El jardinero fiel (50 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

Nueva Zelanda, pensó ella, y supo que había acertado. Algunas veces se olvidaba de sus conocimientos sobre los nombres y los acentos ingleses, pero esta vez no. El capitán era de Nueva Zelanda y, visto de cerca, estaba más cerca de los cincuenta que de los treinta, pero eso sólo era una suposición basada en las finas arrugas de las mejillas descarnadas y en los toques plateados de sus cortos cabellos negros. Le entregó la nota de Sarah y lo observó mientras él le volvía la espalda y leía la nota a la luz azulada del farol. Bajo aquella luz, Ghita vio una habitación limpia y con escaso mobiliario, con una tabla de planchar, unos zapatos marrones muy limpios y un camastro hecho tal como le habían enseñado a hacer a ella en el convento, con las esquinas tipo hospital, la sábana doblada sobre la manta en el embozo y luego vuelta a doblar hacia atrás para formar un triángulo equilátero.

—¿Por qué no te sientas? —preguntó él, señalando una silla de cocina. Cuando ella se dirigió hacia allí, el farol se movió detrás de ella hasta quedar colocado en el suelo, junto a la puerta del
tukul
—. Así no nos verá nadie desde fuera —explicó—. Por aquí tenemos vigilantes de
tukul
a tiempo completo. ¿Una Coca-Cola? —Le dio la bebida con el brazo estirado—. Sarah dice que eres una persona en quien se puede confiar, Ghita. Eso me basta. Tessa y Arnold no confiaron en nadie más que en ellos mismos. Y en mí, porque no tenían más remedio. Así es como me gusta trabajar a mí también. Me han dicho que has venido a una conferencia sobre Autoabastecimiento. —En realidad era una pregunta.

—El grupo de Autoabastecimiento no era más que un pretexto. Justin me escribió para pedirme que descubriera qué hacían Tessa y Arnold en Loki durante los días anteriores a la muerte de ella. Él no se cree la historia del seminario sobre la condición femenina.

—Y tiene toda la razón del mundo. ¿Llevas la carta encima?

Mi documento de identidad, pensó ella. La prueba de mi buena fe como mensajera de Justin. Le entregó la carta y lo observó mientras él se levantaba, sacaba unas austeras gafas de montura de acero y se inclinaba hacia el arco de luz del farol, manteniéndose alejado del campo de visión desde la puerta. Luego le devolvió la carta.

—Bien, pues escucha —dijo.

Pero primero encendió la radio, preocupado por alcanzar lo que, pedantemente, denominó
un nivel de sonido aceptable
.

Ghita estaba tumbada sobre su cama bajo una sola sábana. Por la noche hacía el mismo calor que durante el día. A través de la mosquitera que la rodeaba veía el rojo resplandor de la ventana con mosquitera. Había corrido las cortinas pero eran muy finas. Por delante de su ventana no dejaba de oír pasos y voces, y cada vez que pasaban sentía la necesidad de saltar de la cama y gritar: «¡Hola!». Sus pensamientos se volvieron hacia Gloria, que la había invitado a jugar un partido de tenis hacía una semana, dejándola perpleja.

—Dime, querida —le había preguntado Gloria después de vencerla de forma apabullante por seis juegos a dos en cada una de las tres mangas. Caminaban cogidas del brazo hacia el edificio del club—. ¿Estaba enamorada Tessa de Sandy o era al revés?

Al oír esto, Ghita, pese a su veneración por la verdad, mintió descaradamente en las narices de Gloria sin ruborizarse siquiera.

—Estoy completamente segura de que no había nada de eso por parte de ninguno de los dos —dijo con tono remilgado—. ¿Qué te ha hecho pensar lo contrario, Gloria?

—Nada, querida. Nada en absoluto. Sólo fue la cara que tenía Sandy en el funeral, supongo.

Y después de Gloria, Ghita volvió con el capitán McKenzie.

—A ocho kilómetros al oeste de un pueblecito llamado Mayan, hay un bóer chiflado que dirige un centro de acogida —decía el capitán en un tono de voz apenas más bajo que el de Pavarotti—. Una especie de fanático religioso.

