El invierno del mundo (9 page)

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Authors: Ken Follett

Erik se alegró de poder salir de la habitación. Lo que estaba sucediendo ahí era algo misterioso y aterrador. Subió los escalones de tres en tres y salió disparado por la puerta principal. Correr era una de las cosas que se le daba bien.

La consulta del doctor estaba a menos de un kilómetro de su casa. Echó a correr a toda velocidad y no dejó de pensar en Ada en ningún momento. ¿Quién era el padre del bebé? Recordó que Ada había ido al cine con Paul Huber un par de veces el verano pasado. ¿Habían mantenido relaciones sexuales? ¡No había otra explicación! Erik y sus amigos hablaban mucho de sexo, pero en realidad no sabían nada sobre el tema. ¿Dónde lo habían hecho Ada y Paul? No podía ser en el cine, ¿verdad? ¿No había que tumbarse para hacerlo? Estaba desconcertado.

La consulta del doctor Rothmann se encontraba en una calle humilde. Le había oído decir a su madre que era un buen médico, pero visitaba a mucha gente de clase trabajadora que no podía pagar honorarios muy elevados. La casa del doctor tenía una sala de consulta y otra de espera en la planta baja, y la familia vivía arriba.

Frente a la casa había un Opel 4 verde, un automóvil bastante feo de dos plazas que había recibido el mote de «Rana de árbol».

La puerta delantera de la casa no estaba cerrada con llave. Erik entró, con la respiración entrecortada, y se dirigió hacia la sala de espera. Había un hombre mayor tosiendo en un rincón y una mujer joven con un bebé.

—¡Hola! —dijo Erik—. ¿Doctor Rothmann?

La mujer del doctor salió de la consulta. Hannelore Rothmann era una mujer alta y rubia, de facciones marcadas, y fulminó a Erik con la mirada.

—¿Cómo te atreves a venir a esta casa con ese uniforme? —le espetó.

Erik se quedó petrificado. Frau Rothmann no era judía, pero su esposo sí, algo que Erik, presa de la emoción, había olvidado.

—¡Nuestra criada va a tener un bebé! —le dijo.

—¿Y quieres que un médico judío te ayude?

Aquella réplica pilló completamente desprevenido a Erik. Nunca se le había pasado por la cabeza que los ataques de los nazis pudieran obligar a los judíos a plantarles cara. Pero, de repente, entendió que frau Rothmann tenía toda la razón. Los camisas pardas iban por la ciudad gritando «¡Muerte a los judíos!». ¿Por qué iba a ayudar un médico judío a ese tipo de gente?

Ahora no sabía qué hacer. Había otros doctores, claro, muchos, pero no sabía dónde tenían la consulta ni si le harían caso a un completo desconocido.

—Me ha enviado mi hermana —dijo con un hilo de voz.

—Carla tiene más sentido común que tú.

—Ada dice que ha roto aguas. —Erik no estaba muy seguro de qué significaba aquello, pero parecía algo importante.

Frau Rothmann entró de nuevo en la consulta con una mirada de asco.

El anciano del rincón se rió.

—¡Todos somos judíos hasta que necesitáis nuestra ayuda! —dijo—. Entonces decís: «Venga, por favor, doctor Rothmann» y «¿Qué consejo me da, abogado Koch?» y «Présteme cien marcos, herr Goldman» y… —En ese instante le dio otro ataque de tos.

Una chica de unos dieciséis años entró en la sala de espera. Erik creyó que debía de ser Eva, la hija de Rothmann. Hacía años que no la veía. Ahora tenía pecho, pero todavía era poco agraciada y regordeta.

—¿Te ha dado permiso tu padre para unirte a las Juventudes Hitlerianas? —le preguntó la chica.

—No lo sabe —respondió Erik.

—Oh, pues te has metido en un buen lío —dijo Eva.

Erik dirigió la mirada hacia la puerta de la consulta.

—¿Crees que tu padre me acompañará? Tu madre estaba muy enfadada conmigo.

—Claro que irá contigo. Si la gente está enferma, él la ayuda —dijo con desdén—. Él no antepone la raza ni la política. No somos nazis. —Y volvió a salir.

Erik estaba perplejo. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que el uniforme fuera a causarle tantos problemas. En la escuela a todos les había parecido fantástico.

Al cabo de un instante apareció el doctor Rothmann. Se dirigió a los dos pacientes que había en la sala de espera.

—Volveré en cuanto pueda. Lo siento, pero el bebé no puede esperar. —Miró a Erik—. Vamos, jovencito, es mejor que vengas conmigo en el coche, a pesar de ese uniforme.

Erik lo siguió y se sentó en el asiento del acompañante. Le encantaban los coches y se moría de ganas de tener la edad necesaria para conducir; por lo general le gustaba montar en cualquier tipo de vehículo, ver los diales y analizar la técnica del conductor. Pero ahora se sentía como si llamara mucho la atención, sentado junto a un doctor judío con su camisa parda. ¿Y si lo veía herr Lippmann? El trayecto fue una verdadera tortura.

Por suerte fue breve, y al cabo de unos minutos habían llegado a la casa de la familia Von Ulrich.

