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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (60 page)

Pero siempre hago lo mismo, me pongo a hablar y se me va el hilo de lo que estaba diciendo, no como tú, que hablas en línea recta, cuando hablas, te quedas callado y me parece que te burlas de mí, o que no acabas de creerte lo que te estoy contando. Me acordaba de ti, estaba tan segura de que no te vería nunca más que cuando viajaba a España ni siquiera se me ocurría ir a Mágina para buscarte, pero volvías por sorpresa, en las situaciones más absurdas o en las más dolorosas me parecía verte, o si escuchaba esa canción de Carole King que te puse en mi casa, y que te emocionó tanto porque entendías toda la letra,
You've got a friend,
¿tampoco te acuerdas? Me dijiste que estaba en la máquina del Martos. Me hablabas en inglés, en un inglés de Mágina, muy rápido pero muy chocante, para entenderte yo tenía que pensar en español, hacías frases copiadas de las canciones de los discos, y como eras tan educado usaste el título de una canción de los Beatles para pedirme que te cogiera la mano: /
wanna hold your hand.
íbamos por el parque Vandelvira, tú te apoyabas en mí, tenías escalofríos, trasudabas ginebra, te daban en la cara las luces de la fuente luminosa y estabas más pálido que un muerto, yo te sostenía para que no te cayeras. Te habrías caído a mis pies si no te hubieras apoyado en mí cuando nos encontramos, en la acera del instituto, yo te había visto cruzar la calle dando tumbos, y como estaba oscuro me dio miedo porque me pensé que serías uno de aquellos borrachos que había entonces en Mágina, pero me detuve y te reconocí, con la de veces que te había visto por la calle Nueva o cerca de mi casa, en la colonia del Carmen, buscando a aquella chica de la que me estuviste hablando dos horas, la que te había engañado, decías, rompías a llorar y te limpiabas los mocos con la mano, hablabas de ella como un cantor de tangos y eras completamente ridículo, pero yo era tan ridícula como tú, a mí también me habían despreciado, y si no me dio por beber no fue porque no creyera que sería lo más adecuado, sino porque entonces, lo mismo que ahora, no soportaba el gusto del alcohol ni el olor que queda en las habitaciones donde se ha bebido, me da miedo su poder sobre la voluntad y el daño que le hace a la memoria. En la casa de Mágina me levantaba por las mañanas y desde el pasillo percibía con asco el olor del coñac que había quedado en la copa de mi padre. Cuando volví de la comisaría y me lo encontré esperándome a las cuatro de la mañana junto a la verja del jardín lo primero que noté al abrazarlo fue el alcohol de su aliento. Luego he bebido muchas veces y me he emborrachado hasta perder la memoria o ponerme enferma pero siempre lo he hecho como si me impusiera un castigo, porque no quería recordar ni vivir. Como dicen en España, en el pecado llevaba la penitencia. Eso se lo oí por primera vez a unas mujeres que contaban chismes en una tienda de Mágina. Durante algún tiempo bebí por la única razón de que Bob lo encontraba reprobable. Él no bebe ni fuma. Bebe café o agua mineral en las comidas. Un poco antes de que nos separáramos le dije una frase que según me había contado Sonny es de Baudelaire: «El hombre que sólo bebe agua oculta algún secreto a sus semejantes.» Se quedó de piedra. De piedra pómez. Miró de soslayo al niño como si temiera que mis palabras fuesen a provocarle una deformación monstruosa en la cara. «Si alguien oculta un secreto eres tú.» Eso me dijo, tragó un sorbo de agua con un sonido discreto y repugnante y dejó sobre el mantel el tenedor y el cuchillo, como si se preparara heroicamente para recibir una confesión vergonzosa. Cómo puede odiar uno tanto a quien ha querido, cómo es posible que la persona más próxima sea también la más extraña. Lo miraba y no comprendía cómo pude haberme casado con él, peor aún, cómo pude engañarme a mí misma hasta el punto de creer que estaba enamorada y de que quería un hijo suyo. Pero qué desastre, no sé lo que he hecho con mi vida, lo que he estado a punto de