Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (31 page)

El juez seguía frunciendo el ceño.

—¿Piensas acaso en una traición?

—Al menos, debería darme señales de vida.

—¿No estarás pensando en lo peor?

Pazair se levantó olvidándose del juego.

—Haces mal —afirmó la joven—. Suti está vivo.

El rumor estalló como un trueno: Bel-Tran, tras haber sido tesorero principal y superintendente de los graneros, acababa de ser nombrado director de la Doble Casa blanca, responsable, por lo tanto, de la economía egipcia a las órdenes del visir.

Él debía recibir y hacer inventario de los minerales y materiales preciosos, de las herramientas destinadas a las canteras de los templos y a las corporaciones artesanas, de los sarcófagos, los ungüentos, los tejidos, los amuletos y objetos litúrgicos.

Pagaría sus cosechas a los campesinos y fijaría los impuestos, ayudado por un personal numeroso y especializado.

Pasada la sorpresa, nadie discutió aquel nombramiento. Muchos funcionarios de la corte habían intervenido, a título individual, ante el visir para recomendarle a Bel-Tran; aunque su ascenso fuera muy rápido para el gusto de algunos, ¿no había demostrado, acaso, notables cualidades de gestor? En su favor podían citarse la reorganización de los servicios, la mejora de los resultados, y un mayor control de gastos, pese a su carácter difícil y a una clara tendencia al autoritarismo. A su lado, el antiguo superintendente no daba la talla; blando, lento, había embarrancado en la rutina, con una culpable obstinación que había desalentado a sus últimos partidarios. Llevado a su pesar hacia un cargo muy deseado, recompensado por su tenaz trabajo, Bel-Tan no ocultaba su intención de abandonar los senderos trillados y dar a la Doble Casa blanca un prestigio y una autoridad crecientes. Insensible por lo general al concierto de las alabanzas, el visir Bagey había quedado impresionado por la abundancia de opiniones favorables.

Las oficinas de Bel-Tran ocupaban un considerable espacio en el corazón de Menfis; a la entrada, dos guardias filtraban a los visitantes. Neferet reveló su identidad y esperó a que su cita se viera confirmada. Pasó ante un cercado para el ganado y un corral donde los escribas contables recibían los impuestos en especies. Una escalera llevaba a los graneros, que se llenaban y vaciaban a merced de las contribuciones.

Un ejército de escribas, sentados bajo un dosel, ocupaba un piso del edificio. El recaudador en jefe vigilaba permanentemente la entrada de los almacenes, donde los campesinos depositaban frutos y legumbres.

La médica fue invitada a entrar en otro edificio; Neferet cruzó un vestíbulo de tres tramos, dividido por cuatro pilares, donde unos altos funcionarios redactaban las actas. Un secretario la introdujo en una vasta sala de seis pilares, donde Bel-Tran recibía a los huéspedes de alto rango. El nuevo director de la Doble Casa blanca impartía sus directrices a tres colaboradores; hablaba de prisa, saltaba de una idea a otra, trataba varios expedientes al mismo tiempo.

—¡Neferet! Gracias por haber venido.

—Vuestra salud se ha convertido en asunto de Estado.

—No debe dificultar mis actividades.

Bel-Tran despidió a sus subordinados y mostró a la médica su pierna izquierda. Una ancha placa roja, bordeada de granitos blancos, ocupaba varios centímetros.

—Vuestro hígado está saturado y vuestros riñones funcionan mal. Os pondréis en la piel una pomada compuesta de flores de acacia y clara de huevo. Beberéis varias veces al día diez gotas de zumo de áloe, sin descuidar vuestros remedios habituales. Sed paciente y cuidaos de modo habitual.

—Os confieso que a menudo soy negligente.

—La afección podría agravarse si no le prestáis atención.

—¿Cómo ocuparse de todo? Me gustaría ver más a mi hijo, hacerle comprender que será mi heredero, darle el sentido de sus futuras responsabilidades.

—Silkis se queja de vuestras ausencias.

—¡Mi querida y dulce Silkis! Percibe la importancia de mis esfuerzos. ¿Cómo está Pazair?

—El visir acaba de convocarlo, sin duda para hablarle del arresto del general Asher.

—Admiro a vuestro marido. A mi modo de ver, es un predestinado; se inscribe en él una voluntad que ningún percance podrá desviar de su ruta.

Bagey estaba inclinado sobre un texto legislativo referente a la gratuidad de los transbordadores fluviales para las personas de pocas rentas. Cuando Pazair se presentó ante él, no levantó la cabeza.

—Os esperaba antes.

El tono, cortante, sorprendió al juez.

—Sentaos. Debo concluir este trabajo.

Los hombros caídos, la espalda curvada y el alargado e ingrato rostro del visir revelaban el peso de los años.

Pazair, que creía haber conquistado la amistad de Bagey, era de pronto objeto de una fría cólera, sin conocer la causa.

—El decano del porche debe mostrarse irreprochable —declaró el visir con voz ronca.

