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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (31 page)

Capítulo 26

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900

Eliza tenía razón: el nombre de «Rose» era perfecto para una princesa de un cuento de hadas, y por cierto Rose Mountrachet disfrutaba del raro privilegio de la belleza correspondiente a ese papel. Lo triste sin embargo, para la pequeña, era que los primeros once años de su vida habían sido cualquier cosa menos un cuento de hadas.

—Abre todo lo que puedas. —El doctor Matthews sacó la varilla de madera de su maletín de cuero y aplastó la lengua de Rose. Se inclinó hacia delante para examinarle la garganta, su rostro tan cerca que la niña tuvo la desagradable oportunidad de hacer una inspección recíproca de los pelos de su nariz—. Hmmm —murmuró, haciendo que sus pelos se agitaran.

Rose tosió débilmente, cuando al retirar la lengüeta le raspó la lengua.

—¿Y bien, doctor? —Su madre salió de las sombras, tamborileando los pálidos dedos contra el vestido azul oscuro.

El doctor Matthews se irguió.

—Hizo bien en llamar, lady Mountrachet. Hay, en verdad, una inflamación.

La madre suspiró.

—Eso fue lo que pensé. ¿Tiene algún preparado, doctor?

Mientras el doctor Matthews describía el tratamiento recomendable, Rose volvió la cabeza hacia un costado y cerró los ojos. Bostezó levemente. Hasta donde podía recordar, había sabido que no iba a estar mucho tiempo en este mundo.

A veces, en momentos de mayor debilidad, Rose se permitía imaginar cómo podría ser su vida si no supiera su final, si el futuro se extendiera frente a ella, indefinidamente, una larga carretera con vueltas y más vueltas que no podía anticipar. Con postes indicadores que podían incluir el debut en sociedad, un marido, hijos. Una gran casa propia con la cual impresionar a las otras damas. Porque, oh, si era sincera, cuánto deseaba una vida así.

Sin embargo, no se permitía imaginar esto con frecuencia. ¿Qué sentido tenía lamentarse? En cambio, esperaba, convalecía, trabajaba en su cuaderno de recortes. Leía, cuando podía, sobre lugares que nunca visitaría, y sobre hechos que nunca le serían de utilidad, para conversaciones que nunca mantendría. Esperando el próximo e inevitable, episodio que la llevara más cerca de El Fin, esperando que la próxima dolencia fuera un poquito más interesante que la anterior. Algo con menos dolor y mayor recompensa. Como la vez que se había tragado el dedal de mamá.

No había querido hacerlo, desde luego. Si no hubiera sido tan brillante, tan reluciente en su estuche de plata, no habría pensado en tocarlo. Pero lo era y lo cogió. ¿Qué niña de ocho años se hubiera comportado de otro modo? Había estado intentando balancearlo en la punta de la lengua, un poco como el payaso en su libro sobre el Circo Meggendorfer, el que balanceaba la pelota roja sobre su graciosa nariz puntiaguda. Ciertamente no era muy apropiado, pero ella sólo era una niña, y además, había estado realizando la prueba durante meses sin tropiezos.

El episodio con el dedal había resultado bien, después de todo. El doctor había sido llamado de inmediato, un nuevo médico joven que empezaba a ejercer en el pueblo. La revisó y auscultó e hizo lo que hacen los doctores, antes de hacer una temblorosa sugerencia respecto a una nueva herramienta de diagnóstico que podía serles de utilidad. Tomaría una fotografía que le permitiría observar dentro del estómago de Rose sin tener siquiera que levantar un escalpelo. Todos habían quedado satisfechos con la sugerencia: su padre, cuya experiencia con la cámara significó que fuera llamado para tomar la nueva fotografía; el doctor Matthews, porque fue capaz de publicar las fotos en una revista especializada llamada
Lancet
; y su madre, porque la publicación generó una oleada de excitación en sus círculos sociales.

En cuanto a Rose, el dedal fue expulsado (muy indecorosamente) unas cuarenta y ocho horas después y pudo regodearse en el conocimiento de que por fin había sido capaz de satisfacer a Padre, aunque sólo fuera brevemente. No es que él le hubiera dicho algo, ése no era su estilo, pero Rose era perspicaz cuando se trataba de reconocer los estados de ánimo de sus padres (aunque no los motivos que los originaban). Y el placer de Padre había hecho que el ánimo de Rose se elevara tan alto y liviano como uno de los suflés del cocinero.

—Con su permiso, lady Mountrachet, completaré el examen.

Rose suspiró mientras el doctor Matthews le levantaba el camisón para dejar al descubierto su estómago. Cerró los ojos con fuerza cuando los fríos dedos apretaron su piel, y pensó en su libro de recortes. Su madre había recibido una publicación de Londres con ilustraciones de lo último en moda para novias, y utilizando encajes y cintillas de su canasto de manualidades Rose estaba decorando su libro bellamente. Su novia estaba resultando espléndida: un velo de encaje belga, pequeñas semillas perladas como cenefa, flores secas para el ramo. El novio era otro tema: Rose no sabía mucho de caballeros (y tampoco quería saberlo. No sería correcto para una joven dama conocer semejantes cosas), pero a Rose le pareció que los detalles concernientes al novio tenían poca importancia, mientras la novia fuera bonita y pura.

