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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (18 page)

El rumor había ampliado esas medidas anunciando un inminente desastre, disturbios armados en las ciudades, revueltas en las provincias y una nueva invasión hitita. Pazair, como los demás jueces, tenía que velar por el mantenimiento del orden público.

—¿No habría sido mejor quedarse en Menfis? —preguntó Kem.

—Nuestro viaje será breve. Los alcaldes de los pueblos nos dirán que los dos veteranos, víctimas de un accidente, fueron momificados e inhumados.

—No sois muy optimista.

—Cinco caídas mortales: ésa es la verdad oficial.

—Pero no la creéis.

—¿Y vos?

—¿Qué importa? Si estalla una guerra, volverán a llamarme.

—Ramsés defiende la paz con los hititas y los principados de Asia.

—Nunca renunciarán a invadir Egipto.

—Nuestro ejército es demasiado fuerte.

—¿Por qué esa expedición y esas extrañas medidas?

—Estoy perplejo. Tal vez algún problema de seguridad interior.

—El país es rico y feliz, el rey goza del afecto de su pueblo, todos comen hasta satisfacer su hambre y los caminos son seguros. No nos amenaza ningún desorden.

—Tenéis razón, pero la opinión del faraón parece algo distinta.

El aire azotaba sus mejillas; con la vela arriada, el barco utilizaba la corriente. Decenas de embarcaciones circulaban por el Nilo, en ambos sentidos, obligando al capitán y a su tripulación a una permanente vigilancia.

A un centenar de kilómetros al sur de Menfis, una rápida embarcación de la policía fluvial los abordó ordenando detener su marcha. Un policía se agarró a un cabo y saltó a cubierta.

—¿Está el juez Pazair entre los pasajeros?

—Aquí estoy.

—Debo devolveros a Menfis.

—¿Por qué razón?

—Han presentado una denuncia contra vos.

Suti fue el último que se levantó y vistió. El responsable del barracón le acució para que recuperase su retraso.

El joven había soñado con Sababu, en sus caricias y besos. Ella le había ofrecido insospechados senderos de goce que estaba decidido a explorar de nuevo, sin aguardar demasiado.

Ante la envidiosa mirada de los demás reclutas, Suti montó a un carro de guerra, desde el que le llamaba un teniente de unos cuarenta años e impresionante musculatura.

—Sujétate bien, muchacho —recomendó con voz muy grave.

Suti apenas había tenido tiempo de pasar su muñeca izquierda por una correa cuando el teniente lanzó sus caballos a toda velocidad. El carro fue el primero que salió del cuartel y se dirigió hacia el norte.

—¿Has combatido ya, pequeño?

—Contra unos escribas.

—¿Los mataste?

—No lo creo.

—No te desesperes: voy a ofrecerte algo mucho mejor.

—¿Adonde vamos?

—¡Contra el enemigo y en cabeza! Atravesamos el delta, seguimos por la costa y nos cargamos al sirio y al hitita. A mi entender, ese decreto será bastante bueno. Hace mucho tiempo que no he pisoteado a uno de esos bárbaros. Tensa tu arco.

—¿No pensáis aminorar?

—Un buen arquero da en el blanco en las peores condiciones.

—¿Y si fallo?

—Cortaré la correa que te sujeta a mi carro y morderás el polvo.

—Sois duro.

—Diez campañas en Asia, cinco heridas, dos veces el oro de los valientes como recompensa, felicitaciones del mismo Ramsés, ¿tienes bastante?

—¿No tengo derecho al error?

—O ganas o pierdes.

Convertirse en héroe iba a ser más difícil de lo previsto.

Suti respiró a fondo, tensó al máximo su arco, olvidó el carro, los traqueteos, el camino lleno de baches.

—¡Dale al árbol, ahí delante!

La flecha partió hacia el cielo, describió una graciosa curva y se clavó en el tronco de la acacia, a cuyos pies pasó el carro como una centella.

—¡Bravo, pequeño!

Suti soltó un largo suspiro.

—¿De cuántos arqueros os habéis librado?

—¡Ya ni los cuento! Me horrorizan los aficionados. Esta noche, te invito a beber.

—¿En la tienda?

—Los oficiales y sus ayudantes tienen derecho al albergue

—¿Y… a mujeres?

El teniente obsequió a Suti con un formidable puñetazo en la espalda.

—¡Eres todo un tipo, has nacido para el ejército! Tras el vino, haremos una juerga que nos vaciará las bolsas.

Suti besó su arco. La suerte seguía sin abandonarle.

Pazair había subestimado la capacidad de reacción de sus enemigos. Por una parte, querían impedir que abandonara Menfis e investigara en Tebas; por otra, arrebatarle su calidad de juez para interrumpir definitivamente sus investigaciones. Por lo tanto, era efectivamente un crimen, tal vez varios, lo que Pazair intentaba desentrañar.

Lamentablemente, era demasiado tarde.

Como temía, Sababu, criatura del jefe de la policía, le había acusado de libertinaje. La corporación de magistrados condenaría la disoluta existencia de Pazair, incompatible con su función.

