? Yo me abstiné en pasar, y el hidalgo ¿qué hizo? Me echó las manos al cuello y me dijo que iba a estrangularme. Entonces mi segundo y yo empuñamos sendas hachas para vengarnos de la afrenta de la noche, pero el hidalgo tiró de su espada y la esgrimió tan aprisa, que el demonio que lo acercara a él. Yo iba a lanzarle el hacha en la cabeza, lo cual estaba en mi derecho, ¿verdad, señor?, porque un marino a bordo es rey, como un ciudadano lo es en su casa; como he dicho, iba yo a lanzarle mi hacha a la cabeza, cuando prontamente y creedme si queréis, aquella caja de carroza se abrió no sé cómo, y de ella salió una especie de fantasma, cubierta con un casco negro y una máscara negra; algo que metía espanto y nos amenazaba con el puño.

—¿Quién era? —preguntó Athos.

—El demonio, señor, porque el hidalgo, al verlo, dijo con gran alegría: «Gracias monseñor.»

—¡Es singular! —exclamó el conde mirando a Raúl.

—¿Qué hicisteis vos entonces? —preguntó Bragelonne al pescador.

—Ya comprenderéis, señor, que dos hombres como nosotros, éramos pocos contra dos hidalgos; pero ¡contra el diablo! ¡digo! Mi compañero y yo nos consultamos; pero, como si lo hubiéramos hecho, nos echamos de cabeza al agua, a siete u ochocientos pies de la costa.

—¿Y entonces?

—Entonces, señor, como soplaba el viento fresco del suroeste, la barca siguió avanzando y fue a parar a la playa de Santa margarita.

—Pero ¿y los viajeros?

—¡Bah! no os inquietéis. Y la prueba de que el uno era el demonio y protegía al otro, está en que cuando llegamos a nado adonde la barca, en vez de encontrar aquellos dos hombres desmenuzados por el choque, no encontramos nada, ni siquiera la carroza.

—¡Es extraño! ¡Es extraño! —repitió el conde—. ¿Y qué hicisteis luego, amigo mío?

—¿Qué hice? Me quejé al gobernador de Santa margarita, que se llevó el dedo a la boca y me dijo que como yo fuese otra vez a él con semejantes cuentos, me haría azotar.

—¿El gobernador?

—Sí, señor; y mi barca hecha astillas, pues dejó toda la proa en el cabo de Santa Margarita, y el carpintero me pide ciento veinte libras para reparar la avería.

—Bueno —repuso Bragelonne—, quedáis eximido de servicio. Podéis marcharos.

—¿Vamos a Santa Margarita, Raúl? —preguntó luego Athos.

—Sí, señor; porque hay que poner algo en claro, y de seguro el hidalgo es D'Artagnan; en su modo de obrar le conozco.

Aquel mismo día, Athos y su hijo partieron para Santa Margacita a bordo de un quechemarín que por orden de ellos vino de Tolón.

La impresión que sintieron al desembarcar fue muy agradable. La isla estaba llena de flores y frutas. Los naranjos y los granados doblaban sus ramas bajo el peso de los frutos; y toda la parte cultivada servía de jardín al gobernador.

La isla estaba deshabitada. Tenía una ensenada donde podían refugiarse pequeñas embarcaciones, y donde iban los contrabandistas a depositar sus mercancías, lo que el gobernador les permitía, con tal que no azasen, ni tocasen las plantas.

Así es que la guarnición de la isla sólo se componía de ocho hombres que guardaban una fortaleza con doce cañones enmohecidos. La fortaleza tenía un profundo foso y tres torrecillas unidas entre sí por terraplenes.

Cuando Athos y Raúl llegaron a la isla de Santa Margarita, era el mediodía. Siguieron la tapia del vergel, bajo un sol abrasador. Todo era calma y silencio, todo dormía pesadamente; como el mar tranquilo, las hojas de los árboles inclinadas e inmóviles, sostenían una quietud sofocante, y hasta los insectos dormían en sus cuevas.

Los viajeros no encontraron a nadie que pudiera conducirles ante el gobernador. Sólo Athos vio cruzar un soldado por los terraplenes, llevando una cesta, y volviendo sin ella.