Capítulo 18

Tenía el rostro ensombrecido, las arrugas más profundas. La luz blanquecina del extenso cielo de Saskatchewan no podía penetrar en sus sombras. La pequeña localidad, a tres horas en tren desde Winnipeg, era una ciudad perdida en medio de un campo nevado de mil quinientos kilómetros, y Justin entró en ella con paso decidido y evitando la mirada del transeúnte ocasional. El viento del Yukon o del Ártico superior que azotaba la llanura a lo largo de todo el año, helando la nieve, doblegando el trigo, abofeteando los letreros de las calles y los cables, no avivó el color de sus hundidas mejillas. El intenso frío —veinte bajo cero o más— únicamente impulsaba su dolorido cuerpo hacia adelante. En Winnipeg, antes de tomar el tren, había comprado una americana acolchada, un gorro de pelo y unos guantes. La furia en él era como una espina. Un pedazo de papel rectangular escrito a máquina descansaba en su bolsillo:
VUELVA A CASA Y CALLE O HARÁ COMPAÑÍA A SU ESPOSA.

Pero era su esposa quien le había traído hasta aquí. Ella le había desatado las manos y arrancado la capucha. Ella le había puesto de rodillas junto a la cama y ayudado, paso a paso, hasta el cuarto de baño. Animado por ella, se había puesto de pie apoyándose en la bañera, había girado el grifo de la ducha y se había lavado la cara, la pechera de la camisa y el cuello de la americana porque sabía —ella le previno— que si se desvestía ya no seria capaz de volver a vestirse. La pechera de la camisa estaba sucia y la americana cubierta de vómito, pero consiguió frotarlas hasta adecentarlas. Quería volver a la cama pero ella no le dejaba. Trató de peinarse pero los brazos no pudieron subir tan alto. Tenía una barba de veinticuatro horas, pero ahí iba a quedarse. En posición erguida, la cabeza le daba vueltas, y tuvo suerte de llegar a la cama antes de caer al suelo. Pero fue por consejo de ella por lo que, presa de un ligero y seductor desvanecimiento, se negó a descolgar el teléfono para avisar al conserje o recurrir a los conocimientos médicos de la doctora Birgit. No te fíes de nadie, le había dicho Tessa, y no lo hacía. Esperó a que su mundo se enderezara, se levantó de nuevo y haciendo eses cruzó la habitación, agradeciendo su triste tamaño.

Había dejado la gabardina sobre una silla y allí seguía. Para su sorpresa, también estaba el sobre de Birgit. Abrió el armario. La caja fuerte, encajada en la pared del fondo, tenía la puerta cerrada. Marcó la fecha de su boda, a punto de desmayarse de dolor con cada giro. La puerta se abrió de golpe y dejó al descubierto el pasaporte de Peter Atkinson, que descansaba plácidamente en su interior. Con las manos magulladas pero sin fracturas aparentes, extrajo con mimo el pasaporte y se lo guardó en el bolsillo interior de la americana. Se puso trabajosamente la gabardina y consiguió cerrar el cuello y luego la cintura. Decidido a viajar ligero de equipaje, tenía sólo una bolsa de mano que podía llevar al hombro. El dinero seguía dentro. Recogió del cuarto de baño los utensilios de afeitar, sacó de los cajones de la cómoda las camisas y la ropa interior y lo guardó todo en el la bolsa. Colocó el sobre de Birgit en lo alto y cerró la cremallera. Se llevó la correa al hombro y aulló de dolor. Su reloj marcaba las cinco de la mañana y parecía que funcionaba. Dando tumbos, alcanzó el pasillo y caminó arrimado a la pared hasta el ascensor. En el vestíbulo dos mujeres con vestidos turcos manejaban un aspirador industrial. Un portero de noche avejentado dormitaba detrás del mostrador. Justin se las apañó para dar su número de habitación y pedir la cuenta. Se las apañó para introducir una mano en el bolsillo de la cadera, apartar algunos billetes del fajo y añadir una generosa propina «por Navidad, disculpe el retraso».

