El huevo del cuco (54 page)

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Authors: Clifford Stoll

Tags: #Historico, #Policiaco, #Relato

Por otra parte, nuestras redes parecen haberse convertido en objetivos (y canales) del espionaje internacional. Lo que me hace pensar en ¿qué haría si fuera agente del servicio de inteligencia? Para recoger información secreta puede que formara a un agente para que hablara un idioma extranjero, lo mandara a un país lejano, le suministrara dinero para sobornos y me preocupara por si lo capturaban, o le ofrecían información falsa.

O podría contratar a un informático poco honrado. Este tipo de espía no tiene por qué salir nunca de su propio país. No se corre el riesgo de un incidente internacional comprometido. Y, además, sale barato: basta con unos pocos ordenadores pequeños y algunas conexiones a la red. De ese modo la información es fresca, procede directamente del sistema de procesamiento.

Hoy sólo existe un país que no está conectado por teléfono al resto del mundo: Albania. ¿Qué significa esto para el futuro del espionaje?

¡Diablos! ¿En qué estoy pensando? No soy un espía, soy sólo un astrónomo, alejado desde hace demasiado tiempo de la ciencia.

Cuando apagué los monitores y retiré los cables, me di cuenta de que, durante un año, había estado atrapado en un laberinto. Creí que tendía trampas, cuando en realidad yo fui siempre el atrapado. Mientras el hacker investigaba los ordenadores militares, yo exploraba distintas comunidades, en las redes y en el gobierno. Este viaje condujo al hacker a treinta o cuarenta ordenadores, y a mí, a una docena de organizaciones.

Mi propósito había cambiado. Creí que perseguía a un hacker. Imaginaba que mi trabajo no tenía nada que ver con mi casa o mi país...; después de lodo, me limitaba a cumplir con mi obligación profesional.

Ahora, con los ordenadores seguros y las brechas reparadas, me fui a mi casa en bicicleta, cogí unas fresas y preparé unos batidos de leche para Martha y para Claudia.

Los cucos pondrán sus huevos en otros nidos. Yo regreso a la astronomía.

Epilogo

Al tiempo que intentaba desesperadamente atar los últimos cabos sobre la persecución del hacker, progresaba también el plan de nuestra boda. Fue una época muy ajetreada, durante la que maldecía mi trabajo (y a Hess) por el trastorno que suponía en mi vida doméstica. Nuestra boda estaba prevista para fin de mayo, por lo que las revelaciones de abril fueron particularmente perturbadoras, obligando a Martha a ocuparse de gran parte de los preparativos.

Sin embargo estaba firmemente decidida a que la boda fuera fiel a nuestra forma de ser. Imprimimos serigráficamente nuestras propias invitaciones, en nuestro nombre y en el de nuestras respectivas familias. Como era de suponer, se nos corrió un poco la tinta y en la mitad de las invitaciones aparecían nuestras huellas dactilares, pero así son las cosas hechas en casa.

¿Martha ataviada con un vestido blanco y un velo, y yo de esmoquin? Absurdo. ¿Y Laurie vestida de dama de honor? Nadie había logrado, en modo alguno, que Laurie se pusiera jamás un vestido. De algún modo nos las arreglamos. Laurie vistió pantalón blanco de algodón y una chaqueta sastre, Martha se confeccionó un sencillo vestido amarillo claro y yo cosí mi propia camisa de algodón. (Intentad confeccionar alguna vez una camisa. Aprenderéis a respetar a los sastres, especialmente después de coser los puños al revés.)

Llovió el día de la boda y no había dónde refugiarse en el jardín de las rosas. El cuarteto de cuerda de Claudia desplegó un hule para proteger los violines del chaparrón. Mi hermana Jeannie se presentó, después de su última clase en la academia de guerra de la armada y entabló inmediatamente una discusión política con Laurie. Evidentemente, después de la ceremonia, desaparecimos en coche, para dirigirnos a una remota posada junto al océano.

Fue maravilloso a pesar de todo. Que cada uno diga lo que quiera sobre el matrimonio, pero aquél fue el día más feliz de mi vida.

Claro que podía haber seguido viviendo con Martha sin comprometerme nunca más allá del próximo alquiler. Había vivido de aquel modo con otras personas, afirmando que nos amábamos, pero siempre dispuestos a partir peras si se complicaban las cosas. Engalanábamos nuestra actitud con palabras de apertura y de libertad de las convenciones opresivas, pero para mí no era más que un pretexto. La verdad era que nunca me había atrevido a entregarme plenamente a otra persona, comprometiéndome a que nuestra relación funcionara ante cualquier circunstancia. Pero ahora había encontrado a alguien a quien amaba y en quien confiaba lo suficiente para reunir mi valor y apoyarla, no sólo ahora sino para siempre.

Sin embargo, la felicidad doméstica no soluciona todos los problemas; todavía tenía que decidir lo que haría a continuación. Con Hess desenmascarado, podía volver a la astronomía, o por lo menos a la informática. No sería como perseguir un círculo internacional de espías, pero hay muchos campos por investigar. Lo mejor de ello es no saber adonde le conducirá a uno la ciencia.