—Yo mismo he combatido para que ninguna irregularidad volviera a mancillar la función.

—Hoy la ocupáis vos.

—¿Estáis haciéndome un reproche?

—Peor que eso. ¿Cómo justificáis vuestra conducta?

—¿De qué se me acusa?

—Me habría gustado una mayor sinceridad.

—¿Voy a ser condenado de nuevo sin motivo?

Enojado, el visir se levantó.

—¿Habéis olvidado con quién estáis hablando?

—Rechazo la injusticia, venga de donde venga.

Bagey tomó una tablilla de madera cubierta de jeroglíficos y la puso ante los ojos de Pazair.

—¿Reconocéis vuestro sello al pie de este texto?

—En efecto.

—Leed.

—Se trata de una entrega de pescado selecto a un almacén de Menfis.

—Entrega que ordenasteis vos. Pues bien, el almacén no existe. Desviasteis esa mercancía de lujo de su verdadero destino, el mercado de la ciudad. Las cajas han sido halladas en las dependencias de vuestra mansión.

—¡La investigación se ha llevado a cabo perfectamente!

—Fuisteis denunciado.

—¿Por quién?

—Una carta anónima, pero cuyos detalles eran exactos. En ausencia del jefe de policía, uno de sus subordinados se encargó de las comprobaciones.

—Un antiguo colaborador de Mentmosé, supongo.

Bagey pareció molesto.

—Exacto.

—¿Y no habéis pensado en una manipulación?

—Naturalmente. Los indicios parecen indicarlo: Mentmosé es responsable de la pesca, interviene uno de sus fieles, su deseo de venganza…, pero vuestro sello está en el documento comprometedor.

La mirada del visir había cambiado. Pazair leyó en ella la esperanza de descubrir una verdad distinta.

—Tengo la prueba formal de mi inocencia.

—Nada me alegraría más.

—Una simple precaución —explicó Pazair—. A medida que iba siendo puesto a prueba, mi necedad se atenuaba. ¿No deben tomar precauciones los titulares de un sello? Sospeché que, un día u otro, mis enemigos lo utilizarían. En todos los documentos oficiales pongo un puntito rojo tras la novena y vigésimo primera palabras. En mi sello dibujo una pequeña estrella de cinco puntas, casi cubierta por la tinta, pero visible de cerca. Examinad, por favor, la tablilla y comprobaréis la ausencia de esos signos distintivos.

El visir se levantó y se acercó a una ventana; un rayo de luz iluminó el documento.

—No están —advirtió.

Bagey no dejó nada por hacer. Examinó personalmente muchas actas firmadas por Pazair; en ninguna faltaban los puntos rojos ni la pequeña estrella. Más que compartir su secreto, aconsejó al decano del porche que modificara su marca y no hablara de ello con nadie.

Por orden del visir, Kem interrogó al policía que había recibido la denuncia y no se la había comunicado. El hombre se derrumbó y confesó haber cedido a la corrupción porque Mentmosé le había asegurado que el juez Pazair sería condenado. El nubio, irritado, envió al delta una escuadra de cinco infantes que regresaron a Menfis con el antiguo jefe de policía, que no cesaba de protestar de su inocencia.

–Os recibo en privado –indicó Pazair–, para evitaros un proceso.

–¡Me han calumniado!

El calvo cráneo de Mentmosé enrojeció. Víctima de un furioso picor, se contuvo. Él, que había tenido en sus manos tantos destinos, no disponía de influencia alguna sobre el magistrado. Se mostró pues untuoso.

–Me abruma el peso de la desgracia, me agreden las malas lenguas. ¿Cómo defenderme?

–Renunciad y admitid vuestra culpabilidad.

Mentmosé respiró con dificultades.

–¿Qué suerte me reserváis?

–No sois digno de mandar. La hiel que corre por vuestras venas pudre todo lo que tocáis. Os enviaré a Biblos, en el Líbano, lejos de Egipto. Perteneceréis a un equipo de mantenimiento de nuestros navíos.

–¿Trabajar con las manos?

–¿Hay mayor placer?

La voz gangosa de Mentmosé se llenó de cólera.

–No soy el único responsable. Denes inspiró mi gesto.

–¿Cómo creeros? La mentira fue vuestra actividad favorita.

–Os habría avisado.

–Súbita y extraña bondad.

Mentmosé rió sarcástico.

–¿Bondad? ¡Claro que no, juez Pazair! ¡Nada me causaría mayor placer que veros abatido por el rayo, ahogado por las olas, enterrado bajo un diluvio de piedras! La suerte os abandonará, vuestros enemigos se multiplicarán.

–No os retraséis; vuestro barco zarpa dentro de una hora.

CAPÍTULO 31

L
evántate —ordenó Efraim.

Desnudo, con un grillete de madera alrededor del cuello, los brazos atados a la espalda, a la altura del codo, Suti consiguió incorporarse. Efraim tiró de una cuerda atada a su cintura.

—¡Un chivato, un sucio chivato! Me había equivocado contigo, pequeño.