—¿Le importa si me llevo uno? —preguntó con una voz que no reconocía al tiempo que señalaba un puñado de paraguas embutidos en una vasija de cerámica junto a la puerta, para uso de los porteros.

—Sírvase a su antojo —respondió el portero.

El paraguas tenía un mango de sólido fresno que le llegaba a la altura de la cadera. Con su ayuda cruzó la plaza vacía hasta la estación de tren. Cuando llegó a la escalera que conducía al amplio vestíbulo se detuvo para descansar y se sobresaltó al comprobar que el portero estaba a su lado. Había creído que era Tessa.

—¿Puede solo? —le preguntó atentamente el anciano.

—Sí.

—¿Quiere que le compre el billete? Justin se volvió y le ofreció el bolsillo.

—Zúrich —dijo—. Sencillo.

—¿Primera clase?

—Por supuesto.

Suiza era un sueño de la infancia. Cuarenta años antes sus padres le habían llevado a unas vacaciones a pie por el Engadina y se habían alojado en un hotel imponente ubicado en una lengua de bosque entre dos lagos. Nada había cambiado. Ni el parquet pulido ni el cristal ahumado ni la severa
châtelaine
que le condujo a su habitación. Recostado en el canapé del balcón, Justin contempló los mismos lagos que brillaban bajo el sol del crepúsculo, los mismos pescadores agolpados en las barcas en medio de la neblina. Los días transcurrían tranquilos, interrumpidos por visitas al balneario y el toque fúnebre del gong que le llamaba a cenas en solitario entre viejas parejas susurrantes. En una calle secundaria de chalets destartalados, un médico de cara pálida y su asistenta le vendaron las heridas. Un accidente de coche, explicó Justin. El médico frunció el entrecejo al otro lado de las gafas. Su joven ayudante rió.

Por la noche su mundo interior le reclamaba, como había hecho cada noche desde la muerte de Tessa. Sentado frente al escritorio, junto a la ventana salediza, mientras escribía tenazmente a Ham con su mano derecha herida, seguía los tormentos de Markus Lorbeer relatados por Birgit y reanudaba con tiento su tarea de amor para Ham, Justin notaba una incipiente sensación de conclusión personal. Si Lorbeer el arrepentido estaba en el desierto purgando su culpa con una dieta de algarrobas y miel silvestre, también Justin se hallaba solo con su destino. Pero estaba decidido. Y en cierto sentido, purificado. En ningún momento había imaginado que su búsqueda fuera a tener un buen final. Jamás se le había ocurrido que pudiera existir uno. Asumir la misión de Tessa —subirse al hombro su bandera y echarse encima su coraje— era para él una finalidad en sí. Ella había presenciado una injusticia monstruosa y salido a combatirla. Demasiado tarde, él también la había presenciado. La lucha de Tessa era su lucha.

Pero cuando recordaba la noche interminable de la capucha negra y olía su propio vómito, cuando examinaba las magulladuras sistemáticas de su cuerpo, las marcas ovaladas, amarillentas y moradas que le recorrían, cual notas musicales de colores, el torso, la espalda y los muslos, experimentaba otra clase de afinidad. Soy uno de vosotros. Ya no cuido las rosas mientras vosotros murmuráis con una taza de té verde. No tenéis que bajar la voz cuando me acerco. Estoy con vosotros a la mesa diciendo «sí».

El séptimo día Justin pagó la cuenta y, sin apenas decirse lo que estaba haciendo, tomó un autobús y luego un tren hasta Basilea, a ese valle legendario del Rin alto donde los gigantes de la farmacología tienen sus castillos. Y allí, desde un palacio cubierto de frescos envió un sobre grueso a Milán, a la feroz tía de Ham.