De pronto Athos oyó que le llamaban, y al levantar la cabeza vio en el vano de una ventana enrejada, algo blanco, como una mano que se movía, un no sé qué deslumbrador, como un arma herida por los rayos del sol, y antes que pudiese enterarme, llamó su atención desde la torre al suelo una ráfaga luminosa y un golpe seco en el foso. El objeto que produjo la ráfaga luminosa y el golpe, era una fuente de plata, que rodó hasta la candente arena, adonde fue Raúl a recogerla.

La mano que lanzó la fuente de plata hizo una seña a los dos hidalgos y desapareció. Entonces Raúl y Athos miraron con atención la fuente cubierta de polvo, y en el fondo de ella descubrieron unos caracteres trazados con la punta de un cuchillo y que decían: «Soy hermano del rey de Francia. Preso hoy, mañana estaré loco. Caballeros franceses y cristianos, rogad a Dios por el alma y la razón del hijo de vuestros señores.» A Athos se le cayó de las manos la fuente, mientras Raúl se esforzaba en descifrar el sentido misterioso de aquellas lúgubres palabras.

En aquel mismo instante y de lo alto de la torre partió un grito. Raúl, veloz como el rayo, bajó la cabeza y obligó a su padre a que hiciese lo mismo. En la cresta de la muralla acababa de relucir el cañón de un mosquete, del cual partió una blanca humareda, y a seis pulgadas de los hidalgos vino a aplastarse una bala contra una piedra. Tras el primer mosquete apareció otro que también apuntó.

—¡Voto al diablo! —gritó Athos—. ¿Se asesina a la gente aquí? ¡Bajad, cobardes!

—¡Bajad! —repitió Bragelonne amenazando con el puño a los del castillo.

El que iba a disparar el segundo mosquetazo, respondió a las voces del conde y Raúl con otras de sorpresa, y como su compañero se disponía a continuar el ataque y tomó el mosquete cargado, el que acababa de gritar levantó el arma, y el tiro fue al aire.

Athos y Raúl, al ver que los que les atacaron desaparecían de la plataforma, creyeron que bajaban para atacarles de frente, y aguardaron a pie firme.

Apenas transcurridos cinco minutos, sonó un tambor llamando a los ocho soldados de la guarnición, que se vinieron al otro lado del foso con mosquetes, al mando de un oficial en quien Raúl conoció al que había disparado el primer mosquetazo. Aquel oficial ordenó a sus soldados que preparasen las armas.

—¡Nos van a fusilar! —exclamó Bragelonne—. A lo menos desenvainemos y saltemos al foso, y mucho será que cada uno de nosotros no matemos a uno cuando hayan descargado.

Ya Raúl, añadiendo la acción al dicho, iba a saltar, seguido de Athos, cuando a sus espaldas resonó una voz conocida que llamó:

—¡Athos! ¡Raúl!

—¡D'Artagnan! —respondieron los dos hidalgos.

—¡Mil rayos! ¡Abajo las armas! —gritó el capitán a los soldados—. Ya estaba yo seguro de lo que decía.

Los soldados bajaron sus mosquetes.

—Pero —preguntó Athos—, ¿sin avisar nos fusilan?

—Era yo quien iba a fusilaros —replicó D'Artagnan—, y si el gobernador no hubiera hecho blanco, lo hubiera hecho yo, amigos míos. Es una suerte que yo haya tomado la costumbre de apuntar con toda clama, en vez de hacerlo instintivamente. Al apuntaros me ha parecido conoceros, y ¡qué dicha, amigos míos!

—¡Cómo! —exclamó el conde—, ¿el que ha disparado contra nosotros es el gobernador de la fortaleza?

—En persona.

—¿Por qué ha disparado? ¿Qué le hemos hecho?

—¡Voto al diablo! Habéis recogido lo que os ha tirado el preso.

—Es verdad.

—El preso ha escrito algo en la fuente, ¿no es cierto?

—Sí.