Kem entró en el despacho con la cabeza gacha.

—¿Habéis encontrado a Suti?

—Ha sido alistado en el ejército de Asia.

—¿Se ha marchado?

—Como arquero en un carro de guerra.

—Mi único testigo de descargo y es inaccesible.

—Puedo sustituirle.

—Me niego, Kem. Demostrarán que no estabais en casa de Sababu y seréis condenado por falso testimonio.

—¡Me indigna ver cómo os calumnian!

—Hice mal al levantar el velo.

—Si nadie, ni siquiera un juez, puede proclamar la verdad, ¿cómo vivir entonces?

La pesadumbre del nubio era conmovedora.

—No renunciaré, Kem, pero no tengo ninguna prueba.

—Os cerrarán la boca.

—No callaré.

—Estaré a vuestro lado con mi babuino.

Los dos hombres se dieron un abrazo.

El proceso se celebró bajo el porche de madera levantado ante palacio dos días después del regreso del juez Pazair. La rapidez del procedimiento se explicaba por la personalidad del acusado; que un magistrado fuera sospechoso de haber violado la ley merecía un examen inmediato.

Pazair no esperaba indulgencia del decano del porche; quedó estupefacto, sin embargo, ante la magnitud de la conspiración cuando descubrió a los miembros del jurado; el transportista Denes, su esposa Nenofar, el jefe de la policía, Mentmosé, un escriba de palacio y un sacerdote del templo de Ptah. Sus enemigos tenían la mayoría, unanimidad tal vez si el escriba y el sacerdote eran comparsas.

El decano del porche estaba al fondo de la sala de audiencia, con el cráneo afeitado, el rostro huraño, y vestido con un mandil. A sus pies, un codo de madera de sicómoro evocaba la presencia de Maat. Los jurados estaban a su izquierda; a su derecha, un escribano. Detrás de Pazair, muchos curiosos.

—¿Sois el juez Pazair?

—Destinado a Menfis.

—¿En vuestro personal figura un escribano llamado Iarrot?

—Es cierto.

—Que comparezca la demandante.

¡Iarrot y Sababu, insólita alianza! De modo que había sido traicionado por su colaborador más cercano.

Pero no fue Sababu la que avanzó por la sala de audiencia, sino una morenita de corta estatura, robustas formas y rostro desagradable.

—¿Sois la esposa del escribano Iarrot?

—Lo soy —afirmó ella con voz agria y sin inteligencia.

—Habláis bajo juramento. Formulad vuestras acusaciones.

—Mi marido bebe cerveza, demasiada cerveza, sobre todo por la noche. Desde hace una semana me insulta y me pega ante nuestra hija. La pequeña tiene miedo. He recibido algunos golpes; un médico ha comprobado las marcas.

—¿Conocéis al juez Pazair?

—Sólo de nombre.

—¿Qué pedís al tribunal?

—Que mi marido y su jefe, responsable de su moralidad, sean condenados. Quiero dos vestidos nuevos, diez sacos de grano y cinco ocas asadas. El doble si Iarrot vuelve a pegarme.

Pazair estaba pasmado.

—Que comparezca el acusado principal.

Apesadumbrado, Iarrot obedeció. Con el rostro más rubicundo que de costumbre, torpe, presentó su defensa.

—Mi mujer me provoca, se niega a preparar las comidas. Le pegué sin querer. Una desgraciada reacción. Tienen que comprenderme: trabajo mucho con el juez Pazair, los horarios son implacables, la cantidad de expedientes que deben cursarse exigiría la presencia de otro escribano.

—¿Alguna objeción, juez Pazair?

—Estas afirmaciones no son exactas. Tenemos mucho trabajo, es cierto, pero he respetado la personalidad del escribano Iarrot, he admitido sus dificultades familiares y le he permitido horarios flexibles.

—¿Algún testigo a vuestro favor?

—La gente del barrio, supongo.

El decano del porche se dirigió a Iarrot.

—¿Debemos hacer que comparezcan? ¿Discutís la opinión del juez Pazair?

—No, no… Pero, de todos modos, la culpa no es mía.

—Juez Pazair, ¿sabíais que vuestro escribano pegaba a su esposa?

—No.

—Sois responsable de la moralidad de vuestro personal.

—No lo niego.

—Por negligencia, habéis omitido verificar las aptitudes morales de Iarrot.

—No he tenido tiempo.

—La única palabra exacta es negligencia.

El decano del porche tenía a Pazair a su merced. Preguntó a los protagonistas si deseaban tomar de nuevo la palabra; sólo la esposa de Iarrot, excitada, reiteró sus acusaciones.

El jurado se reunió.

Pazair tenía casi ganas de reír. ¿Cómo iba a imaginar que sería condenado por una querella doméstica? La abulia de Iarrot y la estupidez de su mujer eran unas trampas imprevisibles, aprovechadas por sus adversarios. Se respetarían las formas jurídicas y el joven juez sería apartado sin golpe de fuerza.

La deliberación duró menos de una hora.

El decano del porche, gruñendo como siempre, dio su resultado.