—¿Cómo se llama la joven? —preguntó Rothmann.

—Ada Hempel.

—Ah, sí, vino a verme la semana pasada. Es un bebé prematuro. Vamos, llévame a su habitación.

Erik lo guió por la casa. Oyó el llanto de un bebé. ¡Ya había nacido! Bajó corriendo las escaleras del sótano, seguido del doctor.

Ada estaba tumbada boca arriba. La cama estaba empapada de sangre y algo más. Carla sostenía en brazos al diminuto bebé, que estaba cubierto de babas. Algo que parecía un hilo grueso colgaba del bebé, sobre la falda de Ada. Carla estaba aterrorizada y tenía los ojos desorbitados.

—¿Qué hago? —gritó.

—Estás haciendo lo correcto —la tranquilizó el doctor—. Aguanta al bebé un minuto más. —Se sentó junto a Ada. Le auscultó el corazón, le tomó el pulso y dijo—: ¿Cómo te encuentras?

—Cansadísima —respondió ella.

Rothmann asintió con la cabeza. Se puso en pie y miró al bebé que Carla sostenía en brazos.

—Es un niño —dijo.

Erik observó al doctor con una mezcla de fascinación y repugnancia mientras este abría su maletín, sacaba un trozo de hilo y ataba dos nudos en el cordón. Mientras lo hacía le hablaba en voz baja a Carla.

—¿Por qué lloras? Lo has hecho de fábula. Tú sola has ayudado a traer al mundo a un bebé. ¡No me has necesitado! Espero que seas médico de mayor.

Carla se calmó un poco.

—Fíjese en la cabeza —le dijo al doctor Rothmann, que tuvo que inclinarse hacia delante para oírla—. Creo que le pasa algo.

—Lo sé. —El doctor agarró un par de tijeras afiladas y cortó el cordón a la altura de ambos nudos. Luego cogió al bebé desnudo y lo sostuvo en alto para analizarlo. Erik no vio nada extraño, pero el niño estaba tan rojo, arrugado y cubierto de una sustancia viscosa que resultaba difícil afirmarlo con rotundidad—. Oh, Dios —dijo el doctor al cabo de un instante.

Al observarlo con mayor detenimiento, Erik vio que algo no iba bien. El bebé tenía la cara torcida. Un lado era normal, pero el otro parecía estar hundido, y también había algo extraño en el ojo.

Rothmann le devolvió el bebé a Carla.

Ada gruñó de nuevo y pareció que hacía un gran esfuerzo.

Cuando se relajó, Rothmann deslizó la mano por debajo de su falda y sacó algo que tenía un aspecto asqueroso y parecía un pedazo de carne.

—Tráeme un periódico, Erik —le ordenó.

—¿Cuál? —Sus padres compraban los principales periódicos a diario.

—Da igual, muchacho —dijo Rothmann—. No quiero leerlo.

Erik subió corriendo las escaleras y encontró un ejemplar del día anterior de
Vossische Zeitung
. Cuando regresó, el doctor envolvió aquella cosa que parecía carne con el periódico y lo dejó en el suelo.

—Es lo que llamamos la placenta —le explicó a Carla—. Es mejor quemarla.

Entonces se sentó en el borde de la cama.

—Ada, querida, debes ser valiente —dijo—. Tu bebé está vivo, pero puede que haya sufrido algún problema. Ahora lo lavaremos, lo envolveremos para que esté calentito y luego tendremos que llevarlo al hospital.

Ada parecía asustada.

—¿Qué sucede?

—No lo sé, pero tienen que echarle un vistazo.

—¿Le pasará algo?

—Los doctores del hospital harán todo lo que buenamente puedan. Lo demás está en manos de Dios.

Erik recordó que los judíos adoraban el mismo Dios que los cristianos. Era fácil olvidar algo así.

—¿Crees que podrías levantarte e ir al hospital conmigo, Ada? Tu bebé necesita que lo amamantes.

—Estoy cansadísima —dijo de nuevo.

—Entonces descansa un par de minutos, pero no mucho más porque alguien tiene que visitarlo. Carla te ayudará a vestirte. Os esperaré arriba. Tú, ven conmigo, pequeño nazi —le dijo a Erik con una ironía exenta de mala intención.

Erik se moría de la vergüenza. La paciencia del doctor Rothmann era incluso peor que el desprecio de frau Rothmann.

—¿Doctor? —dijo Ada cuando salían por la puerta.

—Sí.

—Se llamará Kurt.

—Una excelente elección —dijo el doctor Rothmann, que salió seguido de Erik.

VI

El primer día de Lloyd Williams como ayudante de Walter von Ulrich también fue el primer día del nuevo Parlamento.

Walter y Maud luchaban a brazo partido para salvar la frágil democracia de Alemania. Lloyd compartía su desesperación, en parte porque eran buenas personas a las que había tratado en varias ocasiones a lo largo de su vida, y en parte porque temía que Gran Bretaña pudiera acabar siguiendo a Alemania y tomara también la carretera que conducía al infierno.

Las elecciones no habían resuelto nada. Los nazis habían obtenido un 44 por ciento de los votos, lo cual suponía un aumento, pero aún estaban lejos del 51 por ciento que ansiaban.

