Authors: Patricio Sturlese
No dejaba de pensar que mi trabajo me gustaba, me satisfizo desde el primer día y sació mi necesidad de justicia. Me había enfrentado con el pecado en los rostros de hombres y mujeres; había extirpado la herejía de sus mentes trabajando, además, con el ejemplo. El Santo Oficio no dejaba de estar en mi sangre, de bullir en mi mente. Había sido mi vida. No era capaz de imaginar un mundo sin censura, dado al libertinaje, donde las ideas de teólogos de escaso vuelo desvirtuasen los dogmas de fe, aquellos que nos legaron nuestros Padres con gran esfuerzo, donde cualquier iluminado del vulgo se sintiera con derecho a vituperarlos con blasfemias abominables. Allí estaba yo, allí estaba Angelo DeGrasso, el Ángel Negro, el protector.
El mal es inagotable. Mi vida no.
No era sólo la destrucción de aquellos libros, cuyo contenido demoníaco y devastador, aunque parecía encajar más como punto de discusión en un seminario teológico que como prueba en un tribunal inquisitorial, yo había sentido, casi tocado a mi alrededor. No podía dejar de pensar que, cuando yo no estuviera, la Santísima Trinidad estaría en boca de marranos, de extraviados y falsos cristianos. ¿Abandonaría la gente el catolicismo para adorar de nuevo a becerros de oro? Los falsos profetas se multiplican, con ideas que parecen nuevas pero que recuerdan a las primeras herejías. ¿Cuál sería su cabeza? ¿Un nuevo Lutero, otro Calvino, quizá un Zwinglio o un Enrique VIII? ¿Volverían a afirmar que la Trinidad no existe y sustituirían este dogma de fe, conseguirían que la gente escuchase sus palabras de eruditos modernos con ideas aparentemente innovadoras, ministros falsos que serían aclamados por pronunciar palabras que nada tienen que ver con los apóstoles y su doctrina? ¿Creería la gente en un cristianismo nuevo? ¿En una Iglesia nueva? ¿En nuevas doctrinas? Puede que regresen los iconoclastas vendiendo su mercancía manida, pues como los detractores de la Trinidad, tampoco los de las imágenes son ajenos a la lucha por la ortodoxia de la Iglesia: ya vinieron y ya se fueron. Volverán los que derribaron la figura de Cristo, desgajándola del Padre, los que lo consideran o puramente humano o puramente divino. Volverán los que lo desfiguraron, haciéndolo irreconocible e incluso negando su cruz, invitando a la gente a leer los Evangelios al margen de la tradición, sin la interpretación de los apóstoles. Estos mismos pregonarán el libre albedrío y la libre interpretación de las Sagradas Escrituras y así darán lugar a tantas religiones como interpretaciones. Estos mismos anunciarán el fin del mundo para infundir temor y actuarán como siervos de Satanás al dispersar el rebaño.
Y una vida de Angelo no puede contra todo, pensé. Ni siquiera dos vidas. El mal seguirá y se propagará y persistirá como una mancha de aceite en el agua. Y yo no podré evitarlo. Porque ya no estaré.
Que el caos reinará es bien cierto, puedo verlo. Sin la Inquisición que señale cuál es el árbol verdadero del Cristianismo dentro del bosque de las falsas creencias. Hay árboles que, alimentados por el mismo sustrato que el de la Iglesia católica, han crecido torcidos al negar en todo o en parte la esencia del tronco verdadero, el único que se mantiene intacto desde los tiempos de Nuestro Salvador.
En mi paso por la Inquisición, he obrado como un verdadero soldado de Cristo, he combatido a sus enemigos y he paladeado el sabor de la victoria con el éxtasis del soldado fiel armado con la dulce doctrina de los Padres de la Iglesia. En diez años he enviado a ciento cuarenta y cuatro personas a la hoguera, todas ellas meticulosamente interrogadas y juzgadas según las ecuánimes leyes eclesiásticas, que caían cual espada sobre sus cabezas. Desde los albigenses, los cataros y los gnósticos, hasta los judíos y musulmanes, los protestantes, brujos y demonólatras, sodomitas y adúlteras, la Inquisición ha eliminado sistemáticamente la aberración del cuerpo de la Cristiandad católica. Pues todos ellos no son más que portavoces del diablo que quieren que la humanidad tropiece.
He amado y amo la Inquisición. He amado y amo la Iglesia, de la cual se alimentan cismáticos, anglicanos y protestantes.
Este pensamiento pareció sosegarme. Consiguió detener aquella loca carrera de ideas y, más tranquilo, volví a abordar mi reflexión, porque a pesar de mi amor, aquella mañana debía poner en la balanza de la justicia demasiados elementos externos a lo que yo había sido, debía emanciparme de mi labor de juez para intentar ver las cosas desde el otro lado, no como otorgador sino como merecedor de la justicia divina. Tenía que renegar de mis rutinas.
