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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (13 page)

—Sabe que Alejandría no es Bizancio y que la Biblioteca no es la basílica de Santa Sofía —dijo Hipatia poniendo, con un gesto encantador, un blanco dedo sobre la rugosa mano, venosa y curtida, del emir—. Puesto que tan bien conoces a los romanos, sabe que acogieron la ciencia y la literatura griegas sin ningún temor de que les ablandaran. Ellos, que no eran filósofos, supieron sacar de las elevadas especulaciones de las escuelas atenienses lo que convenía a su espíritu práctico de campesinos: la moral, la política, la jurisprudencia. Ellos, que no eran poetas, convirtieron lo que habían leído de los griegos en sentencias, máximas, fábulas, parábolas ejemplares. Ellos, que nada entendían de las abstracciones de la geometría y sólo observaban el cielo para estimar las futuras cosechas, aprendieron de Euclides, Eratóstenes y Arquímedes a hacer construcciones para irrigar la tierra, a medir la extensión de su creciente imperio para mejor administrarlo, a construir navíos y máquinas de guerra que aplastarían a los piratas y contendrían a los bárbaros del norte. Pero no perdieron por ello su esencia. Al menos durante largos siglos.

—Hipatia es muy esquemática en su exposición —dijo secamente Rhazes levantándose de la mesa—. Tal vez sea culpa de la comida y del calor de estas primeras horas de la tarde. Vayamos al frescor del peristilo.

—Rhazes tiene razón, me estaba entrando sueño —asintió Filopon levantándose apoyado en su pesado bastón pulido por los años e incrustado de oro—. Vayamos allí.

—Si queréis convencerme de que los libros en nada alterarán el valor de mis beduinos, a fe mía, estoy de acuerdo con vosotros —dijo Amr lamentando que la mano de Hipatia abandonara la suya—. No saben leer. Para ellos sólo cuentan sus monturas, su tribu, el desierto y la palabra del Profeta. Pero, según ordenó el propio Mahoma, en mi país se abren escuelas para enseñar a descifrar nuestro libro sagrado. Y uno de los temores del califa Omar es que los alumnos que se aficionen a la lectura quieran degustar los azucarados y perversos frutos de los poetas árabes. Pues por muy bárbaros que seamos, sabed que también nosotros tenemos algunos poetas, y que no emiten esos «¡boar boar!».

—El temor de tu amo es tan estúpido como feroz —declaró Rhazes—. Desde los tiempos de Moisés, toda mi gente, incluso el más modesto pastor, ha sabido leer y escribir. Sin embargo, todavía sobrevivimos, a pesar del exilio, las matanzas, las persecuciones. Gracias a los libros, a todos los libros, no hemos desaparecido como una gota de agua bajo la arena, en el gran silencio de la Historia. Si Omar quiere quemar la Biblioteca, ¡qué la queme! Y muy pronto sólo se dirá de los árabes que han sido la última horda de esos vándalos que, hace menos de un siglo, invadieron las costas de África antes de desaparecer dejando cenizas por todo recuerdo. Si destruís los libros, únicamente dos de los vuestros pasarán a la Historia, Omar y Amr, y serán recordados por el dudoso honor de haber cometido este infame crimen.

—Cierto es —intervino Filopon, que veía cómo se deterioraban las relaciones entre ambos hombres—, cierto es que la Historia es implacable. Prueba de ello es que durante mucho tiempo se acusó al gran general César de haber incendiado en el pasado la Biblioteca. Una acusación del todo injusta.

—Me parece, maestro —sugirió Rhazes—, que, puesto que Amr se compara con un general romano, Hipatia sería la persona ideal para relatarle el encuentro entre César y Cleopatra.

—Prefiero contárselo yo mismo mañana —dijo Filopon—. La guerra y la política no son temas apropiados para una joven refinada.

