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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (24 page)

Me tapo los oídos por miedo a escuchar esa canción, pero el insomnio de la noche está poblado de rumores que parecen palabras susurradas en un idioma extranjero, me escondo bajo las sábanas, me tapo la cabeza con la almohada, oigo mi sangre y mi respiración, imagino que yo soy ese niño dormido al que va a picar una serpiente, que los pasos suben en mi busca y no puedo despegar los labios para llamar a mis padres, en el silencio de la calle permanece el eco de las últimas canciones que cantaron las niñas antes de retirarse a sus casas, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí. Cuando salimos de casa de mi abuela Leonor y estoy casi dormido en brazos de mi padre miro el volumen sombrío de la Casa de las Torres y su portalón cerrado y sus ventanales vacíos y pienso en el fantasma de la mujer a la que enterraron viva, y cuando subimos por la calle del Pozo en dirección al Altozano (me han tapado la boca con la bufanda de lana, y la chaqueta de mi padre y sus manos huelen a tabaco y a tierra húmeda y a hierba segada) oigo acercarse unos pasos y unos golpes de bastón que me obligan a cerrar los ojos como cuando estoy vislumbrando una pesadilla, porque sé que si los abro veré bajar por la acera a ese hombre ciego que lleva un abrigo muy grande y unas gafas negras y camina rozando las paredes con su mano extendida. Luego Félix me pide que le cuente una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra. «Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que sostienen revólveres. Le hablo a Nadia en voz baja y miro frente a nosotros el grabado del jinete y aunque sé que es imposible tengo la sensación de que lo he visto hace muchos más años de lo que yo creía, en una de las páginas con los filos requemados de aquel libro que leía mi abuelo Manuel, la misma sensación de aventura y de sueño, de lejanía y viaje hacia la oscuridad por un sendero montañoso, mi abuelo atravesando la sierra de Mágina en una noche de tormenta estremecida por los aullidos de los lobos y los relinchos de los juancaballos, Miguel Strogoff perseguido por los tártaros en el primer libro que me compraron cuando supe leer, mi padre subiendo a caballo de la huerta cuando ya están encendidas las luces y apareciendo en una esquina de la calle Fuente de las Risas. Dejo a Félix, voy corriendo hacia él, descabalga de un salto, me levanta en sus brazos, noto su barba áspera en mi cara cuando me da un beso, me alza un poco más y me sienta sobre la albarda del caballo, me da miedo y vértigo, casi me caigo, soy un inútil y él seguramente lo sabe desde que nací, me dan terror los animales, hasta las lagartijas, pero él me sostiene y me pone las riendas en la mano y entonces yo también soy un jinete y me imagino que cabalgo por una película, perseguido por los indios, diciéndole adiós a Félix con la mano, un adiós muy rápido, para no caerme al suelo.

Y es ahora, mientras le hablo a Nadia, mientras las palabras vienen a mis labios tan involuntariamente y tan sin tregua ni orden como las imágenes de un sueño, cuando surge ante mí un recuerdo intacto y perdido, no un recuerdo, sino algo más poderoso y material, la sensación de ir montado en un caballo detrás de mi padre, abrazado a su cintura, apretando, porque él me lo ha dicho, las piernas y los talones contra el lomo, sintiéndome llevado y protegido por su fortaleza, dejando atrás las últimas cuestas empedradas de Mágina y descendiendo por un camino entre trigales verde claro y jaramagos: voy con él e imagino que cabalgamos hacia una aventura leída en los libros, sé que tengo ocho o nueve años y que dentro de poco abandonaremos la casa en la Fuente de las Risas y nos iremos a vivir con mis abuelos a la plaza de San Lorenzo, he visto a mi padre quedarse absorto por las noches delante de un papel en el que traza números de manera incesante, los he oído hablar de mudanza y de tierra y de miles de duros y he sabido que algo estaba a punto de sucedemos, algo más grande que la llegada de la radio o de la hornilla de butano. Bajamos por el camino, mi padre detiene el caballo junto a una casa pequeña que tiene hundido el tejado, baja de un salto, tiende la mano hacia mí y me dice que salte, no me atrevo, noto en su cara el desagrado, me ayuda a bajar, ata el caballo al tronco de un álamo seco. La casa está en ruinas, las veredas y las acequias están borradas por la hierba, el agua verde oscuro de la alberca apenas puede verse bajo las ovas y los juncos. Más allá de las terrazas abandonadas de la huerta se extienden las olivares que bajan hasta la orilla del río y en el sol de la tarde vibra el azul puro de la Sierra. Mi padre enciende un cigarrillo, pasa su mano derecha por mi hombro, me lleva por veredas umbrías bajo las copas de las higueras donde se agita con el viento suave un escándalo de pájaros. Ahora recuerdo el modo en que pisaba aquella tierra abandonada, el entusiasmo secreto con que arrancaba una mata de mala hierba y apretaba en su mano los grumos adheridos a la raíz, en cuclillas, con el cigarro en la boca, mirándome con una sonrisa de felicidad, de pasión e inocencia que hasta entonces yo nunca había visto en sus labios y en sus ojos: tenía treinta y dos o treinta y tres años y el pelo recio y ya casi blanco acentuaba la juventud de su cara cobriza. Tal vez si no hubiera visto en el baúl de Ramiro Retratista las fotografías que le hicieron cuando yo no había nacido no podría acordarme ahora de la expresión de su cara ni entender que aquel día, al pisar la tierra que había comprado y removerla con sus manos y dejarla escurrirse entre sus dedos estaba tocando la materia misma del mejor sueño de su vida.

