El invierno del mundo (114 page)

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Authors: Ken Follett

—Yo crecí rodeada de música clásica. A mi padre le gusta que una pequeña orquesta acompañe las cenas que organiza. —La familia de Margaret era tan rica que, en comparación con ella, Greg se sentía un pobretón. Todavía no conocía a sus padres, pero sospechaba que no aprobarían una relación con el hijo ilegítimo de un famoso mujeriego de Hollywood.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

—Nada. —Habían llegado los McHugh—. ¿Qué perfume llevas?

—Chichi de Renoir.

—Me encanta.

Los McHugh parecían felices; una pareja radiante y próspera que disfrutaba de las vacaciones. Greg se preguntaba si el motivo por el que habían llegado tarde era que habían estado haciendo el amor en la habitación del hotel.

Barney McHugh estaba sentado al lado del hombre con el traje gris de rayas. Greg notaba que la prenda era de poca calidad por la rigidez antinatural de las hombreras. El hombre no se fijó en los recién llegados. Entonces los McHugh empezaron a hacer un crucigrama; acercaban las cabezas en un gesto de intimidad mientras examinaban el periódico que sostenía Barney. Al cabo de unos minutos, apareció el director.

El concierto se inició con una obra de Saint-Saëns. Los compositores alemanes y austríacos habían perdido popularidad desde que había estallado la guerra, y los melómanos estaban descubriendo alternativas. Había un interés renovado por Sibelius.

Era probable que McHugh fuese comunista. Greg lo sabía porque J. Robert Oppenheimer se lo había confesado. Oppenheimer, un destacado físico teórico de la Universidad de California, dirigía el laboratorio de Los Álamos y era el jefe de todo el equipo científico del proyecto Manhattan. Tenía fuertes vínculos comunistas, aunque recalcaba que nunca había pertenecido al partido.

—¿Para qué quiere el ejército a todos esos rojos? —había preguntado a Greg el agente especial Bicks—. Sea lo que sea lo que quieren encontrar en la larga travesía por el desierto, ¿no hay suficientes científicos jóvenes, brillantes y de ideología conservadora en Norteamérica?

—No, no los hay —había respondido Greg—. Si los hubiera, ya los habríamos contratado.

A veces los comunistas eran más leales a su causa que a su país, y podía parecerles apropiado revelar los secretos de la investigación nuclear a la Unión Soviética. No era como pasarle información al enemigo. Los soviéticos eran aliados de Estados Unidos contra los nazis; de hecho, entre ambos países les habían plantado más cara que todos los otros aliados juntos. De todos modos, era peligroso. La información destinada a Moscú podía acabar en manos de Berlín. Además, cualquiera que dedicase más de un minuto a pensar en el orden mundial tras la guerra deduciría que Estados Unidos y la Unión Soviética no serían amigos para siempre.

El FBI creía que Oppenheimer suponía un riesgo para la seguridad y no paraba de insistirle al jefe de Greg, el general Groves, para que lo despidiera. Pero Oppenheimer era el científico más relevante de su generación y por eso el general estaba empeñado en mantenerlo en el equipo.

En un intento de demostrar su lealtad, Oppenheimer había revelado que cabía la posibilidad de que McHugh fuera comunista, y por eso Greg lo andaba siguiendo.

No obstante, el FBI tenía sus dudas.

—Oppenheimer os la está metiendo doblada —había asegurado Bicks.

—No lo creo —había replicado Greg—. Hace un año que lo conozco.

—Es un puto comunista, como su mujer, y su hermano, y su cuñada.

—Trabaja diecinueve horas al día para proveer de mejores armas a los soldados norteamericanos. ¿Qué clase de traidor haría una cosa así?

Greg esperaba que McHugh resultara ser un espía, pues así dejarían de sospechar de Oppenheimer, aumentaría la credibilidad del general Groves y, de paso, también su propio prestigio.

Se pasó toda la primera mitad del concierto observando a McHugh; no quería perderlo de vista. El físico no prestaba atención a las personas sentadas a uno ni otro lado, parecía absorto en la música y solo apartaba los ojos del escenario para lanzar miradas cariñosas a la señora McHugh, que era una típica belleza inglesa con el cutis de porcelana. ¿Estaba Oppenheimer equivocado con respecto a McHugh? ¿O había obrado con gran sutileza y lo había acusado para apartar las sospechas de sí?

Greg sabía que Bicks también lo estaba observando. Se encontraba arriba, en el primer piso. Tal vez él hubiera visto algo.

En el intermedio, Greg abandonó la sala detrás de los McHugh y se situó en la misma cola para tomar café. Ni la pareja anodina ni las dos ancianas estaban por allí cerca.

Greg se sentía frustrado. No sabía qué conclusiones sacar. ¿Eran infundadas sus sospechas? ¿O lo único inocente de los McHugh era esa particular visita a la ciudad?

Cuando Margaret y él regresaban a sus asientos, Bill Bicks se le acercó. El agente era de mediana edad, tenía un ligero sobrepeso y se estaba quedando calvo. Llevaba un traje gris pálido con manchas de sudor en las axilas.