—Me lo temí —repuso D'Artagnan dando muestras de la mayor inquietud y apoderándose de la fuente para leer lo que en ella había escrito; y, palideciendo lanzó una exclamación de angustia y añadió—: ¡Silencio! Aquí está el gobernador.

—¿Qué va a hacernos? —repuso Bragelonne.

—Callaos, por Dios —dijo D'Artagnan—. Si sospechan que sabéis leer, habéis comprendido, por más que yo os quiera con toda mi alma y me haga matar por vosotros…

—¿Qué? —preguntaron a una Athos y Raúl.

—No os salvaré de un encierro perpetuo por mucho que logre salvaros de la muerte. Repito, pues, ¡silencio!

El gobernador atravesó el foso por medio de un puentecillo de tablas, y preguntó a D'Artagnan:

—¿Qué os detiene?

—Sois españoles y no comprendéis pizca de francés —dijo el gascón en voz baja a sus amigos. Y volviéndose hacia el gobernador, añadió en voz alta—: ¿No os lo dije? Estos caballeros son dos capitanes españoles a quienes conocí en Ipres el año pasado… No entienden el francés.

—¡Ah! —repuso con atención el gobernador e intentando leer los caracteres de la fuente de plata. Y al ver que D'Artagnan se la quitaba para borrarlos con la punto de su espada, exclamó—: ¿Qué hacéis? ¿Conque yo no puedo leer?…

—Es un secreto de Estado —dijo el mosquetero—; y como sabéis que por orden del rey está condenado a muerte el que lo sepa, no hallo reparo en que leáis lo que dice la bandeja, pero inmediatamente después os hago fusilar.

Mientras D'Artagnan profería, entre formal e irónico, aquel apóstrofe, Athos y Raúl guardaban el más impasible silencio.

—Es imposible que esos caballeros no comprendan a lo menos algunas palabras —repuso el gobernador.

—¡Bah! Aunque comprendiesen lo que uno habla, no leerían ningún escrito, ni siquiera en castellano. Un noble español no debe saber leer.

—Invitad a esos caballeros a que vengan al fuerte —dijo el gobernador, que si bien tuvo que contentarse con las explicaciones del gascón, era tenaz.

—Muy bien; yo mismo iba a proponéroslo —replicó D'Artagnan.

Lo cierto es que el capitán de mosqueteros hubiera querido ver a sus amigos a cien leguas de distancia. Así, pues, se volvió hacia los dos hidalgos, y en castellano les invitó al entrar en la fortaleza.

Prisionero y carceleros

Una vez en el fuerte, y mientras el gobernador hacía algunos preparativos para recibir a sus huéspedes:

—Vamos —dijo Athos—, explicaos ahora que estamos solos.

—Es muy sencillo —respondió el mosquetero—. He conducido aquí un preso a quien por orden del rey nadie puede ver. Al llegar vosotros, el preso os ha arrojado algo al través de los barrotes de su ventana, algo que yo he visto caer mientras estaba comiendo con el gobernador, y que Raúl ha recogido. Y como no necesito mucho tiempo para comprender, he comprendido que estabais en inteligencia con el preso. Entonces…

—Habéis ordenado que nos fusilaran —interrumpió Athos.

—Lo confieso; pero si he sido yo quien primero he empuñado un mosquete, por fortuna he sido el último en apuntaros.

—Si me hubierais matado, hubiera tenido el honor de morir por la casa real de Francia; y es honra insigne morir por vuestra mano, siendo, como sois, su más leal y noble defensor.

—¿Qué diablos estáis diciendo de la casa real? —repuso D'Artagnan—. ¡Qué! un hombre como vos, discreto y avisado, ¿da crédito al las locuras que escribe un insensato?

—Sí.

—Y con mayor razón, mi querido caballero —dijo Raúl—, cuando tenéis orden de matar a quien las crea.

—Porque cuanto más absurda es una calumnia —replicó el gascón—, más probabilidades tiene de popularizarse.

—No, D'Artagnan —repuso en voz baja Athos—, sino porque el rey no quiere que el secreto de su familia transpire entre el pueblo y cubra de infamia a los verdugos del hijo de Luis XIII.

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