II Jinete en la tormenta

Puedo inventar ahora, impunemente, para mi propia ternura y nostalgia, uno o dos recuerdos falsos pero no inverosímiles, no más arbitrarios, sólo ahora lo sé, que los que de verdad me pertenecen, no porque yo los eligiera ni porque se guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino porque permanecieron sin motivo flotando sobre la gran laguna oscura de la desmemoria, como manchas de aceite, como esos residuos arrojados a la playa por el azar de las mareas con los que el náufrago debe mal que bien arreglarse para urdir en su isla un simulacro de conformidad con las cosas. Hasta ahora supuse que en la conservación de un recuerdo intervenían a medias el azar y una especie de conciencia biográfica. Poco a poco, desde que vi las fotografías innumerables de Ramiro Retratista y fui impregnándome del rostro y de la voz y de la piel y la memoria de Nadia igual que una cartulina blanca y vacía se impregna de sombras grises y luces sumergida en la cubeta del revelado, empiezo a entender que en casi todos los recuerdos comunes hay escondida una estrategia de mentira, que no eran más que arbitrarios despojos lo que yo tomé por trofeos o reliquias: que casi nada ha sido como yo creía que fue, como alguien, dentro de mí, un archivero deshonesto, un narrador paciente y oculto, embustero, asiduo, me contaba que era.

Todavía me desconcierta la extensión del olvido, la magnitud de todo lo que he ignorado no ya sobre los otros, vivos y muertos, sino sobre mí mismo, sobre mi cara y mi voz en el pasado lejano, en los días finales de la primera mitad de mi vida, cuando me creía, acobardado y temerario, en las vísperas acuciantes de un porvenir que era falso y que también se ha extinguido. Pero ahora imagino cautelosamente el privilegio de inventarme recuerdos que debiera haber poseído y que no supe adquirir o guardar, cegado por el error, por la torpeza, por la inexperiencia, por una aniquiladora voluntad de desdicha abastecida de excusas y hasta de fulgurantes razones por el prestigio literario de la pasión. Le dije a Nadia: por qué no nos encontramos definitivamente entonces, cuando nada nos había gastado ni envilecido, cuando todavía no nos había manchado el sufrimiento. Pero en realidad no quiero modificar en su origen el curso del tiempo, sólo concederme unas pocas imágenes que pueden no ser del todo falsas, que tal vez estuvieron durante fracciones de segundo en mi retina y no llegaron a alcanzar la conciencia y sin embargo permanecen en alguna parte dentro de mí, en lo más hondo de la oscuridad y del olvido, avisándome de que lo que yo supongo invención en realidad es una forma invulnerada de memoria, de modo que si ahora imagino una mañana de hace dieciocho años en que la vi cruzar con su padre la puerta encristalada del bar Martos, a contraluz, caminando sobre la mancha de sol que brillaba en las baldosas y apenas reverberaba en la penumbra donde mis amigos y yo estábamos oyendo una canción de Jim Morrison o de John Lennon o de los Rolling Stones en la máquina de discos, si no logro definir su cara pero sí la orla deslumbrante de su pelo rojizo, si me atribuyo la sensación de curiosidad y extrañeza que entonces provocaban siempre en nosotros los forasteros, tal vez actúo como un adivino de mi propio pasado, y por eso me gana una emoción de verdad de la que hace mucho quedaron despojados esos recuerdos que ya no estoy tan seguro de que sean veraces, que se parecen a los cuadros rutinarios y a las fotografías enmarcadas de una casa en la que uno no desea vivir, despojos, no trofeos, innobles como reliquias degradadas por el escarnio, por el abandono y las telarañas, colgadas en capillas siniestras a las que nadie acude.

Puede que yo estuviera allí el día que llegaron, porque pasaba una parte considerable de mi vida en el Martos, escuchando discos extranjeros en cuyas letras trabajosamente descifradas intuía las palabras de una revelación sobre algo que estaba muy lejos de mí, que nunca alcanzaría y que sin embargo había nacido conmigo, bebiendo cañas de cerveza con la necesaria lentitud para que durasen lo más posible, fumando cigarrillos, con Martín y Serrano, a veces con Félix, que silbaba por lo bajo alguna melodía barroca y estaba como de visita, recostados contra la pared húmeda, entornando los ojos para hacer más intenso el efecto narcótico de la cerveza, del humo y la música, mirando tras los cristales a las mujeres que pasaban, a los viajeros recién llegados en el autocar de Madrid, al que le decían la Pava, por lo lento que era, a los que estaban a punto de marcharse y entraban en el Martos para comprar cigarrillos o beber un café, excitados, imaginábamos nosotros, por la proximidad de la partida, nerviosos, mirando sus relojes de pulsera y vigilando al conductor, que conversaba con el dueño en una esquina de la barra y hacia las tres y veinticinco, cuando nosotros también debíamos marcharnos al instituto, apuraba su cigarrillo con una última calada, se frotaba las manos y decía en voz alta, vámonos, y yo pensaba, quién pudiera.

En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores, en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas, las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.

Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas, donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.

Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones, decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría a convertirme en
maître,
palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del mercado, le había dicho que ser
maître
era hoy en día más que ser ingeniero o médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.

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