—Todo está en orden —dijo el doctor Matthews, acomodando el camisón de Rose—. Por suerte, la infección no se ha extendido. ¿Podría sugerir, lady Mountrachet, que habláramos sobre el mejor tratamiento posible?

Rose abrió los ojos, a tiempo de ver la sonrisa aduladora que le ofrecía a su madre. Qué agotador que era, siempre insinuándose para una invitación a tomar el té, la oportunidad de conocer y tratar a los nobles del condado. Las fotos publicadas del dedal de Rose
in situ
le habían otorgado cierto caché entre la gente bien del condado, y él había sabido aprovecharlo. Mientras guardaba con cuidado su estetoscopio en su gran maletín negro, acomodándolo con sus cuidadosos dedos, el tedio de Rose se convirtió en irritación.

—¿Todavía no me voy a ir al cielo, doctor? —dijo, parpadeando con sencillez, frente a su rostro sonrojado—. Es que estoy trabajando en una página en mi libro de recortes y sería una pena dejarla sin terminar.

El doctor Matthews rió como una jovencita y miró a su madre de reojo.

—Bueno, pequeña —tartamudeó—, no hay necesidad de preocuparse por ahora. A su debido tiempo todos seremos recibidos en la mesa del Señor…

Rose observó por un momento mientras se lanzaba a sermonear sobre la vida y la muerte, antes de volver el rostro para ocultar una leve sonrisa.

La perspectiva de una muerte temprana es distinta para cada persona. En algunos otorga una madurez mucho más allá de la edad y la experiencia: la serena aceptación se traduce en una hermosa disposición y un delicado semblante. En otros, en cambio, provoca la formación de una delgada esquirla de hielo en sus corazones. Hielo que, aunque a veces está oculto, nunca termina de derretirse.

Rose, aunque hubiera querido estar entre las primeras, sabía, en lo más hondo, que estaba entre las últimas. No es que fuera desagradable, sino que había desarrollado un gran talento para mostrarse indiferente. Una habilidad para hacerse a un lado y observar situaciones sin la distracción de los sentimientos.

—Doctor Matthews —la voz de su madre interrumpió su cada vez más desesperada descripción de los querubines del cielo—, ¿por qué no baja y me espera en la sala de desayuno? Thomas le ofrecerá un té.

—Muy bien, lady Mountrachet —accedió, aliviado de que lo liberaran de la incómoda conversación. Evitó la mirada de Rose al dejar el cuarto.

—Rose —dijo su madre—, ¿qué modales son ésos?

La admonición quedó en nada por la preocupación de su madre, y supo que no sería castigada. Nunca lo era. ¿Quién iba a enojarse con una niña que aguardaba que la muerte saliera a su encuentro? Rose suspiró.

—Lo sé, mamá, y lo siento. Sólo que me siento muy mareada, y escuchar al doctor Matthews lo empeora aún más.

—Una constitución débil es una terrible cruz que cargar. —Tomó la mano de Rose—. Pero eres una joven dama, una Mountrachet, y la mala salud no es excusa para que tus modales no sean perfectos.

—Sí, mamá.

—Ahora debo ir a hablar con el doctor —dijo, acariciando con dedos fríos la mejilla de Rose—. Volveré a verte cuando Mary traiga tu bandeja.

Fue hacia la puerta, el vestido susurrando al pasar de la alfombra al suelo de madera.

—¿Mamá? —llamó Rose.

Su madre se volvió.

—¿Sí?

—Hay algo que quería preguntarte. —Rose titubeó, insegura sobre cómo proceder. Consciente de su extraña pregunta—. He visto a un niño en el jardín.

La ceja izquierda de su madre perdió por un momento la simetría.

—¿Un niño?

—Esta mañana, lo vi desde la ventana cuando Mary me pasó a mi silla. Estaba de pie junto al arbusto de rododendros hablando con Davies, un niño de aspecto travieso de cabello greñudo rojo.

Mamá apretó una mano contra la pálida piel debajo de su cuello. Exhaló aire lentamente y con calma, lo que aumentó la curiosidad de Rose.

—Lo que viste no fue un niño, Rose.

—¿Mamá?

—Era tu prima, Eliza.

Rose abrió mucho los ojos. Esto era inesperado. Sobre todo porque no podía ser así. Su madre no había tenido hermanos o hermanas, y con la muerte de Abuela, mamá, papá y Rose eran los únicos Mountrachet que quedaban.

—No tengo tal prima.

Mamá se irguió, hablando con inesperada velocidad.

—Desgraciadamente, la tienes. Su nombre es Eliza y ha venido a vivir a Blackhurst.

—¿Por cuánto tiempo?

—Indefinidamente, me temo.