hacer. Volví de España hace dos meses y me estaba esperando en el aeropuerto con un ramo de flores y con el niño de la mano. Quería una segunda oportunidad: quería salvar nuestro matrimonio, como dicen en los consultorios de la televisión. Y soy tan débil o tan estúpida que de no haber sido por ti lo habría aceptado sabiendo que era un nuevo error. Me chantajeaba, no con crudeza sino muy suavemente, muy bondadosamente, con su mejor intención: no lo hagas por mí si no quieres, me decía, y me lo sigue diciendo cada vez que habla conmigo, hazlo por nuestro hijo, y yo me sentía tan culpable que se me desbarataban todas las decisiones que tanto trabajo me había costado tomar, me rehacía poco a poco, recobraba mi vida, iba saliendo del aturdimiento de los años perdidos con él, me gustaba vivir sola con mi hijo, pero los viernes por la tarde, cuando él venía a recogerlo y se derrumbaba en el sofá con cara de víctima y sin despegar los labios, todo volvía a ser igual, el remordimiento, la sensación de haber caído otra vez en una tela de araña que seguía asfixiándome aunque yo manoteara para desprenderme de ella, y si no me rendía era por pura obstinación, no contra él, sino contra mí misma, contra la certeza agobiante de que estaba haciéndole una canallada y permitiéndome el antojo de vivir sola a costa de su desgracia. Me preguntaba, dime qué te he hecho yo, dime en qué me he equivocado, casi suplicándome, y yo no podía darle una respuesta consistente, porque el mal o la equivocación no estaban en él, sino en mí, él se había limitado a actuar de acuerdo con sus principios y su carácter, y cuando acepté casarme yo sabía exactamente cómo era y por qué nunca me acabaría de gustar. Estaba tan enamorado y confiaba tanto en mí que yo casi logré convencerme de que también lo quería. Él no tenía la culpa de no ser un amante que me trastornara. Nos deseábamos, pero no con locura, y a mí el deseo me importaba mucho más que a él. Era bondadoso, era atractivo, era honesto, compartíamos la mayor parte de nuestras opiniones y de nuestros gustos, pero había algo inconciliable entre nosotros, yo lo notaba y él no, y fui tan desleal o tan cobarde que no se lo advertí, era una insatisfacción sin motivo que se volvía más oculta y más amarga con el tiempo, una especie de despecho mezquino, no por algo que él hiciera sino por lo que no hacía, una irritación que se cebaba en cualquier detalle de su manera de hablar o de moverse, en pequeñas manías personales que no tenían nada de ofensivo, pero que me desagradaban como insultos. Algunas veces lo engañé. Pero volvía a casa por la noche y lo encontraba dándole la cena al niño y me moría de vergüenza al ver con qué naturalidad se creía el embuste que yo había inventado para justificar mi retraso. Era tan íntegro y tan feliz que no podía imaginarse que yo lo engañara. Pero no es un crimen no querer a alguien. Me ha costado años atroces aprender que el único delito es fingir y callar mientras crece el infierno, ese silencio al acostarse cada noche, ese horror de estar sentados en el sofá y hacer de vez en cuando comentarios sobre una película y pasar días enteros sin mirarse a los ojos, ni siquiera en la cama, ni en el cuarto de baño si se coincide en él para lavarse los dientes, un sentimiento de resignación y fatalidad que se reproduce dentro de uno como un cáncer, una desgana de vivir que es más venenosa porque no altera la superficie de las apariencias, no ocurre nunca nada malo, nadie grita, no hay lágrimas ni acusaciones rencorosas, nada más que silencio o palabras comunes, se pone uno el pijama, se lava los dientes, va al dormitorio del niño por si se ha destapado, conecta el despertador mientras el otro se mueve como una sombra o dice algo o bosteza, ocupa su lado de la cama, incluso puede que haya un beso de buenas noches y una sonrisa antes de apagar la luz, o que en la oscuridad se anime un simulacro de deseo, los dos callados y jadeando sin verse las caras, por fin el alivio de cerrar los ojos y no tener que decir nada, quedarse quieto y encogido y respirar como si ya se estuviera durmiendo.