Te lo ruego, mi dulce Rhazes, suplicó interiormente la hermosa erudita, no estés celoso. No tengo otros medios, como simple mujer que soy, que el encanto y la seducción para convenir a Amr en nuestro aliado. Háblale a su mente, yo hablaré a su corazón. Y me propongo, sin que tú lo sepas, darle una cita para esta noche en lo alto del Faro. Un hombre del desierto no puede sino sentirse atraído por la doble profundidad del cosmos y del alma femenina.

La cabellera de Berenice
(
Intermedio nocturno
)

Bajo la columnata rematada por la estatua del dios Zeus, a doscientos codos por encima del nivel del mar, la oscuridad caía lentamente y parecía brotar de los rincones. El sonido de una flauta tremolaba en la lejanía. La mirada de azabache del conquistador de Alejandría se posó en la joven griega que se mantenía erguida ante él.

—Hermosa doncella —dijo con su voz cálida—, he acudido sin vacilar a tu misteriosa cita. Heme aquí en lo alto de esta torre, dispuesto a escuchar una de tus sabias lecciones.

—Te lo agradezco, general —dijo Hipatia juntando las puntas de un gran velo que la cubría casi por completo—. Te agradezco que hayas tenido la gentileza de escuchar mi ruego.

—A cambio —sonrió Amr—, ¿me concederás tú un favor?

—Soy tu humilde sierva —dijo Hipatia esbozando una graciosa reverencia.

—Te ruego que apartes ese velo que oculta tu belleza. Es cruel por tu parte esconder esos ojos que parecen conversar con las gacelas, esas cejas arqueadas como la luna menguante en una noche de ramadán, esas mejillas…

—General —le interrumpió la muchacha en un tono de reproche—, no te confundas. Esta invitación nocturna, hecha sin que lo sepan mi tío Filopon y Rhazes, no significa que esté dispuesta a escuchar tus galanterías, por muy agradables que sean. Hay bellezas menos efímeras que un rostro de mujer, y éstas son las que quiero mostrarte.

A pesar de todo, mientras hablaba, la muchacha había hecho resbalar con toda intención el velo que la cubría, dejando entrever su cuerpo esbelto de cintura estrecha y formas armoniosas, cubierto por una túnica. La bella alejandrina había peinado su cabellera en trenzas sujetas por cintas, y se mantenía muy tiesa poniendo de relieve su talle y su pecho sin faltar en absoluto al pudor. Pero de pronto alargó el brazo y señaló con el índice el horizonte.

—Contempla, Amr —dijo con un aire medio travieso, medio enojado, y sin darle al beduino tiempo de pronunciar un nuevo cumplido—, contempla la curva del mar mientras el día declina. Cuando te hablé de la redondez de la Tierra y de las mediciones hechas por nuestros sabios, pareciste más sensible a la música de mi voz que a la verdad de mis palabras. Contrariamente a lo que puedas creer, eso no es muy halagador para mí. Te ruego, pues, que observes con tus propios ojos la curva del mar…

—¡Sea! Escucho y miro —dijo Amr, divertido por el tono de falso enojo que había adoptado la muchacha.

—Para vosotros, los hombres del desierto —prosiguió Hipatia con seriedad—, el horizonte está ondulado por las dunas, de modo que no percibís la verdadera forma de la Tierra. Pero para los marinos, que ven cómo los barcos desaparecen detrás del horizonte, la antigua creencia en una Tierra plana no es verosímil. Por lo demás, tampoco es preciso navegar para apreciar la curva del globo. Basta con subir a un alto promontorio.