—Pero mamá… —Rose se sintió más mareada que nunca. ¿Cómo podía ser ese desharrapado pilludo su
prima
?—. Su cabello… sus modales… sus ropas estaban mojadas y sucias, y estaba despeinada por el viento… —Tembló—. Tenía hojas pegadas por todas partes…

Su madre se llevó un dedo a los labios. Se volvió hacia la ventana y el oscuro bucle de su nuca se estremeció.

—No tenía adonde ir. Tu padre y yo acordamos acogerla. Un acto de caridad cristiana que ella nunca apreciará, y mucho menos merecerá, pero uno siempre debe ser visto haciendo lo correcto.

—Pero, mamá, ¿qué es lo que va a
hacer
aquí?

—Causarnos enormes molestias, estoy segura. Pero difícilmente podríamos haberla rechazado. El no haber actuado se hubiera visto como algo terrible, por lo que tenemos que hacer virtud de la necesidad. —Sus palabras tenían el eco de sentimientos filtrados por un cedazo. Ella misma pareció sentir su vacío y no dijo nada más.

—¿Mamá? —Rose tanteó con cuidado el silencio de su madre.

—¿Quieres saber qué es lo que va a hacer aquí? —Se volvió para mirar a su hija, un nuevo filo entró en su voz—. Voy a cedértela.

—¿Me la cedes?

—Como una especie de proyecto. Ella será tu protegida. Cuando estés lo suficientemente bien, serás responsable de enseñarle cómo comportarse. Es poco más que una salvaje, sin pizca de gracia o encanto. Una huérfana que tuvo escasa educación, si es que tuvo alguna, sobre cómo comportarse en sociedad. —Su madre suspiró—. Por supuesto, no me hago ilusiones y no espero que realices milagros.

—Sí, mamá.

—Ya puedes imaginar, mi niña, las influencias a las que esta huérfana ha sido expuesta viviendo en Londres, entre la terrible decadencia y el pecado.

Rose supo entonces quién debía de ser esa niña. Eliza era la hija de la hermana de papá, la misteriosa Georgiana cuyo retrato su madre había relegado al altillo, de quien nadie se atrevía a hablar.

Nadie excepto Abuela.

En los últimos meses de la anciana, cuando había regresado como una osa herida a Blackhurst y se había retirado a su cuarto de la torre para morir, había tenido momentos de lucidez en los que hablaba cada tanto sobre un par de niños llamados Linus y Georgiana.

Rose sabía que Linus era su padre, por lo que dedujo que Georgiana debía de ser su hermana. La que había desaparecido antes de nacer Rose.

Había sucedido una mañana veraniega, Rose estaba descansando en el sillón junto a la ventana de la torre mientras una tibia brisa marina le cosquilleaba la nuca. Le gustaba sentarse junto a Abuela, estudiar su perfil mientras dormía, cada respiración quizá la última, la había estado observando con curiosidad mientras las gotas de sudor surcaban la frente de la anciana.

De pronto los ojos de Abuela parpadearon y se abrieron: eran grandes y pálidos, desgastados por toda una vida de amargura. Miró a Rose por un momento pero su mirada permaneció inmune al reconocimiento y la desvió a un lado, hipnotizada, o al menos eso parecía, por el gentil movimiento de las cortinas. El primer instinto de Rose fue llamar a su madre —habían pasado horas desde la última vez que despertara—, pero justo cuando estaba a punto de hacer sonar la campana, la anciana exhaló un suspiro. Un largo y cansado suspiro, tan completo que la delgada piel se hundió en los huecos de sus huesos.

Después, como surgida de la nada, una mano consumida tomó la muñeca de Rose.

—Una niña tan hermosa —dijo, en voz tan baja que Rose tuvo que inclinarse para escucharla—. Demasiado hermosa, una maldición. Todos los jóvenes se volvían para mirarla. Él no fue una excepción, la siguió a todas partes, pensó que no lo sabíamos. Ella escapó y no regresó, ni una palabra de mi Georgiana…

Ahora bien, Rose Mountrachet era una buena niña que conocía las reglas. ¿Cómo podía ser de otra manera? Toda su vida, confinada en el lecho de enferma, había sido el blanco de las charlas de su madre sobre las normas y la naturaleza de la buena sociedad. Sabía demasiado bien que una dama jamás debe usar perlas o diamantes por la mañana; nunca debe «cortar» socialmente a alguien; jamás debe, bajo ninguna circunstancia, reunirse a solas con un caballero. Pero, lo más importante de todo, sabía que debía evitar el escándalo a cualquier precio, ése era un mal cuya mera apariencia podía dañar a una dama allí donde se encontrara. Dañar, cuando menos, su buen nombre.

Y sin embargo, la mención de su errante tía, el seductor aroma a escándalo familiar, no alteró a Rose. Por el contrario, le brindó un delicioso escalofrío por la espalda. Por primera vez en años sintió que las puntas de los dedos le ardían de excitación. Se inclinó aún más cerca, deseando que Abuela continuara, ansiosa por seguir la conversación mientras entraba en aguas desconocidas.

—¿Quién, Abuela? —preguntó Rose—. ¿Quién la siguió? ¿Con quién se escapó?

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