—Tenía razón —dijo en voz baja.

—¿Cómo lo sabe?

—Fíjese en el tipo que se sienta al lado de McHugh.

—¿El del traje gris de rayas?

—Exacto. Es Nikolái Yenkov, un agregado cultural de la embajada soviética.

—¡Santo Dios! —exclamó Greg.

—¿Qué pasa? —terció Margaret, volviéndose a mirarlos.

—Nada —respondió Greg.

Bicks se alejó.

—Te llevas algo entre manos —dijo Margaret cuando tomaron asiento—. Me parece que no has oído ni un solo compás de Saint-Saëns.

—Estaba pensando en el trabajo.

—Dime que no es otra mujer y te dejaré en paz.

—No es otra mujer.

Durante la segunda parte, Greg empezó a ponerse nervioso. No había observado contacto alguno entre los McHugh y Yenkov. No hablaban, y Greg no vio que intercambiasen nada; ninguna carpeta, ningún sobre, ningún carrete de fotos.

La sinfonía tocó a su fin y el director recibió los aplausos pertinentes. El público empezó a desfilar. La caza del espía había sido un desastre.

Tras salir al vestíbulo, Margaret fue al servicio. Mientras Greg la esperaba, Bicks se le acercó.

—No he visto nada —dijo Greg.

—Yo tampoco.

—A lo mejor es pura casualidad que McHugh estuviera sentado al lado de Yenkov.

—Nada ocurre por casualidad.

—Pues igual han tenido algún tropiezo. Una contraseña errónea, por ejemplo.

Bicks negó con la cabeza.

—Seguro que se han pasado algo, solo que no lo hemos visto.

La señora McHugh también había ido al servicio y, como Greg, su marido esperaba por allí cerca. Greg lo observó desde detrás de una columna. No llevaba ningún maletín, ni ninguna gabardina donde ocultar un paquete o una carpeta. Con todo, algo no acababa de cuadrarle. ¿Qué era?

Entonces Greg cayó en la cuenta.

—¡El periódico! —exclamó.

—¿Cómo?

—Antes Barney llevaba un periódico. Estaba haciendo el crucigrama con su mujer mientras esperaban a que empezase el concierto. ¡Y ahora ya no lo tiene!

—O lo ha tirado… o se lo ha pasado a Yenkov, con algo oculto dentro.

—Yenkov y su mujer ya se han marchado.

—Es posible que aún estén en la puerta.

Bicks y Greg salieron corriendo.

Bicks se abrió paso entre la multitud que aún obstruía la salida. Greg lo siguió, pegándose a él. Una vez en la calle, miraron a ambos lados. Greg no observó rastro de Yenkov, pero Bicks tenía vista de lince.

—¡Ha cruzado la calle! —gritó.

El agregado y su anodina esposa aguardaban plantados en la acera mientras una limusina negra se acercaba poco a poco.

Yenkov llevaba un periódico doblado.

Greg y Bicks cruzaron a toda prisa.

La limusina se detuvo.

Greg era más rápido que Bicks y llegó antes a la otra acera.

Yenkov no había reparado en ellos. Abrió la puerta del coche con toda tranquilidad y se hizo atrás para dejar paso a su esposa.

Greg se arrojó sobre él, y ambos cayeron al suelo. La señora Yenkov se puso a chillar.

Greg consiguió ponerse en pie. El chófer había salido del vehículo y se disponía a rodearlo.

—¡FBI! —gritó Bicks, y alzó la placa.

Yenkov se disponía a recuperar el periódico que se le había caído de las manos. Sin embargo, Greg fue más rápido. Lo cogió, dio un paso atrás y lo abrió.

Dentro había un montón de hojas. La de encima de todo tenía un esquema que Greg reconoció de inmediato. Mostraba el funcionamiento del dispositivo de implosión de una bomba de plutonio.

—Dios mío —exclamó—. ¡Estos son los adelantos más recientes!

Yenkov se apresuró a subir al coche, cerró la puerta y accionó el seguro.

El chófer volvió a ocupar su asiento y se puso en marcha.

III

Era sábado por la noche y el piso que Daisy ocupaba en Piccadilly estaba abarrotado. Por lo menos había un centenar de invitados, pensó complacida.

Se había convertido en la representante de un grupo que prestaba servicios sociales en Londres y que dependía de la Cruz Roja estadounidense. Todos los sábados organizaba una fiesta para los soldados norteamericanos e invitaba a enfermeras del hospital de St. Bart. También acudían pilotos de la RAF. Bebían de sus ilimitadas reservas de whisky escocés y ginebra y bailaban al compás de los discos de Glenn Miller reproducidos en su gramófono. Consciente de que bien podía ser la última fiesta a la que los hombres asistieran, hacía todo lo posible por tenerlos contentos. Todo menos besarlos; de eso ya se encargaban las enfermeras.