Luego Justin se puso a andar. Con dolor, pero anduvo. Primero por una pendiente adoquinada que conducía a una ciudad medieval, con sus campanarios, sus casas de comerciantes y sus estatuas a librepensadores y mártires de la represión. Y cuando hubo refrescado la memoria sobre ese legado, como a él le parecía, retrocedió hasta la margen del río y desde un parque infantil alzó una mirada casi incrédula al imparable reino de hormigón de los farmabillonarios, a sus barracones sin rostro dispuestos codo con codo contra el enemigo individual. Grúas de color naranja se fundían inquietas sobre ellos. Chimeneas blancas como minaretes mudos, algunas ajedrezadas en lo alto, otras rayadas o pintadas con colores llamativos para alertar a los aviones, vertían sus gases invisibles sobre un cielo marrón. A sus pies se extendían líneas férreas completas, zonas de enganche, parques de camiones y muelles, cada uno protegido por su propio Muro de Berlín coronado con alambre de púas y pintarrajeado con grafiti.

Empujado por una fuerza que había dejado de definir, Justin cruzó el puente y, como en un sueño, vagó por un siniestro yermo de casas desvencijadas, tiendas de segunda mano e inmigrantes de mirada hundida en bicicleta. Y poco a poco, como atraído por un imán, se halló frente a lo que parecía, en un principio, una agradable avenida de árboles. Al final había una verja ecológicamente cordial, tan devorada por las enredaderas que, a primera vista, impedía divisar las puertas de roble con sus timbres de bronce pulido y sus buzones también de bronce. Sólo cuando Justin alzó la mirada, y luego la alzó un poco más, y al final la alzó hasta alcanzar el cielo que tenía sobre su cabeza, despertó a la inmensidad de un tríptico de edificios blancos y altos unidos por pasillos voladizos. La piedra estaba impoluta, las ventanas eran de cristal cobrizo. Y por detrás de cada bloque monstruoso se elevaba una chimenea blanca, afilada como un lápiz hincado en el cielo. Y desde cada chimenea las letras KVH, doradas y dispuestas a lo largo, le hacían guiños como viejos amigos.

Ignoraba cuánto tiempo pasó allí solo, atrapado como un insecto en la base del tríptico. Unas veces sentía que las alas del edificio se cerraban para aplastarle. Otras que se precipitaban sobre él. Las rodillas le fallaron y se descubrió sentado en un banco, sobre un suelo trillado donde mujeres cautas paseaban a sus perros. Percibió un olor vago pero penetrante y durante un instante regresó al depósito de cadáveres de Nairobi. ¿Cuánto tiempo tengo que vivir aquí —se preguntó— para dejar de notar ese olor? La noche debía de estar al caer porque las ventanas cobrizas se iluminaron. Justin vislumbró el movimiento de siluetas y el parpadeo azul de ordenadores. ¿Qué hago aquí sentado?, le preguntó a ella mientras seguía mirando. ¿En qué estoy pensando, además de en ti?

Ella estaba sentada a su lado, pero por vez primera carecía de una respuesta. Estoy pensando en tu coraje, respondió él por ella. Estoy pensando que erais tú y Arnold solos contra todo esto, mientras el viejo y querido Justin se preocupaba de que a sus macizos de flores no les faltara tierra para criar tus fresias amarillas. Estoy pensando que ya no creo en mí ni en todo lo que defendía. Que hubo un tiempo en que, como la gente de ese edificio, tu Justin se enorgullecía de someterse a los juicios severos de una voluntad colectiva —que llamaba
País
o la
Doctrina del hombre razonable
o, con cierto recelo, la
Causa superior
. Hubo un tiempo en que creía que era conveniente que un hombre —o una mujer— muriera por el bien de muchos. Lo llamaba sacrificio, o deber, o necesidad. Hubo un tiempo en que podía colocarme por la noche frente al Foreign Office y contemplar sus ventanas iluminadas y pensar: buenas noches, soy yo, su humilde servidor, Justin. Soy una pieza del enorme y sabio motor, y estoy orgulloso de ello. Sirvo, luego siento. Mientras que ahora lo único que siento es: eras tú contra todos ellos y, lógicamente, ellos ganaron.

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