El inquisidor (32 page)

Read El inquisidor Online

Authors: Patricio Sturlese

—No habéis bebido de la pócima. ¿Hay algo que os impida hacerlo? —me dijo, plantada frente a mí, totalmente desnuda y salpicada de semen allá donde uno mirase.

—No, no hay nada que me lo impida. No es el momento ni el lugar adecuado —le respondí mientras recorría su cuerpo con la vista.

La bruja me miró incitante.

—¿No os parece éste un buen lugar? —dijo abriéndose la vulva.

—Podría serlo —respondí simulando que admiraba su interior rosado—. Pero no ahora.

—¿Vos sois el que pagó quince ducados por algo que no quiere probar?

—¿Os parecen quince ducados mucho dinero? —dije sonriendo.

La trampa estaba tendida.

—Lo es, sin duda lo es —afirmó la bruja.

—Eso quiere decir que no rechazaríais otros cincuenta... por probar la pócima a solas con vos —continué, y al oír mis palabras los ojos de madame Tourat brillaron de codicia.

Se acercó todavía más a mí, insinuante, y me susurró al oído:

—Creo que invertís demasiado dinero en vuestro vicios, caballero.

—No se trata de vicios, sino de comercio. Aunque soy un tratante en seda de Genova, pretendo «ampliar» mis negocios... Con vos.

—¿A qué os referís, señor...?—preguntó madame Tourat.

Estaba claro que había conseguido atraer su atención y conservarla. Mi estrategia empezaba a cobrar sus frutos.

—Angelo. Llamadme simplemente Angelo.

—Bien. Angelo. ¿Qué podéis desear de mí además de lo que ya os he ofrecido esta noche?

—Quiero que trasladéis reuniones a mi tierra como la que he presenciado. Quiero vender vuestros brebajes por toda Italia, incluso llevarlos al Imperio turco, Grecia y Tierra Santa. Seríais propietaria de una fortuna, de tierras, y tendríais protección en Genova. Disfrutaríais al ser miembro de una sociedad sin parangón, con la que obtendríais más dinero del que hubierais soñado. Y placeres seguros.

—¿Y qué proponéis? —preguntó madame Tourat, ya dispuesta a lo que fuera, sin distraer su atención de mi boca.

—Esa reunión a solas que os he solicitado. Sin invitados. Vos y yo.

—¿En qué tipo de «reunión» estáis pensando? —susurró la bruja, excitada y excitante.

Sonreí suavemente y le contesté.

—Una reunión donde pueda beber de vuestro «cuenco», madame Tourat —le repliqué mirando con descaro y lujuria su pubis.

La bruja se echó a reír.

—Será entonces un verdadero placer reunirme con vos. ¿Cuándo deseáis hacerlo?

—Mañana mismo. Por la tarde. En vuestra casa.

—De acuerdo. Veremos entonces cómo se nos dan los negocios... Por cierto, ¿pagaréis los cincuenta ducados que prometisteis?

—Seguro. Será un pequeño anticipo por vuestra brillante carrera como nueva bruja italiana.

Tal como lo habíamos acordado, al día siguiente acudí a su casa. Sin saberlo, ella había firmado su sentencia de muerte.

Capítulo 34

Me presenté puntual a la cita, como cualquiera deseoso de comenzar con buen pie un negocio prometedor que, además, tenía otros alicientes. En un principio, madame Tourat, desconfiada, miró detrás de mí para comprobar si alguien me había acompañado, temerosa de ser víctima de una encerrona. Sólo halló mi rostro complacido de estar en su presencia. No obstante, preguntó:

—Habéis venido solo, ¿verdad?

—Desde luego, madame. Como ya os dije esto es algo entre vos y yo —respondí con cierto deje galante.

Con una súbita y calculada sonrisa, la bruja, finalmente, me franqueó la puerta.

—Bien, Angelo, aquí me tenéis, profundamente intrigada y con muchas ganas de escucharos —dijo sentándose en uno de los sillones de su salón.