Empujado por el amor, pero no por ése que con tanta insistencia pregonamos los clérigos, sino por el amor carnal, prohibido para mí, y que una vez conocido me tenía preso en sus redes, me había entregado a Raffaella. Su medalla seguía colgando de mi pecho, irradiando calor. El amor por esa mujer era, en ese momento, mi mayor deshonor. La ruptura de mis votos me imposibilitaba moralmente para seguir juzgando a los demás. Mi tiempo en la Iglesia parecía haber terminado. Y no sólo por Raffaella sino porque otra causa tiraba ahora de mis brazos: la llamada de auxilio y la fidelidad debida al que fuera mi maestro, mi padre, Piero Del Grande. Si me hubieran colocado en el potro no me habría sentido tan dislocado y descoyuntado como, espiritualmente, me encontraba en ese momento. Por un lado, Piero Del Grande y la
Corpus Carus
; por otro, Raffaella, y por último, la Inquisición, todos tirando de mí en direcciones contrarías. Cuánto dolor...
Mi deseo de cumplir moralmente con todos ellos me estaba estrangulando y no era capaz de encontrar la salida a tanto padecimiento. Porque entregar los libros a Roma y cumplir con ella era, a la vez, encender las hogueras de los cofrades de la
Corpus
. Porque llevar a Giorgio Cario Tami ante la justicia eclesiástica era condenarlo con los mismos deshonores que a un brujo. Pero la
Corpus Carus
lo que pretendía realmente era terminar con la Inquisición... ¿Quiénes eran estos masones con hábitos católicos? La respuesta era tan fácil como dolorosa: los discípulos de mi maestro capuchino, el mismísimo Piero Del Grande. ¿Podría negar a aquél que se ocupó de mí como un padre...? Y la fidelidad... ¿Cómo iba a ser fiel a una mujer si no lo había sido ni con mi Iglesia ni con mi mentor?
No podía pensar. Estaba aturdido. Tomé el crucifijo entre mis manos, caí de rodillas y así postrado, como un creyente ante el Juez Supremo, lloré. Mi verdadero padre, aún desconocido para mí, vino a mi mente. También aquél que me cuidó como tal, Giandomenico DeGrasso, trabajador incansable que me regaló su apellido sin haberme concebido. Y allí estaba también Piero Del Grande, mi maestro, con su pasión y todo lo que esperaba de mí, su discípulo predilecto. Y Raffaella D'Alema, la joven que me entregó su corazón enfrentándose a sus padres y a los prejuicios, arriesgando su reputación. Una persona más vino a mi mente, aquella extraña mujer a la que, no sabía por qué, me sentía tan vinculado: Anastasia Iuliano. Todos eran valientes. Yo debía serlo también. Por ellos.
El camino sería tan cómodo y despejado o tan lleno de zarzas como yo deseara. Por un lado estaría el Angelo triunfante, al que todos admiraban, el magnífico e implacable Angelo. Y por otro, el Angelo que es capaz de acabar con todo sólo por un sentimiento. «El que perdiere la vida por mí, en verdad la encontrará», había dicho el Señor. Y yo estaba perdido: mi mayor necesidad era encontrarme, a mí, no al discípulo predilecto, ni al bastardo, ni al ejecutor, ni al enamorado. Tenía que elegir quién quería ser en adelante.
La misa de nuestra despedida se celebró puntualmente con la primera oscuridad del ocaso, en aquella sencilla iglesia de adobe, cuyo color se asemejaba al rubor en las mejillas de una dama. No podía competir con las exquisitas e imponentes iglesias del gótico europeo pero se veía muy hermosa con los arreglos florales que los guaraníes habían elaborado y colocado para la ocasión. Évola había proporcionado todo lo necesario al padre Killimet, incluida su excarcelación, para que pudiera celebrar la misa.
En la capilla mayor aún se apreciaban los restos de la apertura de la tumba, la lápida con los bordes claramente removidos. Estas marcas actuaban como un símbolo de la lucha de la Iglesia contra el diablo, puesto que de allí salieron los libros prohibidos, como demonios de un sepulcro blanqueado.
El padre Killimet salió de la sacristía vestido con una pesada casulla, con el cáliz y el pan ya preparados y el misal señalado con las lecturas que iba a realizar. Hizo la obligada genuflexión frente al sagrario, colocó todos los objetos de la liturgia sobre la sencilla mesa de piedra que constituía el altar mayor y, santiguándose, se dirigió a nosotros:
—
In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti
, Amen.
Inmediatamente, el jesuita se dirigió al guaraní que hacía de monaguillo:
—
Introibo ad altare Dei
.
Era la fórmula de inicio: «Yo entraré en el altar de Dios».
—
Ad Deum qui laetificat juventutem meam
—contestó aquél con esta hermosa frase: «Del Dios que alegra mi juventud», y con el acto de contrición que nos sumergió a todos en el silencio, terminó la introducción a la liturgia.
