El juego de los niños (2 page)

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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

—Ya eres un viejo lleno de chifladuras —y se compadeció de sí mismo.

Se acercó hasta un árbol, cerca del cual había un hormiguero.

—Pronto anochecerá —dijo contrariado.

Y se sentó a estudiar la vida de las hormigas.

♦ ♦ ♦

El hombre, para acomodarse en un taburete, apoyó los codos en la barra del club.

—¿Qué desea?

—Un güisqui, doble.

El camarero apenas tardó en servírselo y él menos en tomárselo.

Una rubia se le acercó, al pensar que ante ella estaba un desesperado a quien había que consolar y procurar que dejara unos buenos billetes en recompensa por el servicio de devolverle el ánimo.

—¿Fuego? —le solicitó con la que suponía su más tentadora sonrisa.

El hombre miró su generoso escote y sacó el encendedor.

—¿No invitas?

—No.

—¿Por qué? —y la rubia, que era especialista en quitar las penas a los hombres en cuanto comenzaba a beber con ellos algunas copas, le tiró de una oreja con fingido gesto de despecho.

—¡Porque te pareces a mi maldita mujer! —rugió el hombre.

El camarero rió.

♦ ♦ ♦

El agente, tras lanzar un prolongado silbido, dijo:

—Si llega a ser aquí… —y quitó los pies de encima de su mesa.

Su compañero del coche de patrulla se sirvió un vaso de agua de la máquina y le preguntó:

—¿El qué?

—Toma, lee en la página de sucesos —y le tendió el periódico.

—Una joven violada y quemada…

—Pero eso no es todo.

—Le han tenido que amputar los brazos, las piernas…

—Y le han extraído un ojo.

—Dios mío, ¡si tiene catorce años! —dijo el agente mientras lanzaba el vaso de plástico a una papelera—. Es increíble, ni en las películas de terror.

—No hay nada que supere a la realidad —dijo con expresión morbosa.

—Fueron dos individuos. ¡Hijos de…! Rociaron su cuerpo con gasolina. ¿No te das cuenta? ¡A los catorce años! —y el agente dio un puñetazo en la mesa.

—Por aquí no tenemos a esa clase de locos.

—¡Dios te oiga! —y apartó el periódico, que cayó de su mesa.

—Tu hija…

—Es de la misma edad que esa pobre muchacha —dijo entre dientes.

—Peor fue lo de…

—¡Calla!

Se quedaron en silencio.

En otra parte de la oficina, una mujer a voz en cuello acusaba a su marido de sádicas costumbres durante el acto sexual.

♦ ♦ ♦

—¿Helado? —preguntó Malco a su esposa.

—¡Pues claro! —exclamó ella con una divertida sonrisa.

—De postre, helado para la señora.

—¿Y usted? —le preguntó el camarero.

—Café, solo.

—Tendrán que esperar unos diez minutos…

—No importa.

—Gracias —y el camarero se fue.

Malco, mientras su mujer observaba con una curiosa mirada el restaurante, se fijó en ella.

Pese a estar embarazada, seguía siendo hermosa.

La dulzura de su rostro, que fue lo que más le llamó la atención cuando la conoció en un baile de fin de carrera, nunca la había perdido.

Malco puso sus manos sobre las de ella.

—Nona…

—¿Sí?

—¿Eres feliz?

Ella le respondió con su más tierna mirada.

Los dos desearon estar solos.

♦ ♦ ♦

Sonó el teléfono.

—Deja, me pondré yo —dijo uno de los agentes y dejó el crucigrama que se empecinaba en resolver para participar en un concurso.

Cuando finalizó de hablar, su compañero le preguntó:

—¿El profesor?

—¿Cómo lo sabes? —inquirió sorprendido.

—Me bastó oírte.

—Por más que lo he intentado…

—Así que, ¡a la cabaña del profesor! —exclamó contrariado.

—Seguro que es uno de sus trucos.

—¿Qué es esta vez?

—Dice que alguien anda merodeando alrededor de su cabaña.

—¡Oh, por todos los diablos, si esa historia ya nos la ha contado mil veces!

—De acuerdo, pero, ya sabes lo que opina el jefe. Es un Premio Nobel…

—Y yo que tengo una cena especial en casa de mi amiga debo aguantar a ese chiflado que siempre recurre a nosotros cuando no tiene con quien hablar.

Anda al coche. Oye, antes de irnos, ¿por casualidad no sabrás qué es lo que hizo ese tipo para que le otorgaran el Nobel de Medicina?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Lo trae el crucigrama.

—¡Pregúntaselo a él!

Dos

—¡P
erros! —gritó y sus negruzcos dientes, bañados en alcohol, se hundieron con avidez, casi con deseo antropofágico, en una carnosa oreja.

Sintió un agudo dolor en los testículos, como si una mano presa de implacable ira se los prensara con unos gigantescos dedos.

Lanzó un nauseabundo escupitajo que, cual si lo hubiera calculado, con certera precisión se adentró en la boca de labio colgante, abierta a causa del jadeo, del sofoco que le oprimía el pecho.

—¡Puerco! —oyó.