—Por unanimidad, el escribano Iarrot es reconocido culpable de mala conducta para con su mujer. Es condenado a ofrecer a la víctima lo que exige y a recibir treinta bastonazos. Si reincide, se decretará inmediatamente el divorcio a su costa. ¿Protesta el acusado contra la sentencia?

Feliz por salir tan bien librado, Iarrot ofreció la espalda al ejecutor del castigo. El derecho egipcio no bromeaba con los brutos que maltrataban a una mujer. El escribano gimió y lloriqueó; un policía se lo llevó a la enfermería del barrio.

—Por unanimidad —prosiguió el decano del porche—, el juez Pazair es declarado inocente. El tribunal recomienda que no despida a su escribano y le conceda la oportunidad de enmendarse.

Mentmosé se limitó a saludar a Pazair. Tenía prisa, debía actuar en otro jurado que juzgaba a un ladrón. Denes y su esposa felicitaron al magistrado.

—Era una acusación grotesca —dijo la señora Nenofar, cuyo vestido multicolor era la comidilla de todo Menfis.

—Cualquier tribunal os habría absuelto —declaró Denes enfático—. En Menfis necesitamos un juez como vos.

—Es cierto —reconoció Nenofar—. El comercio sólo se desarrolla en una sociedad apacible y justa. Vuestra firmeza nos impresionó mucho; a mi marido y a mí nos gustan los hombres valerosos. En adelante, os consultaremos si hay alguna duda jurídica en la dirección de nuestros negocios.

CAPÍTULO 19

T
ras un rápido y tranquilo viaje, el barco que transportaba al juez Pazair, a su asno, a su perro, a Kem, al babuino policía y a alguos pasajeros llegó a la vista de Tebas.

Todos guardaron silencio.

En la orilla izquierda, los templos de Karnak y de Luxor desplegaban sus divinas arquitecturas. Tras los altos muros, a cubierto de las miradas profanas, un pequeño número de hombres y mujeres celebraban las divinidades para que permanecieran en la tierra. Acacias y tamariscos daban sombra a las hileras de carneros que llevaban a los pilonos, monumentales puertas que daban acceso a los santuarios.

Esta vez, la policía fluvial no había interceptado el barco. Pazair recuperaba con gozo su provincia de origen; desde su partida, había sufrido pruebas, se había endurecido y, sobre todo, había descubierto el amor. Ni un solo instante olvidaba a Neferet. Perdía el apetito, tenía cada vez más dificultades para concentrarse; por la noche, permanecía con los ojos abiertos esperando verla aparecer en la oscuridad. Ausente de sí mismo, se sumía poco a poco en un vacío que le devoraba desde el interior. Sólo la mujer amada podría curarle, ¿pero sabría identificar su enfermedad? Ni los dioses ni los sacerdotes le devolverían el gusto por la vida, ningún triunfo disiparía su dolor, ningún libro le apaciguaría.

Tebas, donde se ocultaba Neferet, era su última esperanza.

Pazair ya no creía en su investigación. Desengañado, sabía que la conspiración había sido perfectamente construida. Fueran cuales fuesen sus sospechas, no llegaría a la verdad. Justo antes de su marcha se había enterado de la inhumación de la momia del guardián en jefe de la esfinge. Como la misión del general Asher en Asia no tenía límite en el tiempo, las autoridades militares habían considerado oportuno no aplazar los funerales. ¿Se trataba del veterano o de un cadáver cualquiera? ¿Estaba vivo todavía, oculto en alguna parte, el desaparecido? Pazair permanecería por siempre en la duda.

El barco atracó poco antes del templo de Luxor.

—Nos observan —advirtió Kem—. Un joven, a popa. Es el último que embarcó.

—Perdámonos en la ciudad; veremos si nos sigue.

El hombre no se separó de ellos.

—¿Mentmosé?

—Probablemente.

—¿Os libro de él?

—Tengo otra idea.

El juez se presentó en el puesto de policía principal, donde fue recibido por un funcionario obeso cuya mesa estaba llena de cestillos con frutas y pasteles.

—¿No habéis nacido en la región?

—Sí, en una aldea de la orilla oeste. Fui destinado a Menfis, donde tuve el privilegio de conocer a vuestro superior, Mentmosé.

—Y habéis regresado.

—Una corta estancia.

—¿Reposo o trabajo?

—Me ocupo del impuesto de la madera
[38]
. Mi antecesor redactó sobre este punto capital unas notas oscuras e incompletas.

El obeso devoró algunas pasas.

—¿Falta combustible en Menfis?

—De ningún modo; el invierno ha sido clemente, no hemos agotado nuestras reservas de leña para calentarnos. Pero no me parece que el servicio rotativo de los podadores de ramas se lleve a cabo del modo correcto: demasiados menfitas y pocos tebanos. Quisiera consultar vuestras listas, aldea por aldea, para descubrir los fraudes. Algunos no tienen ganas de recoger leña, hojarasca y fibras de palma para llevarlas a los centros de selección y distribución. ¿No es hora ya de intervenir?

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