Cuando peor me sentía me acordaba de ti. Calculaba tu edad, porque me habías dicho que te faltaban seis meses para cumplir dieciocho años, me preguntaba qué aspecto tendrías, si estarías gordo o calvo, si te habrías casado, si habrías sido capaz de llevar a cabo todos los propósitos que me contaste aquella noche: pensaba en los míos de entonces y estaba segura de que tú también los habrías abandonado. Me repetiste un verso de una canción de Jim Morrison: queremos el mundo y lo queremos ahora. Querías irte de Mágina y no volver nunca. Me pediste que te contara cómo era Nueva York y qué se sentía al volar de noche sobre el Atlántico. Tú no habías visto el mar y ni siquiera habías viajado en tren. Tenías diecisiete años, sólo habías salido de Mágina para ir a la capital de la provincia, no habías besado a ninguna mujer. Yo fui la primera que besaste. No sabías hacerlo, apretabas la boca cerrada contra la mía y respirabas muy fuerte. No me mires así, es verdad lo que te estoy contando. Venías por el corredor del palacio de Congresos con los mismos andares que cuando te acercaste a mí en la acera del instituto. Me acuerdo hasta del nombre de la calle: avenida de Ramón y Cajal. Por un momento pensé que tú también me habías reconocido, porque me mirabas muy fijo, pero cuando llegué frente a ti desviaste los ojos. Aquella noche, al verme, procurabas caminar erguido, pero se te notaba desde lejos que no podías mantenerte en pie. Estabas muy despeinado, te brillaban mucho las pupilas, llevabas un cigarrillo apagado en la boca. Acababan de dar las doce y no había en la calle nadie más que nosotros. Venías hacia mí al mismo paso que yo, íbamos a cruzarnos como otras veces, casi rozándonos, sin que tú me miraras. Te quedaste quieto y yo también me detuve. Ni se me había ocurrido hablarte. Vi que te apoyabas en una farola y que estabas muy pálido y me dio lástima de ti. Llevabas los faldones de la camisa fuera del pantalón y el sudor te brillaba en la cara. Me acerqué a ti sin pensarlo, te pregunté si te pasaba algo y si podía ayudarte. Fuiste a hablar y el cigarrillo se te cayó de la boca. No era lástima lo que sentía, sino compasión, porque yo también estaba desesperada esa noche y me veía reflejada en ti. Era la primera vez que me mirabas a los ojos, pero yo creo que no reparabas en mi cara ni comprendías mi presencia. Me pasé uno de tus brazos por los hombros y estreché tu cintura: pesabas mucho, te daban escalofríos, no te podías sostener en pie. Olías a ginebra, pero por el brillo de tus pupilas y la expresión floja de tu boca me di cuenta de que también habías fumado hachís. Intentabas hablar y se te enredaba la lengua, repetías un nombre. Conseguí llevarte hasta el parque Vandelvira y te senté en un banco junto a la fuente luminosa. Me pedías que te dejara, te quedabas mirándome con los ojos vidriosos y me preguntabas en inglés quién era yo. Apoyabas los codos en las rodillas y la cabeza se te descolgaba poco a poco hacia el suelo, ibas a vomitar. Mojé mi pañuelo en la fuente y te lo pasé por la cara: lo lamías con la boca abierta, me lamías las manos, pero te daban arcadas otra vez y yo te empujaba hacia adelante y te sostenía la cabeza para que no te vomitaras encima. Tardaste muchísimo en lograrlo, te quejabas, me apretabas contra tu cara la mano en la que tenía el pañuelo, y al final te quedaste gimiendo con la cabeza caída y yo te limpié un hilo de baba que te seguía colgando de la boca. Hice que levantaras la cabeza, volví a empapar el pañuelo para mojarte la cara y estuve abrazada a ti hasta que dejaste de temblar. Dijiste que no podías volver a tu casa, que no tenías la llave, que