—Creo que ya os expliqué casi todo anoche. Vayamos ahora a los pormenores de nuestra futura empresa.

Madame Tourat se dispuso a escucharme con atención.

—Seré claro con vos. Os prometo que la mitad de las ganancias de nuestra empresa serán vuestras.

—¿Y cuál sería mi labor, Angelo?

—Organizar reuniones como la de anoche, en mansiones seguras, y elaborar pócimas, y lujuria, mucha lujuria para los clientes.

La bruja acariciaba su medallón mientras preguntaba reticente:

—¿Y qué os induce a pensar que seré más feliz en vuestra tierra y estaré mejor que aquí? ¿Qué gano marchándome a Genova?

—Tengo amigos y clientes poderosos, madame. De aquellos a quienes no les importa gastar una fortuna por una noche mágica, una noche de placer, una noche de brujería. ¿No seríais más feliz si tuvierais que contar una fortuna después de cada aquelarre?

—Suena tentador... Pero ¿y la Iglesia? ¿Y la Inquisición?

—¿Acaso los hugonotes no persiguen a las brujas? —pregunté.

—Bien cierto, Angelo, que lo hacen, mas aquí sé bien en qué agujero esconderme. En Genova no cuento ni con recursos ni con lugares para ocultarme y escapar de esos locos católicos, de esos fanáticos de la religión. ¿Qué me decís al respecto?

Ella hablaba de personas como yo.

—Permaneceréis en mi residencia, madame, no debéis preocuparos por eso. Habitaréis tras la seguridad de mis muros. Poseo una antigua fortaleza a las afueras de la ciudad. Allí no sólo podréis celebrar vuestras sesiones, sino que estaréis más segura que una reina.

—Parece que sabéis hacer buenos negocios —dijo la bruja sonriendo desconfiada—. O eso, o sois un embustero excelente.

La miré a los ojos mientras sacaba de uno de los bolsillos de mi abrigo un saquito.

—Aquí tenéis.

—¿Perdón? —balbuceó sin comprender el gesto.

—Las cincuenta monedas de oro que os prometí anoche. ¿Lo habíais olvidado?

La bruja abrió sus ojos codiciosos y en su mirada brotó un brillo que revelaba la calidad de sus pensamientos. Y cambió rápidamente de actitud. Sin lugar a dudas, y como ella ya había afirmado la noche anterior, le parecía mucho dinero.

—¿Creéis que podéis ganar este dinero aquí, haciendo hechizos para campesinos? —pregunté con aire de comerciante corrupto.

Era la primera vez que tenía que representar un papel y me estaba revelando como un excelente actor.

La bruja pareció meditar un momento y luego dijo con rotundidad:

—Trato hecho.

Había mordido el anzuelo y lo había engullido hasta el fondo de sus entrañas. Ahora debía ser taimado y sacar el mayor provecho de la situación. No había olvidado que, además de aquella siniestra mujer, mi objetivo era también el manual de conjuros que tenía en su poder y del que ella no se separaría si emprendía un viaje. Ahora mis pesquisas tenían que dirigirse hacia el libro, así que me decidí a dar un giro a la conversación.

—Sé que os voy a parecer indiscreto, y si no queréis contestarme, no lo hagáis. Realmente tengo mucha curiosidad por saber cómo elaboráis esas pócimas y de dónde proceden los conjuros que pronunciáis y que dan resultados tan sorprendentes.

—Sí que sois indiscreto. Es secreto de profesión; más aún, es mi secreto. No se lo diría ni siquiera a la Inquisición —se jactó con aire de superioridad.

No iba a tardar mucho tiempo en tragarse sus palabras.

—Estoy de acuerdo en que vuestro secreto ha de ser guardado, pero no me negaréis que tenéis un buen libro de cabecera...

Madame Tourat sonrió.

—Tengo el mejor.

Y dando por concluida la conversación y sin querer contar nada, se levantó de su asiento, sacó sus pechos del escote y caminó hacia mí, insinuante.