Daisy nunca bebía alcohol en sus fiestas, tenía que estar pendiente de demasiadas cosas. No paraban de encerrarse parejas en el lavabo, y tenía que sacarlas de allí de modo que la gente pudiera utilizarlo para su fin original. Si algún importante general se emborrachaba, tenía que encargarse de que llegase a casa sano y salvo. Muchas veces se quedaba sin hielo; no había forma de que sus sirvientes británicos fueran conscientes de la gran cantidad de hielo que hacía falta para celebrar una fiesta.

Durante un tiempo, tras romper con Boy Fitzherbert, sus únicos amigos habían sido la familia Leckwith. La madre de Lloyd, Ethel, nunca la juzgaba. Aunque ahora Ethel era la respetabilidad personificada, en el pasado había cometido errores y eso hacía que se mostrase más comprensiva. Daisy seguía yendo a visitarla a Aldgate todos los miércoles por la noche, y se tomaban una taza de chocolate junto a la radio. Era su momento favorito de la semana.

Había sufrido el rechazo social dos veces, primero en Buffalo y luego en Londres, donde tuvo un momento de desánimo que la llevó a pensar que tal vez había sido por su culpa. Quizá, después de todo, esos grupos rancios de la alta sociedad, con sus estrictas normas de conducta, no eran para ella. Era una tonta por sentirse atraída por ellos.

El problema era que adoraba las fiestas, los picnics, los acontecimientos deportivos y toda clase de eventos en los que la gente se ponía elegante y lo pasaba bien.

No obstante, ahora sabía que no necesitaba a los británicos de alcurnia ni a los norteamericanos de familia adinerada para divertirse. Había creado su propio grupo social, y era mucho más emocionante que los otros. Algunas de las personas que habían dejado de dirigirle la palabra tras la ruptura con Boy ahora no cesaban de insinuarle que les gustaría asistir a una de sus famosas veladas de los sábados. Y muchos invitados acudían a su casa para soltarse el pelo tras sobrevivir con esfuerzo a una opulenta cena en la suntuosa residencia Mayfair.

La fiesta de esa noche prometía ser la mejor hasta el momento, pues Lloyd estaba de permiso.

No escondían que vivían juntos en el piso. A Daisy le daba igual lo que pensase la gente: su reputación en los círculos respetables era tan mala que no podía caer más bajo. En realidad, el apremio con que se vivía el amor en tiempos de guerra había impulsado a numerosas parejas a quebrantar las normas de forma similar. Muchas veces el servicio doméstico podía ser tan rígido como las señoronas en relación con esos aspectos, pero los empleados de Daisy la adoraban, así que Lloyd y ella no se molestaban en fingir que dormían en habitaciones separadas.

Le encantaba acostarse con él. No tenía tanta experiencia como Boy, pero lo compensaba con el entusiasmo; y estaba ansioso por aprender. Cada noche era un viaje de descubrimiento en una cama de matrimonio.

Mientras observaban a los invitados charlando y riendo, bebiendo y fumando, bailando y besuqueándose, Lloyd le sonrió.

—¿Eres feliz? —preguntó.

—Casi —respondió ella.

—¿Cómo que casi?

Ella suspiró.

—Quiero tener hijos, Lloyd, me da igual que no estemos casados. Bueno, no me da igual, claro, pero aun así quiero un bebé.

El semblante de Lloyd se ensombreció.

—Ya sabes lo que opino de la ilegitimidad.

—Sí, ya me lo has explicado. Pero quiero tener algo tuyo a mi lado, por si mueres.

—Haré todo lo posible por sobrevivir.

—Ya lo sé. —Sin embargo, si las sospechas de Daisy eran ciertas y estaba cumpliendo una misión secreta en territorio ocupado, podrían ejecutarlo, tal como hacían en Gran Bretaña con los espías alemanes. Desaparecería, y a ella no le quedaría nada—. Les pasa a millones de mujeres, ya lo sé, pero no soy capaz de imaginarme la vida sin ti. Creo que me moriría.

—Si supiera cómo hacer que Boy se divorciase de ti, lo haría.

—Bueno, no es un tema que debamos tratar en una fiesta. —Posó la vista en el otro extremo de la sala—. ¿Qué te parece? ¡Creo que tenemos aquí a Woody Dewar!

Woody lucía un uniforme de teniente. Daisy se acercó a saludarlo. Le resultaba extraño volver a verlo después de nueve años; aunque no había cambiado mucho, solo se le veía más mayor.

—Tenemos a miles de soldados norteamericanos por aquí —dijo Daisy mientras bailaban el fox-trot al ritmo de «Pennsylvania Six-Five Thousand»—. Debemos de estar a punto de invadir Francia. ¿Qué otra razón puede haber?

—Te aseguro que los mandamases no comparten los planes con los tenientes novatos —dijo Woody—. Pero a mí tampoco se me ocurre ninguna otra razón para que estemos aquí. No podemos dejar que los rusos sigan llevando todo el peso del conflicto por mucho tiempo.

—¿Cuándo crees que ocurrirá?

—Las ofensivas siempre tienen lugar en verano. A finales de mayo o principios de junio, según opina casi todo el mundo.

—¡Qué pronto!

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