De espaldas a nosotros y frente al altar, el jesuita se preparó para iniciar la Eucaristía, el mayor de los sacramentos, la emulación de Cristo en su última cena. Preparados para revivir su entrega, su pasión y su sacrificio, tal cual Él nos enseñó, tal cual Él nos pidió que repitiéramos tomando su Cuerpo y su Sangre en las especies de pan y vino, los presentes esperábamos el inicio de la liturgia de la palabra, tres lecturas de las Sagradas Escrituras estrictamente seleccionadas para ese día en el misal, y que no serían exactamente las mismas hasta dentro de tres años. La Iglesia estaba repleta de fieles, militares en su mayoría, unos pocos religiosos y los guaraníes que vivían bajo la protección de los jesuitas. Évola me había destinado, con su excesivo respeto por el protocolo, un asiento a la derecha del altar desde el que podía observar con detenimiento los pormenores de la celebración, y los rostros de los fieles. Y a eso me dediqué mientras el jesuita leía.
El capitán Martínez estaba en la primera fila de bancos, acompañado por dos suboficiales, todos vestidos con su traje de gala. A su lado, Giulio Battista Évola parecía más pequeño de lo que era y mantenía la mirada de su único ojo perdida en el altar, incómodo porque a su lado estaba el jesuita Nuno Goncalves Dias Macedo, recién liberado por mi orden expresa. En un rincón alejado de la vista de todos los presentes y fuertemente custodiado, Giorgio Cario Tami presenciaba la ceremonia a petición propia, algo que acepté en el último momento con una sola condición: no podía negarle la asistencia a la Eucaristía, mas bajo ningún concepto podía permitirle, como acusado de herejía, que comulgara. Si lo intentaba, volvería a su celda tan rápido como pudieran arrastrarlo los soldados. La misa se llevó a cabo, pues, entre pensamientos encontrados, y acunada por mis dudas.
Enredé mis manos en el rosario y las junté para orar. No recé: hurgué en mi conciencia e intenté hablar con Cristo, deseoso de obtener la respuesta que, a pesar de mantener mi fe intacta, no podía hallar sólo.
«Señor, ¿cuál es el camino correcto? He perdido mi confianza ciega en Roma, y tengo miedo de que por culpa de aquellos que se disputan el poder dentro de nuestra Iglesia, esos libros vomiten sobre tus fieles toda su podredumbre. Si tal sucediera, sería el comienzo del fin y toda mi labor en defensa de la fe se volvería en mi contra, yo sería entonces el brazo armado del mal y no del bien. ¿Justificaría esto mi deserción?
»Señor, si vuelvo a Roma con los libros cumpliré con la misión pero entregaré como cordero para el sacrificio a un pobre hombre, un hombre bueno que lucha por una causa justa, tan justa que es capaz de afrontar la muerte con la fortaleza de un mártir. ¡Ayúdame, mi Dios! ¡Ayúdame a mirar dentro de mí!»
Detuve el curso de mi oración. Abrí los ojos y observé a los fieles. Évola me miraba fijamente mientras oraba. El celebrante iba a dar comienzo a la segunda parte de la misa, la Consagración. Tomó la patena con el pan y oró sobre él para presentárselo a Dios:
—
Suscipe, sánete Pater, omnipotens aeterne Deus, hanc immaculatam Hostiam...
Luego tomó el cáliz, echó un poco de vino, y unas gotas de agua y de vinagre:
—
Deus, qui humánete substantiae dignitatem mirabiliter condidisti, et mirabilius reformasti: da nobis per hujus aquae et vini mysterium, ejus divinitatis esse consortes, qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps, Jesús Christus, Filius tuus.
Por último, elevó el cáliz sobre su cabeza:
—
Offerimus tibí, Domine, calicem salutaris...
Pensaba en lo hermosas que sonaban aquellas palabras, las que presentaban al pan como recipiente futuro del cuerpo de Nuestro Señor, y las recité para mí —«Recibe, oh Padre Santo, omnipotente y eterno Dios, ésta que va a ser la Hostia inmaculada»—, y aquellas más extensas dedicadas al vino —«Oh Dios, que maravillosamente formaste la naturaleza humana y más maravillosamente la reformaste, haznos, por el misterio de estos agua y vino, participar de la divinidad de Aquél que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo»—, para terminar con la esperanza, la esperanza renovada del sacrificio: «Te ofrecemos, Señor, el Cáliz de Salvación». Todos habíamos muerto e íbamos a resucitar en la fe, ésa que yo necesitaba más que nunca para tomar una decisión. Cerré los ojos de nuevo y apreté con fuerza el rosario entre mis dedos: «Necesito descubrir, oh, Señor, cuál ha de ser mi camino. ¿Qué harías Tú en mi lugar? ¿Entregarías los libros y al hereje? ¿Estarías de acuerdo con echar leña al fuego en las disputas internas de la Iglesia? No he perdido la fe, Señor, mi fe permanece intacta. Sigo siendo digno de ti, sigo siendo yo, Angelo, el que te protege por encima de todas las cosas, el que obliga a arrodillarse a tus enemigos, sean quienes fueren. Tú eres mi luz y mi guía, si Tú estás a mi lado, nada temeré...»
El padre Killimet elevó el pan para la Consagración, aquélla que convertiría el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, un momento lleno de solemnidad en el que el jesuita, alzando por encima de su cabeza primero el pan y luego el cáliz, repetía las palabras de Jesús en la última cena:
—A
cápite, et mandúcate ex hoc omnes. Hoc est enim Corpus meum.