De hecho, la erudita alejandrina había dado cita al conquistador de Egipto en lo alto del célebre Faro. Amr se había hecho relatar la historia del prodigioso monumento, sin duda una de las Siete Maravillas del mundo. Muy recta, la torre se recortaba contra el cielo y durante el día era visible desde una distancia infinita. Por la noche, por muy agitado que estuviera el mar, los marinos distinguían la gran hoguera que ardía allá arriba y podían dirigirse directamente hacia el cuerno del Toro, sin verse desviados hacia Paraitonion, que estaba rodeado de peligrosos arrecifes. Mil años antes, su arquitecto, Sostratos, había inscrito su propio nombre en la piedra, pero luego lo había ocultado bajo una capa de cal para grabar encima el del monarca reinante. Sabía perfectamente que, al cabo de poco tiempo, ese nombre caería junto con el revoque y se vería aparecer el suyo. Había actuado así no para obtener la gloria durante la corta duración de su propia vida, sino para ser conocido en los siglos venideros, mientras la torre estuviera en pie y subsistiera su obra. Algo parecido, pensó Amr, a los actuales constructores del islam, cuya obra espiritual estaba destinada a inscribirse en la eternidad sólo para aclamar el nombre de Alá.

Desde lo alto del Faro, se abarcaba una inmensa perspectiva. Mirando hacia el mar, el cielo, de un azul turquesa muy puro, comenzaba a oscurecerse en el horizonte, pero las linternas del Faro no se habían encendido aún para guiar a los marinos. Ello se debía a que, después de la cita secreta que le había dado Hipatia, el general había ordenado retrasar dos horas el encendido del Faro, no sin antes haberse asegurado de que ningún navío importante era esperado en el puerto.

—El Profeta no consideró útil hablar de la forma de la Tierra —murmuró Amr, al que la belleza del crepúsculo volvía soñador.

—Tampoco Jesús o Moisés, ya lo sé, y me atrevo a afirmar que semejante olvido es muy lamentable. ¿Acaso no fue el Creador el que dio su forma al Universo, para que nuestros ojos o en su defecto nuestro entendimiento pudiesen captar toda su grandeza? Los sabios de Alejandría habían comenzado a desvelar esta grandeza, esta belleza oculta a las miradas de los ignorantes. Pero vosotros, los creyentes, nos llamáis paganos. Todo nuestro saber está desapareciendo. Por eso te suplico, Amr, que no concluyas lo que los doctores en teología, de cualquier religión que sean, comenzaron antes que tú: la destrucción sistemática de la ciencia natural. Piensa que, dos siglos antes de la fundación de la ciudad, el filósofo Anaxágoras dio ya la prueba irrefutable de la forma de la Tierra: la sombra que ella produce durante los eclipses de Luna es circular, un fenómeno inexplicable si nuestro mundo fuera plano, pero lógico si es esférico. Ahora bien, ¿qué pretenden enseñarnos hoy, tras mil años de «civilización»? Los Padres de la Iglesia cristiana han decretado que la Tierra es plana. Basilio y Cirilo de Jerusalén afirman que el mundo tiene la forma de un altar, encima del cual se levanta un universo en forma de tabernáculo. Más grave aún, Ambrosio y Agustín de Hipona reprueban cualquier conocimiento de la naturaleza. Estos pensadores, con todo y con ser hombres cultos, opinan que al disponer de la palabra de Jesucristo y de la lectura del Evangelio, ya no tenemos necesidad de curiosidad ni investigación. Al cristiano le basta creer que la causa de todos los fenómenos, sean celestiales o terrenales, visibles o invisibles, no es sino la bondad del Creador.

—¿Te atreves a dudarlo? —dijo Amr, algo sorprendido e impaciente por tan largo discurso, cuando él esperaba otros temas de conversación—. ¿Acaso no dice también nuestro Corán —prosiguió— que los siete cielos y todo lo que contienen celebran la gloria de Alá? Todo lo existente ensalza su poder. Pero vosotros, los paganos, no comprendéis esos elogios.