—Mirad mis pezones, mirad cómo se endurecen... ¿Os gustan? Mi cuerpo es el templo en el que realizo mis ofrendas a la magia y al deseo...

La bruja se detuvo muy cerca de mí, cogió una de mis manos, chupó lentamente los dedos y después los condujo al centro de su pecho carnoso.

—Sentid cómo se excita mi cuerpo, deseando que me montéis como a un animal, deseando que, como prometisteis, bebáis de mi cálido cuenco —decía sonriendo mientras frotaba mis dedos ensalivados sobre sus pezones erectos—. Vos habéis cumplido con vuestra parte; ahora, dejadme daros un adelanto de lo que recibiréis cada día por vuestro gentil ofrecimiento.

Tuve que pensar con rapidez, debía actuar con naturalidad, sin levantar sus sospechas y dilapidar todo el trabajo efectuado. Debía escapar con inteligencia de la telaraña de vicio que aquella mujer tejía a mi alrededor.

—¿Estáis lista para acompañarme a Genova? —susurré de manera entrecortada.

—Seguro... Dadlo por hecho —murmuró la bruja muy cerca de mi boca mientras se arrodillaba ante mí y buscaba en mi pantalón hasta dar con mi verga—. Me deseáis, Angelo, cómo me deseáis —dijo acariciándola y agarrándola con fuerza—. Venid a mí, tengo un sitio para vos...

No sin cierto temblor, la tomé de la muñeca para detener el movimiento de su mano e intenté continuar con mi desesperada evasiva.

—Me importa más nuestro negocio que tomaros ahora, mi querida madame Tourat. Hemos de partir esta misma tarde, no perdamos tiempo.

—No podría. Tengo que preparar a mis discípulas y recoger mis libros.

—Id a buscar todo lo que necesitéis y vayámonos cuanto antes...

Ahora sí, la bruja se detuvo y me miró sorprendida.

—Pero ¿no queréis poseerme hasta el hartazgo?

La miré con la determinación de un gladiador y le respondí con la desquiciada inmutabilidad de un dominico.

—Ahora no, ya tendremos tiempo para eso.

A pesar de la negativa, y para mi sorpresa, ella se echó a reír. Mi actitud esquiva le había dado todavía más motivos para creer que había hecho un trato serio y seguro. Hora y media más tarde, en compañía de dos discípulas y un baúl lleno de libros, estaba lista para partir hacia la tierra prometida: Genova.

Con la ayuda de Giovanni, y de un gran esfuerzo físico, reduje a las mujeres a bofetadas y conseguí atarlas de pies y manos. Mi discípulo había alquilado un carruaje mugriento para el viaje. En él metimos a las brujas y sus pertenencias. Después de viajar toda la noche llegamos a un lugar muy lejos de la Genova prometida: Aviñón. Allí nos recibió el abad Lanvaux, que sin poder creerlo, se quedó sin aliento ante la noticia: el inquisidor había regresado con las manos llenas.

—Bien, Giovanni, ¿qué recuerdas del aquelarre con aquellas jovencitas? —le pregunté a éste una vez instalados en el palacio de los Papas.

No había querido indagar sobre su funesta experiencia, tampoco había tenido tiempo, pero no era bueno posponerlo más, pues en la sala de torturas habría de enfrentarse otra vez con las brujas. Así que le llamé para que viniera conmigo a la capilla de palacio.

—Nada, mi maestro... No recuerdo nada.

Giovanni estaba tan ruborizado que parecía arder dentro de un horno en vez de congelarse en el frío glacial que hacía en la capilla.

Era evidente que mentía.

—¿Nada? ¿Quieres decir que no guardas ningún recuerdo en tu cabeza? Piensa, piensa.

Giovanni se mordió el labio inferior y negó débilmente con la cabeza.

—Si pretendes ocultármelo es que tu recuerdo es indigno. Y si no es bueno para confiármelo a mí, menos aún lo será para confiárselo a Nuestro Señor Jesucristo —le dije muy serio buscando su confesión, una confesión que era necesaria para limpiar su alma.