Walter todavía albergaba esperanzas.

—Ni con la intimidación masiva que han cometido —dijo, mientras se dirigían al Parlamento en coche—, han logrado obtener los votos de la mayoría de los alemanes. —Le dio un puñetazo al volante—. A pesar de todo lo que dicen, no gozan de tanto apoyo. Y cuanto más permanezcan en el gobierno, más oportunidades tendrá la gente de conocer su verdadera maldad.

Lloyd no estaba tan convencido.

—Han cerrado periódicos de la oposición, han encarcelado a diputados del Reichstag, han corrompido la policía —dijo—. Y aun así, ¿el cuarenta y cuatro por ciento de los alemanes los vota? Este dato no resulta demasiado tranquilizador.

El edificio del Reichstag había sufrido graves desperfectos por culpa del incendio y había quedado inutilizable, por lo que el Parlamento se reunía en la Ópera Kroll, al otro lado de Königsplatz. Era un edificio muy grande con tres salas de conciertos y catorce auditorios más pequeños, además de restaurantes y bares.

Cuando llegaron, se llevaron una gran sorpresa. El lugar estaba rodeado de camisas pardas. Los diputados y sus ayudantes se agolpaban en torno a las puertas, intentando entrar.

—¿Es así como piensa Hitler salirse con la suya? ¿Impidiéndonos entrar en el Reichstag? —exclamó Walter hecho una furia.

Lloyd vio que los camisas pardas bloqueaban el paso. Dejaban entrar sin preguntar nada a todos aquellos que llevaban el uniforme nazi, pero los demás debían mostrar sus credenciales. Un chico más joven que Lloyd lo miró de arriba abajo con desdén antes de dejarlo pasar a regañadientes. Era intimidación, simple y llanamente.

Lloyd se dio cuenta de que empezaba a hervirle la sangre. No soportaba que lo maltrataran de aquel modo. Sabía que podía derribar al camisa parda con un buen gancho de izquierda. Sin embargo, decidió reprimirse, se volvió y cruzó la puerta.

Después del altercado en el Teatro Popular, su madre le había examinado el bulto en forma de huevo que le había salido en la cabeza y le había ordenado que regresara a Inglaterra. Al final, había logrado convencerla de que no lo obligara a marcharse, pero había estado a punto de volver a casa.

Su madre le había dicho que no tenía sentido del peligro, pero eso no era cierto. En ocasiones sí se asustaba, pero aquel sentimiento hacía aumentar su espíritu combativo. Su instinto lo impulsaba a pasar al ataque, no a batirse en retirada. Y eso asustaba a su madre.

Por irónico que pudiera parecer, ella era igual. Tampoco pensaba volver a casa. Estaba asustada, pero también emocionada por estar en Berlín, en ese momento crucial de la historia alemana, e indignada por la violencia y la represión de las que era testigo; además, estaba convencida de que podría escribir un libro que sirviera de advertencia para los demócratas de otros países acerca de las tácticas fascistas.

—Eres peor que yo —le había dicho Lloyd, a lo que ella no pudo replicar.

En el interior, el teatro de la ópera era un hervidero de camisas pardas y hombres de las SS, muchos de ellos armados. Montaban guardia en todas las puertas y mostraban, con la mirada y los gestos, su odio y desprecio por todo aquel que no fuera partidario de los nazis.

Walter llegaba tarde a una reunión del grupo del Partido Socialdemócrata. Lloyd recorrió todo el edificio buscando la sala correcta. Echó un vistazo en la sala de debate y vio que había una esvástica gigante que colgaba del techo y dominaba el lugar.

El primer asunto que debían tratar cuando se iniciara la sesión esa tarde era la Ley de Habilitación, que permitiría que el gabinete de Hitler pudiera aprobar leyes sin el permiso del Reichstag.

La ley ofrecía un panorama lúgubre. Convertiría a Hitler en un dictador. La represión, la intimidación, la violencia, la tortura y los asesinatos que Alemania había visto en las últimas semanas se convertirían en permanentes. Era algo impensable.

Sin embargo, Lloyd no concebía que ningún Parlamento del mundo pudiera aprobar semejante ley. Sería como deponerse a uno mismo. Era un suicidio político.

Encontró a los socialdemócratas en un pequeño auditorio. La reunión ya había empezado. Lloyd acompañó a Walter deprisa y corriendo hasta la sala, y luego fue a buscar café.

Mientras esperaba en la cola, se dio cuenta de que se encontraba detrás de un hombre joven, pálido y de mirada intensa que vestía un traje de un negro fúnebre. El alemán de Lloyd era ya más fluido y coloquial, y había ganado la confianza necesaria para mantener una conversación improvisada con un desconocido. El tipo de negro era Heinrich von Kessel. Estaba haciendo lo mismo que Lloyd, trabajando como ayudante sin sueldo de su padre, Gottfried von Kessel, un diputado del Partido de Centro, que era católico.

—Mi padre conoce muy bien a Walter von Ulrich —dijo Heinrich—. Ambos fueron agregados en la embajada alemana de Londres en 1914.

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