—Es cierto —replicó Hipatia, herida en lo más vivo— que no soy cristiana como mi tío, ni judía como Rhazes. Y no me he convertido aún a tu fe. El conocimiento del Universo por las ciencias y las artes es la única religión que practico, adornada con ciertos principios inmortales de la filosofía platónica. Mi tío Filopon me acusa a veces, para pincharme creo, de consagrarme a los ritos paganos y a los misterios órficos. Pero no soy una pagana, pues en mi particular culto a Urania, la musa de la astronomía y la geometría, así como a su hermana Euterpes, la música, va incluida la creencia de que en el espacio se encuentran las bases de la geometría divina. Cada astro ha sido colocado en su sitio, a imagen y semejanza de las lámparas que custodian la sepultura de Cristo, en Jerusalén, o la de tu Mahoma, en Medina.

Amr no respondió, sorprendido por los irrefutables argumentos de aquella hechicera demasiado hermosa. Permanecieron el uno junto al otro en silencio unos instantes, estremeciéndose un poco a pesar de la suavidad de la atmósfera. El disco rojo del sol se zambulló en el mar y comenzaron a brillar las primeras estrellas.

—Para el pueblo de Egipto, cuando Ra, el dios sol, cierra sus párpados por la noche, las tinieblas oscurecen la tierra —murmuró Hipatia.

—Pero el cielo, en cambio, entreabre su estuche infinito —añadió el beduino que, conquistado por la grandeza del espectáculo, prosiguió con un tono distinto, casi solemne—: Las estrellas me hacen pensar en racimos de oro que cuelgan del emparrado de las noches…

—Si ésos son los versos que te complace escribir en la soledad del desierto, querido Amr, son un buen homenaje a la belleza de la Creación. —La joven dejó de hablar y sonrió. Luego se volvió bruscamente hacia él, como arrancada de una breve ensoñación—. Hiparco de Nicea, el más glorioso de nuestros astrónomos, dijo que cuando unas estrellas se encienden, otras cambian de color, y otras más se apagan. Lamentablemente, seguimos ignorando la naturaleza esencial de las estrellas. Las contamos, las clasificamos por orden de magnitud, las agrupamos en forma de constelaciones. Pero, tras su fijeza aparente, los cielos cambian, una hirviente vida los anima. Por eso los poetas escribieron libros que cuentan sus leyendas.

Amr se acercó imperceptiblemente a ella.

—Me gustaría que me contases una de esas leyendas. Hipatia divisó en la penumbra el fulgor de sus ojos que estaban fijos en la lejanía.

—Mira —murmuró—, ¿ves los cinco luceros que acaban de aparecer, allí arriba, y dibujan una especie de silla?

Con su brazo desnudo, había trazado un pequeño círculo en el cielo, en dirección norte.

—Permíteme que te haga observar —respondió Amr— que esas estrellas son bien conocidas por los beduinos. Pero nosotros vemos en ellas una especie de mano que señala con el dedo las estrellas situadas delante.

Hipatia inclinó la cabeza.

—La leyenda de esas estrellas está escrita en un libro de la Biblioteca. —Tomó de pronto una entonación monocorde y levemente enfática, como si procurara recordar las palabras justas—. He ahí a Casiopea, reina de Etiopía. Se halla en las alturas junto a su marido, Cefeo. Brilla incluso cuando la luna resplandece toda la noche. Al igual que una llave que introduce sus dientes de hierro y mueve los pestillos de una doble puerta cerrada desde el interior, así están dispuestas sus estrellas. Con expresión estremecida, tiende las manos como deplorando la pérdida de su hija Andrómeda, que expía las faltas de su madre.

—¿Qué abominable falta cometió, pues, esa madre? —preguntó Amr con una pizca de burla.

—Casiopea —prosiguió Hipatia con impaciencia, como si temiera perder el hilo— había tenido la vanidad de creerse más hermosa que las Nereidas, a pesar del color negro de su piel. Las ninfas suplicaron a Neptuno, su padre, que vengara aquella afrenta. El dios de los mares envió a un monstruo que causó espantosos estragos en las costas de Siria. Para conjurar aquella plaga, Cefeo encadenó a su hija a una roca y la ofreció en sacrificio al monstruo…

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