—Maestro... Estaba bajo los efectos del brebaje... Mis actos fueron involuntarios, me comporté como un animal... Yo no quería...

Yo lo miraba como si de un monaguillo descarriado se tratara y él se dio cuenta de que no encontraría misericordia si seguía insistiendo en mentir.

—Mientes, Giovanni —afirmé en tono seco y grave. Giovanni agachó la cabeza y rompió en llanto, y yo continué hablándole en el mismo tono—. ¿Qué me quieres decir con lágrimas que no puedas decirme con palabras?

—Vos me pedisteis que fuera, maestro —replicó el muchacho—. ¡Qué culpa tengo yo si fui el elegido por la bruja! ¡No sabéis cómo deseo que no hubiera ocurrido nunca! Lo hice porque vos me llevasteis al aquelarre, a aquella sala llena de brujas.

—Los deberes no deben ser confundidos con las debilidades. No te he preguntado por qué accediste a mi deseo, ni te he dicho nada sobre tu obediencia. Mi pregunta es cuánto gozaste con las brujas.

El joven suspiró exhausto antes de responder.

—Gocé como nunca antes, maestro —afirmó por fin Giovanni perdiendo su vista en el techo de la capilla.

Y continuó llorando.

—Bien, eso ya suena más cierto.

—¿Y ahora qué? —bufó mi discípulo sacando de sí la angustia que debía de corroerlo desde hacía días.

—Consuélate, Giovanni, has dicho la verdad y tu confesión te salvará.

—Maestro... No quise ocultaros la verdad por temor. Fue por vergüenza. No quisiera que ya no confiarais en mí.

—Giovanni, tu fe te ha salvado. Te he escogido como notario porque creo en ti. Te he escogido como discípulo porque eres como yo cuando era joven. Ahora ya no escondes nada, nada que por confesión no hayas limpiado. No ocultas nada ni a ti, ni a mí, ni a nuestro buen Maestro Jesús.

El joven cayó rendido a mis pies abrazándome las rodillas. Acaricié afectuosamente su cabello y dije con frialdad:

—Dame tu mano y reza para limpiar los pecados de tu carne.

Extraje una maciza vara de avellano de la sotana y comencé a golpearle en los dedos. Con cada golpe mi mente buscaba, desesperadamente, mi propia tranquilidad: tenía que devolver a Giovanni la pureza de alma anterior a su caída. Esa caída a la que yo, de manera involuntaria, le había conducido. A él, a mi discípulo amado, al joven en el que había depositado mis esperanzas y afectos. Aquél a quien, sobre todos los demás, habría querido proteger. El acto punitorio se prolongó hasta que su mano roja e inflada tuvo el mismo aspecto que su verga durante la orgía de Montpellier.

Capítulo 35

Madame Tourat chillaba como un cerdo en su San Martín mientras un nuevo giro de la rueda hacía que dentro de su ano se abrieran aún más los pétalos de la Pera Veneciana, un tormento que conseguía confesiones rápidas de las brujas impías.

—¡Piedad! Ya os he dicho todo lo que sé —gritó la bruja desde lo más profundo de su garganta.

—Creo recordar —le respondí con sarcasmo— que ni siquiera a la Inquisición le hablaría del libro del que obtiene sus conjuros. ¿Lo recuerda tan bien como yo?

La bruja miró hacia el suelo desde el banco de tormento y jadeó mientras pensaba. Claro que lo recordaba, como si las palabras volviesen a brotar de su boca. Tal afirmación había sido hecha en la seguridad de que jamás se encontraría con un inquisidor, mas el destino puso uno disfrazado ante su puerta. Y ahora pagaba por ello.

Other books

On the Line (Special Ops) by Montgomery, Capri
Surrounded by Death by Harbin, Mandy
Chasing the Heiress by Rachael Miles
Captive by Aishling Morgan
Policia Sideral by George H. White
Hit and Run by Allison Brennan, Laura Griffin
Evil Dreams by John Tigges