El hombre, que braceaba, cual si se hallara en la cresta de una ola gigante, intentaba liberarse de los encolerizados camareros que lo habían apresado brutalmente en cuanto recibieron la orden del airado propietario del club de sacarlo de allí a puntapiés a consecuencia de su descomunal borrachera. Le dijeron que se estaba ahogando en güisqui y él tuvo la osadía de subir al escenario y arrancarle de un manotazo a la cantante la vaporosa prenda que cubría sus abultados senos, hecho que de tratarse de otra muchacha quizá no hubiera tenido apenas consecuencia, incluso habría divertido a los habituales clientes, pero siendo la amante del dueño del local era como jugarse la vida en ello. Acabó recibiendo un tremendo puñetazo en la boca que le hizo rodar como un muñeco de trapo por la escalera de servicio hasta besar la tierra. La sangre que manaba de su labio partido se mezcló con los fétidos desperdicios esparcidos alrededor de los cubos de la basura.

—¡A este tipo lo mato! —bramó el que recibiera el escupitajo.

Él no cesaba de sentir arcadas.

—Calma —le dijo otro, que lo sujetó por un brazo.

—¡Le voy a dar una patada en los cojones! —y falló, porque lo empujaron.

Cuando el hombre, tras arrastrarse como un reptil atortugado, logró incorporarse hasta quedar de rodillas, levantó amenazadora una mano a los que aún permanecían a su lado con los puños dispuestos.

—¡Me cago en…! —gritó.

Como respuesta, las puntas de los zapatos hicieron un atormentador trabajo en todo su cuerpo, hasta dejarlo inconsciente.

—Y que no se te ocurra volver por aquí, ¿entendido? —dijo uno de los camareros, que se limpiaba su zapato ensangrentado con un pañuelo de papel.

Pero el hombre, hecho un nudo, ya no lo oía.

♦ ♦ ♦

Un perro merodeaba por los cubos de basura y, después de olisquearlo, orinó en el deformado rostro del hombre que acabó por notar que algo caliente le resbalaba por la cara.

—¡Me están meando! —exclamó, asombrado de que, aquellos que otras veces lo despidieron con una amable sonrisa mientras manoseaban la generosa propina que les había dado, se atrevieran a llegar a tales extremos.

Pero en aquel lugar no había ningún hombre sino un auténtico nido de pulgas despachándose con gruñidos de placer.

—¡Vete al infierno! —gritó el hombre.

Apartó con torpeza de sobre su cabeza al sorprendido perro, que dejó de tener la pata levantada para emprender una rápida huida.

Su rostro, tumefacto, se alejó del suelo con exasperada lentitud. Le colgaba un hilo de sangre del labio abultado, tanto que empujaba su tuberosa nariz.

—Nido de cabrones —balbució.

Le temblaba la cabeza, tanto por los golpes sufridos como por el alcohol que alcanzara a regar su cerebro masacrado.

Sus manos buscaron apoyo en los cubos de la basura. Algunos rodaron hacia el acantilado a causa del tembloroso impulso que les diera. Se confundía el ruido de los metálicos recipientes con la trepidante vibración de los pellejos de los tambores, en aquellos momentos sometidos a una luz fluorescente. Y le pareció un excitante ritmo inspirado en algún primitivo ceremonial africano en llamada de los espíritus malignos. Llegaron a lograr que todo el cuerpo dolorido, hasta en sus más olvidados rincones, se mantuviera erguido, aunque con una siempre peligrosa oscilación.

—Me oirán, ¡claro que me oirán esos hijos de puta! Me oirán —gritó y eructó con hedor de sangre.

Cercano, allá en la profundidad, el mar.

Tenía sed.

Pero pensó que, de entrar de nuevo en el club, era como condenarse a muerte. Así que, sin ninguna indecisión, puesto que en aquella noche no estaba dispuesto a tentar de nuevo a la suerte y dado que aún podía contarse entre los vivos, optó por intentar llegar hasta su coche.

—¿Y esto? —se preguntó al reparar en algo que había dentro de un cubo de basura, cuando iniciara su torpe andadura.

Sacó una botella, del mejor güisqui, apenas estrenada.

—Gracias, cerdos —dijo con sarcasmo y se guardó la botella en un bolsillo de su destrozada chaqueta. La existencia del alcohol en el recipiente le ahuyentó los lacerantes dolores.

Tras casi caerse, dando traspiés, después de repetir varias vueltas por el aparcamiento y de insultar al vigilante por, según él, haberle cambiado su coche de sitio, se encontró sentado ante el volante.

—Señor, le aconsejo que no lo haga —le dijo el vigilante, que asomó la cabeza por la ventanilla, con cierto nerviosismo, sin haberse ofendido por las molestas palabras que el hombre le dedicara.

—¿Qué es lo que no debo hacer? —le preguntó mientras, tras varios intentos, introdujo la llave en el contacto.

—Conducir, amigo —le respondió con una débil sonrisa.

—¡Al cuerno! —gritó y pisó el acelerador.

El coche derribó un poste de señalización y salió a la carretera.