no te acordabas del camino. Mirabas a tu alrededor como si te hubieras despertado en una ciudad que no conocías. Hablabas muy bajo y muy seguido, medio delirando, y cuando te propuse que fueras a mi casa respondiste que no moviendo mucho la cabeza, estabas obsesionado con lo tarde que era, pero tampoco querías ir a la tuya porque tendrías que despertar a tus padres. Te ayudé a levantarte, ya te sostenías mucho mejor, te pasé el brazo por la cintura y me gustó la fuerza con que me estrechabas, me decías que nunca habías abrazado por la calle a una mujer, ni por la calle ni en ningún otro sitio, y me apretabas la cadera con una mano muy abierta, ya no me preguntabas que adónde íbamos, te dejabas llevar, muy dócil, borracho perdido, atontado por el hachís, con las pupilas muy dilatadas y una sonrisa como de estar soñando lo que veías y lo que me contabas en ese inglés tan raro que estaba hecho de zurcidos de canciones. Decías algo y se te olvidaba en seguida, dos o tres veces me preguntaste mi nombre, lo repetías como si te gustara mucho, me dijiste que me llamaba igual que la novia de Miguel Strogoff y a continuación empezaste a contarme el libro, pero se te olvidaba el argumento, decías que las palabras eran un hilo y que si dejabas de hablar el hilo se rompería y se te borrarían todas de la memoria, por eso hablabas tan rápido, tan angustiosamente, y era inútil pedirte que repitieras algo que yo no había entendido porque ya no te acordabas. Te llevé a mi casa, pero no querías pasar del vestíbulo, te daba mucha vergüenza y otra vez te volvía a obsesionar lo tarde que era, te hice entrar de la mano, te dejé sentado en el sofá mientras iba al dormitorio de mi padre, que ya tenía apagada la luz, pero que seguramente estaba todavía despierto. Cuando volví al comedor tú mirabas el grabado del jinete, decías que era Miguel Strogoff, y luego que te recordaba a los jinetes en la tormenta de Jim Morrison. Puse muy bajo un disco de Carole King y preparé café, y mientras lo bebíamos tú seguiste hablando, me contaste tu vida entera, lo que acababa de pasarte esa noche, lo que querías hacer cuando te marcharas de Mágina, hablabas con una mezcla de candidez y temeridad y de miedo y orgullo que yo no había encontrado en nadie y que después tampoco he vuelto a encontrar. No sabías nada y querías saberlo todo, no habías estado en ninguna parte y me hablabas de ciudades y países a los que querías ir como si ya hubieras regresado de ellos, no habías tocado a ninguna mujer y se te notaba en los ojos una predisposición para el deseo que era la misma de ahora, sólo que más escondida y más torpe. Ya no me rehuías la mirada, estábamos sentados en el sofá oyendo a Carole King y te quedaste callado, vi que tragabas saliva, que sin darte cuenta te ibas inclinando hacia mí, pero no sabías besar, yo te pasaba la lengua por los labios y tú no los separabas, me rozabas la blusa y no te atrevías a apretarme las tetas, yo tuve que empujarte con mis manos para que lo hicieras, y pensaba mientras tanto, estás loca, mi padre podía salir del dormitorio y sorprendernos, pero en ese instante me daba igual, no era excitación lo que sentía, sino una dulzura muy tranquila y al mismo tiempo llena de extrañeza, como la que me provocaban entonces algunas canciones, como si estando contigo no tuviera la obligación de fingir ni de temer nada. Te apartabas de mí para mirarme, pero volvías a encontrarte mal, era otra de esas oleadas angustiosas del hachís, de pronto parecías verme muy lejos, respirabas con la boca entreabierta, te tranquilizabas acariciándome la cara y el pelo.

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