—¿Por qué te enrolaste en un equipo de mineros? —preguntó suavemente el general Asher.

Con los labios secos, el cuerpo dolorido por los puñetazos y los puntapiés, y los cabellos manchados de sangre y arena, Suti desafió a su enemigo. Una intensa llama brillaba todavía en su mirada.

—Dejad que lo castigue —pidió el policía del desierto, a sueldo del general.

—Más tarde. Su altanería me divierte. ¿Esperabas atraparme, demostrar que dirigía un tráfico de oro? Buena intuición, Suti. El sueldo de oficial superior no me bastaba. Y puesto que no es posible cambiar el gobierno de este país, es mejor que me aproveche de mi fortuna.

—¿Nos dirigimos hacia el norte? —preguntó Efraim.

—De ningún modo. El ejército nos espera en la frontera del delta. Vayamos al sur, pasemos por detrás de Elefantina y dirijámonos al desierto del oeste, donde nos uniremos con Adafi. Con carros, víveres y agua, lo conseguiría.

—Tengo el mapa de los pozos —añadió Asher—. ¿Habéis cargado el oro?

Efraim sonrió.

—Esta vez, la mina está realmente agotada. ¿No debemos librarnos de este espía?

—Hagamos una experiencia interesante: ¿cuánto tiempo sobrevivirá, caminando todo el día y bebiendo dos tragos de agua? Suti es muy robusto. El resultado nos servirá cuando entrenemos a las tropas libias.

—De todos modos, me gustaría seguir interrogándolo —insistió el gigante.

—Un poco de paciencia. Al terminar la etapa será menos tozudo.

La rabia, una rabia clavada en su cuerpo, impresa en cada músculo, en cada paso, ayudaría a Suti a luchar hasta que su corazón se negara a hablar en sus miembros. Prisionero de los tres verdugos, no tenía posibilidad alguna de escapar.

Precisamente cuando Asher había caído ya en sus manos, su victoria se había transformado en derrota. Era imposible comunicarse con Pazair, decirle lo que había descubierto. Su hazaña sería inútil. Desaparecería lejos de su amigo, de Menfis, del Nilo, de los jardines y de las mujeres. Morir era estúpido. Suti no deseaba penetrar bajo tierra, dialogar con Anubis, el de la cabeza de chacal, enfrentarse con Osiris y la balanza del juicio; quería enamorarse, batirse con sus enemigos, galopar al viento del desierto, ser más rico que el más afortunado de los nobles, simplemente por el placer de reír. Pero el grillete cada vez le resultaba más pesado.

Avanzaba, tirado por la cuerda que le desgarraba la piel de las caderas, de los lomos y el vientre; atada a la parte trasera de un carro cargado de oro, se tensaba en cuanto tropezaba o se detenía. Las ruedas giraban lentamente, pues el vehículo no debía salir de la estrecha pista, a riesgo de embarrancar en la arena; para Suti, su infernal movimiento se aceleraba metro tras metro, obligándolo a agotar sus últimas fuerzas. Cuando estaba a punto de renunciar, una nueva energía lo animaba. Un paso más, y otro, y otro, y el día pasó por su cuerpo dolorido.

El carro se detuvo. Suti permaneció de pie un largo minuto, inmóvil, como si ya no supiera sentarse. Luego, sus rodillas se doblaron y se derrumbó, con las nalgas en los talones.

—¿Tienes sed, pequeño?

Efraim, burlón, agitó un odre ante sus narices.

—Eres tan fuerte como una bestia salvaje, pero no resistirás más de tres días. He apostado con el policía y detesto perder.

Efraim hizo beber al prisionero. El líquido fresco impregnó sus labios y se derramó por todo su ser. El policía, de una patada, lo derribó en la arena.

—Mis amigos van a descansar; montaré guardia y te interrogaré.

El minero se interpuso.

—Hemos hecho una apuesta; no tienes derecho a estropearla.

Suti permaneció tendido de espaldas, con los ojos cerrados. Efraim se alejó, y el policía giró en torno al muchacho.

—Mañana morirás. Pero antes hablarás, he doblegado a mineros más tenaces que tú.

Suti apenas oyó el ruido de los pasos que martilleaban el suelo.

—Tal vez lo hayas dicho todo sobre tu misión, pero quiero asegurarme. ¿Cómo mantenías contacto con el juez Pazair?

Suti esbozó una doliente sonrisa.

—Vendrá a buscarme. Los tres seréis condenados.

El policía se sentó junto a la cabeza de Suti.

—Estás solo, no has conseguido comunicarte con el juez. Nadie te procurará la menor ayuda.

—Será tu último error.

—El sol te ha vuelto loco.

—A fuerza de traicionar, has perdido el sentido de la realidad.

El policía abofeteó a Suti.

—No me irrites más; de lo contrario, serás el juguete de mi perro.

Caía la noche.

—No esperes dormir; mientras no hables, mi puñal te hará cosquillas en la garganta.

—Ya lo he dicho todo.

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