—Loco… —murmuró el vigilante, que levantó su gorra cual si diera su último adiós a quien acababa de entrar en una curva a la máxima velocidad que le permitieran los desbocados caballos del motor de su vehículo.

Las ruedas chirriaron y desconcertaron a los pájaros de la noche.

♦ ♦ ♦

Las sudorosas manos del hombre, cuando la carretera estaba cercana a una inmensa playa, tanto que en las épocas invernales el mar invadía el asfalto, dejaron libre el volante.

—¡Que la sude el piloto automático! —dijo el hombre, que comenzaba a delirar.

Hablaba a un compañero inexistente.

Se creía al mando de un bombardero, cosa que hiciera durante la última guerra, precisamente en aquél desde el que lanzó una mortífera bomba cuando sobrevolaba una inocente aldea que ni tan siquiera se hallaba dentro del territorio enemigo.

—¡Arden como ratas! —y soltó una estrepitosa carcajada.

Señaló, allí donde los faros del coche empezaban a iluminar directamente la cuneta que separaba la carretera de la playa, a un fantasmal grupo de despavoridos niños convertidos en antorchas humanas.

El mar le recordó que tenía sed.

—¿Un trago? —y dio un codazo al aire, como si a su lado estuviera el copiloto, dispuesto a celebrar también la matanza.

—¡Salud! —exclamó, llevándose con las dos manos la botella a la boca, abierta todo lo que le dejaran sus amoratados labios.

Y bebió.

Sin enterarse de nada.

Mientras, el coche, como si en efecto se tratara del fantaseado avión, a toda velocidad, emprendió un frenético vuelo en cuanto cruzó la cuneta y quedó en el aire por unos instantes al ser catapultado por unas rocas que le arrojaron a la arena por la que se deslizó hasta llegar a la orilla del mar. Se incendió el motor.

♦ ♦ ♦

—Es muy probable que se trate de un grave error. No obstante, también es factible que ese grave error represente importantes servicios, en atención a la utilidad de los mismos, en beneficio de un mayor aprovechamiento de los recursos con que cuenta el hombre para proseguir en su tarea de equilibrar las leyes ecológicas. Sí, así puede acontecer. Pero con el tiempo, y en esto no cabe la medida del tiempo, quizá la misma idea que en el presente se nos antoja buena se vuelva en el futuro muy amenazadoramente en contra nuestra.

El profesor, que había dejado su mecedora en cuanto comenzara a exponer lo que se le ocurriera horas antes al estudiar un hormiguero bajo el árbol preferido de su jardín, abrió la nevera.

—¿Otra cerveza? —preguntó.

—Es que… —dijo uno de los agentes mientras consultaba su reloj de pulsera.

—Al diablo con la hora —le respondió el profesor y sacó unos botes de cerveza—. Además, estoy dispuesto a no dejarlos marchar hasta que no hayan escuchado todo lo que tengo que decirles.

—En ese caso, venga la cerveza —y el agente tendió su mano.

Su compañero se mordió los labios y disimuló un bostezo.

El profesor, tras sentarse, encendió una pipa, sin importarle demasiado el cansancio que se adivinaba en el rostro de los agentes, a quienes en muchas ocasiones llamaba con cualquier pretexto para no tener que hablar solo a las paredes de su cabaña, y prosiguió:

—En la actualidad, sin que se pueda dar una cifra exacta, cifra que considero nunca se podrá ofrecer, sí se sabe que existen casi un millón de especies animales en nuestro planeta. Una de esas especies animales es la nuestra, es decir, la especie humana. Y toda la humanidad representa, en términos generales, unos cien millones de toneladas de protoplasma. Realmente, poca cosa. Aunque hoy somos más que ayer pero menos que mañana.

Uno de los agentes se preguntaba cuándo acabaría de ocuparse de esa parte del oficio, cuándo se le comunicaría el prometido ascenso. El otro pensaba en que su amiga le estaría preparando una sabrosa cena.

El profesor, en su mecedora, dijo:

—Esos cien millones de toneladas de protoplasma humano han de convivir, y no en pocas ocasiones estrechamente, con los demás millones de protoplasma animal, que pertenecen a las restantes especies. Unas nos resultan agradables, otras indiferentes, la mayoría incómodas. De forma que, para eliminar o debilitar a las especies que consideramos perjudiciales, nos servimos de otras con el ánimo de que ellas se encarguen de tal faena. Planteamos batallas biológicas. Arañas voraces contra la mosca blanca, estorninos contra gusanos, búhos contra ratones, cernícalos contra langostas… Esa batalla biológica ya la organizó, y también en busca de fines precisos, hace muchos siglos, desde tiempos remotos, la propia naturaleza. Precisamente para conservar y hacer factible el equilibrio biológico. Nosotros, en el fondo, lo único que hacemos es imitar a la naturaleza. Es decir, si en alguna parte existe una gran plaga de langostas, se envían unos poderosos destacamentos de sagaces cernícalos. Estos, por lo que está demostrado, son más eficaces que los productos químicos, que a su vez pueden ser perjudiciales para otras especies que no sean las langostas.

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