Ya no era lo mismo. Los informáticos consideraban que había perdido el tiempo, durante los dos últimos años, relacionándome con espías. A los espías no les era de gran utilidad: ¿quién necesita a un astrónomo? Y los astrónomos sabían que había pasado dos años alejado de la astronomía. ¿Qué dirección podía tomar?

Martha había aprobado los exámenes de fin de carrera y trabajaba para un juez al otro lado de la bahía, en San Francisco. Le encantaba el trabajo, tomando notas en los juicios, investigando precedentes y ayudando a tomar decisiones escritas. Era como hacer un doctorado en leyes.

Le salió otro empleo semejante en Boston, a partir de agosto de 1988, de cuyas posibilidades me habló mientras tomábamos unos batidos de leche y fresa.

—Trabajaría para la audiencia de Boston. Es un cargo más académico; sin juicios, sólo apelaciones. Puede ser divertido.

—¿Y las alternativas?

—Podría volver a la facultad y acabar mi licenciatura en jurisprudencia. Supondría unos cuantos años de estudio.

Siempre dispuesta a estudiar.

¿Abandonaría Berkeley para ir con ella a Massachusetts?

La decisión era simple: la seguiría al fin del mundo. Si ella iba a Boston, yo encontraría algún trabajo en aquella zona. Por suerte, el centro de astrofísica del Harvard Smithsonian buscaba a un experto en astronomía e informática para que se ocupara de la base de datos de la astronomía de rayos X.

Era tan capaz como cualquiera de manejar una base de datos y no les importaba el tiempo que había pasado alejado de la astronomía. Además, como buenos astrónomos, ya estaban acostumbrados a que la gente llegara tarde y durmiera bajo la mesa.

No fue fácil abandonar Berkeley (las fresas, los vendedores ambulantes, el sol radiante), pero firmamos un pacto de no agresión con nuestros coinquilinos, que nos permitiera visitarlos en cualquier momento sin que nos obligaran a lavar los platos. A cambio, podrían alojarse con nosotros en Massachusetts siempre y cuando nos trajeran algunos kiwis californianos.

Lo más difícil fue separarse de Claudia. Me había acostumbrado a la música de Mozart que ensayaba a altas horas de la noche (¡nada que ver con los conciertos de Grateful Dead en Berkeley!). Todavía no se había decidido por ningún compañero fijo, aunque la rondaban varios músicos prometedores cuando nos marchamos. ¿El último chismorreo? Hay un apuesto director de orquesta que está auténticamente perdido por ella...

De modo que en agosto de 1988 empaquetamos un par de maletas, para pasar un año en Massachusetts.

Desarraigarse de un lugar, para ir a la costa este, tenía ciertas ventajas. Cambió mi dirección informática..., afortunadamente, puesto que varios hackers habían intentado infiltrarse en la misma, desde la publicación de mi artículo. Un par de ellos habían llegado a amenazarme y era preferible no ofrecerles un blanco inmóvil. Asimismo, varias agencias de tres siglas dejaron de llamarme, para pedirme consejos, opiniones y rumores. Aquí, en Cambridge, podía concentrarme en la astronomía y olvidarme de la seguridad informática y de los hackers.

A lo largo de los dos últimos años me había convertido en un experto en seguridad informática, pero no había aprendido nada sobre astronomía. Peor todavía: la física de la astronomía de rayos X me era totalmente desconocida; me había acostumbrado a la ciencia planetaria y los planetas no emanan rayos X.

¿Qué observan entonces los astrónomos de rayos X? El Sol, estrellas y quasars y galaxias en explosión.

—¿Galaxias en explosión? —pregunté a Steve Murray, mi nuevo jefe en el centro de astrofísica—. Las galaxias no hacen explosión. Están simplemente ahí, en forma de espiral.

—Veo que aprendiste tu astronomía en los años setenta —respondió Steve—. Nosotros observamos las estrellas cuando hacen explosión para convertirse en supernovas, las emanaciones de rayos X de las estrellas de neutrones, e incluso el material absorbido por los agujeros negros. Quédate con nosotros algún tiempo y te enseñaremos astronomía de verdad.

No bromeaban. En una semana estaba instalado junto a un ordenador, construyendo bases de datos sobre las observaciones de rayos X. La informática era clásica, pero la física extraordinaria. ¡Diablos! Realmente existen los agujeros negros en el centro de las galaxias. He visto los datos.

El Smithsonian Astrophysical Laboratory y el observatorio de Harvard comparten el mismo edificio. Por supuesto, todo el mundo ha oído hablar del observatorio de Harvard, pero ¿quién conoce el Smithsonian? ¿No es en Washington donde se encuentra? Sólo después de trasladarme a Cambridge, me di cuenta de que el Smithsonian tenía una importantísima sección de astronomía, el centro de astrofísica. En todo caso, poco me importaba, a condición de que el trabajo astronómico fuera de primera calidad.

Es cierto que Cambridge, Massachusetts, está en el otro extremo del país, pero desde un punto de vista cultural se encuentra muy cerca de Berkeley. Muchos hippys de los sesenta, política izquierdista, librerías y cafés. Casi todas las noches hay músicos por las calles y se oyen guitarras y mandolinas en las estaciones de metro. Y hay barrios donde las casas tienen un siglo de existencia. Circular en bicicleta por Cambridge es muy emocionante, los coches van directamente contra uno. Historia, gente rara, buena astronomía, pizzas baratas..., todos los ingredientes necesarios para vivir a gusto.

¿El matrimonio? A excepción de que Martha me prohíbe acercarme al microondas, es maravilloso.

El miércoles, 2 de noviembre de 1988, Martha y yo estuvimos leyendo una novela en voz alta y nos acostamos tarde. A eso de la medianoche, nos cubrimos con el edredón y nos quedamos dormidos.

Soñaba que flotaba por los aires, sobre la hoja de un roble, cuando sonó el teléfono. ¡Maldita sea! En la pantalla del reloj digital se leía: 2.25.

—Hola, Cliff. Soy Gene, Gene Miya, del laboratorio Ames de la NASA. No me disculpo por despertarte. Nuestros ordenadores son objeto de un ataque.

La emoción de su voz logró despertarme.

—Despierta y comprueba tu sistema —agregó Gene—. O, mejor todavía, quédate dormido y compruébalo. Pero llámame si descubres algo extraño.

Hacía diez segundos que había colgado el teléfono, cuando sonó de nuevo. En esta ocasión oí sólo un pitido, en Morse.

Me llamaba mi ordenador; reclamaba mi atención.

¡Diablos! No hay forma de esconderse. Me dirigí a mi viejo y fiable Macintosh, llamé al ordenador del observatorio y di el nombre de mi cuenta: Cliff, seguido de una contraseña que no figura en el diccionario: «robotcat».

La conexión se hacía con mucha lentitud. Al cabo de diez minutos lo dejé correr. Mi ordenador no respondía. Algo iba mal.

Aprovechando que estaba despierto, decidí averiguar lo que ocurría en la costa oeste. Puede que hubiera correspondencia electrónica para mí. Conecté, a partir de Tymnet, con el Lawrence Berkeley Laboratory; las llamadas telefónicas a larga distancia no eran para mí.

El sistema Unix de Berkeley funcionaba también con lentitud, con una lentitud frustrante, aunque sólo otra persona lo utilizaba: Darren Griffiths.

Por pantalla intercambiamos un par de notas:

Hola, Darren--Soy Cliff. Cómo te va :-)
Cliff, llámame inmediatamente por teléfono. Nos están atacando
OK O-O

0-0 significa corto y cierro. Y los símbolos :-) son el esbozo de un rostro sonriente; si uno lo mira de costado, comprobará que le sonríe.

Las dos y cuarto de la madrugada en Berkeley, son menos de medianoche en Berkeley. Darren no estaba ni mucho menos dormido.

—Hola, Darren. ¿Qué es eso de un ataque?

—Algo está consumiendo nuestro sistema, con la puesta en funcionamiento de muchos procesos, que hacen que el sistema actúe cada vez con mayor lentitud.

—¿Un hacker?

—No. Creo que es un virus, pero no estoy seguro todavía —decía lentamente Darren, mientras tecleaba—. Hace diez minutos que lo investigo y aún no lo sé.

—Al laboratorio Ames de la NASA les está ocurriendo lo mismo —le dije, recordando la llamada de Gene Miya.

—Apuesto a que el ataque procede de Arpanet. ¡Observa las conexiones en dicha red!

No podía verlas. Mientras hablaba por teléfono, mi ordenador estaba desconectado y, por consiguiente, a ciegas. Con una sola línea telefónica, podía hablar por teléfono o dejar que mi Macintosh lo hiciera con otro ordenador, pero no ambas cosas. Colgué y llamé a mi ordenador de Harvard, un PC fabricado por Sun. Lento. Algo lo estaba consumiendo.

Observé los procesos en funcionamiento (con una orden ps, como me había enseñado el hacker). Ahí estaba el virus. Pero no se limitaba a activar una o dos operaciones, sino centenares de conexiones a otros ordenadores.

Cada proceso intentaba comunicarse con algún otro ordenador. Las conexiones procedían de todos lados, algunas de los sistemas próximos a Harvard y otras de ordenadores lejanos de Arpanet.

Con la misma rapidez con que anulaba un programa, otro lo reemplazaba. Los cancelé todos al mismo tiempo y en menos de un minuto apareció otro. Al cabo de tres minutos eran ya una docena. ¡Santo cielo!

¿Qué era lo que carcomía mi ordenador?

Un virus biológico es una molécula que se infiltra en una célula y la convence para que reproduzca la molécula vírica, en lugar de las moléculas de ADN propias de la célula. Una vez duplicado, el virus sale de dicha célula para infectar otras células.

Asimismo, un virus informático es un programa que se reproduce por sí solo. Al igual que su homólogo biológico, penetra en un sistema, se duplica a sí mismo y transmite copias de sí mismo a otros sistemas.

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