Read El laberinto de la muerte Online

Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (45 page)

—¿Lo veis, hija mía? Libre de insectos, esta grasa blanca a la cual denomino
corpus adipatum
prosperará en las zonas más regordetas: las mejillas, los senos, las nalgas, etcétera. Y retrasará la putrefacción. Sí, la demorará. No obstante, aún no se ha determinado si la grasa es la causa o el efecto de ese retraso.

Bendito Gordinus. Había dicho que el fenómeno era una maravilla, y lo era en verdad. Y su manifestación en el cadáver de un ser humano aparecía ante ella en el momento menos apropiado.

Era especialmente interesante que el calor de la habitación, a juzgar por el líquido que se filtraba por el vestido de Rosamunda, al mismo tiempo provocara putrefacción. No podía ser causada por las moscas, no las había en esa época del año. Si sus manos hubieran estado libres, habría podido descubrir qué ocurría debajo de esa seda.

—¿Qué sucede? —preguntó con enfado al notar que el abad la arrastraba hacia el otro lado de la habitación.

—¿Dónde guardáis las cartas?

—¿Qué cartas? —replicó. Sabía que aquella oportunidad para aumentar sus conocimientos era excepcional. Si no eran las moscas…

El abad la hizo darse la vuelta con brusquedad para lograr que lo mirara.

—Permitidme que os explique cuál es mi posición, querida mía. En todo este asunto yo solo he cumplido con mi deber cristiano de derrocar al rey que ordenó asesinar al buen Tomás en los peldaños de su propia catedral. Intenté provocar una guerra civil en la que nuestra reina resultaría victoriosa. En virtud de que ahora ese resultado parece poco probable, debo regresar a mi puesto. Y si Enrique encuentra esas cartas, las enviará al Papa. ¿Y qué hará el Santo Padre? ¿Aprobará lo que hice? ¿Dirá: «Bien hecho, vos, el buen y fiel Robert de Eynsham, habéis defendido nuestra gran causa»? No. Simulará estar indignado porque una prostituta cualquiera fue envenenada en la persecución de ese fin. Se lavará las manos como Pilatos. ¿Habrá laureles? ¿Recompensa? Sin duda, no. —Robert de Eynsham dejó de deleitarse con el sonido de su propia voz—. Encontrad esas cartas para mí, señora. De lo contrario, cuando Enrique llegue, no solo descubrirá entre las cenizas de su burdel los huesos de una de sus rameras, sino la osamenta de dos de ellas —dijo. Aparentemente, la idea le pareció divertida—. Juntas, abrazadas tal vez. Sí…

Él no debía saber que Adelia tenía miedo. Debía ignorarlo.

—En ese caso, las cartas también se quemarán.

—No arderán si esa perra las guardaba en una caja de metal. ¿Dónde están? Vos tenéis una, señora, y la disteis a conocer con gran rapidez. ¿Dónde guardaba las cartas?

—En el escritorio. De allí la tomé.

—Si ella conservaba una, tal vez conservara otras. —Alzó la cabeza y llamó una vez más al ama de llaves—. ¡Dakers! Ella lo sabe. ¿Dónde está esa vieja bruja?

Fue entonces cuando Adelia supo dónde estaba Dakers.

El abad había visitado muchas veces aquella habitación, y nunca supo que desde un baño privado lo observaban a través de una mirilla. Tampoco sabía que lo estaban espiando en ese mismo momento.

Eynsham buscó en el escritorio y apartó de un manotazo los elementos que Rosamunda utilizaba para escribir. El cuenco que habitualmente contenía confituras cayó al suelo, donde se rompió. Luego se agachó para mirar debajo del escritorio. Se oyó un gruñido de satisfacción. Se incorporó con un trozo de pergamino arrugado en la mano. ¿No había más que esto?

—¿Cómo puedo saberlo?

El abad había encontrado la carta que Rosamunda había escrito para la reina, la misma que Leonor, en un ataque de furia, había arrojado al suelo. Adelia había entregado una copia al pobre padre Paton y, aunque muriera por eso, no le diría a ese hombre que había otras cartas, ocultas en un cajón camuflado en un banco, a unas pulgadas de su pie derecho.

«Que la duda, el gusano de la inquietud, no lo abandone mientras viva. Por Dios, la está leyendo», pensó Adelia.

El abad se había acercado lentamente a la ventana abierta, donde expuso el pergamino a la luz.

—Qué caligrafía horrenda tenía esta ramera. De todos modos, es asombroso que supiera escribir —dijo.

Adelia deseó que también Dakers dudara de él. No le sorprendía que el ama de llaves hubiera reído aquella noche, mientras los llevaban a las embarcaciones. Había visto a Eynsham, el hombre que siempre había sido amigo de Rosamunda, y en consecuencia, había creído que también sería su amigo.

Si estaba escuchando…

Adelia levantó la voz.

—¿Por qué le propusisteis a Rosamunda que escribiera cartas a Leonor?

El abad bajó el pergamino, con una mezcla de irritación y diversión.

—Escuchad a esta criatura. ¿Por qué hace una pregunta si su cerebro no puede aceptar la respuesta? ¿Qué sentido tiene que os lo diga? ¿Podríais acaso comprender someramente las exigencias que nosotros, los ministros de Dios, debemos afrontar para que el mundo se mantenga en orden, los tratos que debemos hacer con la escoria, los instrumentos que debemos utilizar, prostitutas como la que yace en ese lecho, asesinos, toda la inmundicia de la letrina, para lograr el objetivo sagrado?

De todos modos, lo decía. Era un hombre locuaz. Un hombre que para serenarse necesitaba oír el sonido de su propia voz. Más aún, necesitaba santificar lo que había hecho.

Y, sorprendentemente, no perdía las esperanzas. Se veía obligado a dar por perdida su gran apuesta y abandonar la causa de Leonor y, no obstante, encontraba estímulo en la certeza de que podía recomponer la situación con seducción, táctica, un homicidio aquí o allá, utilizando su falsa urbanidad, sus modales de plebeyo instruido; todo aquello que lo había propulsado a los salones de los papas y la realeza.

«Un auténtico farsante», pensó Adelia.

Y también virgen. Mansur lo había notado, se lo había dicho, pero, con la superioridad propia de un hombre que puede tener una erección, había ignorado que la frustración y el sufrimiento causado por aquello que se consideraba un fracaso podían convertirse en maldad. Otro religioso habría podido agradecer esa condición que le garantizaba la castidad, pero no él. Deseaba, codiciaba ese don natural y ordinario que le era negado.

Tal vez quería que el mundo lo compensara. Introducirse con éxito en las altas esferas de la política, eliminar de su tablero de ajedrez a hombres y mujeres, descartar a unos, cambiar de lugar a otros…; eran sus maneras de consolarse por el terrible incordio que le vedaba la entrada al Jardín del Edén, a pesar de que brincaba de un lado a otro tratando de ver qué había allí.

—Para provocar la guerra, querida —seguía diciendo—. ¿Podéis comprenderlo? No, por supuesto, sois el barro con el cual os han hecho y al cual regresaréis. Una guerra para librar a esta tierra de un rey bárbaro e impuro. Para vengar al pobre Becket. Para que Inglaterra sea regida otra vez por el mandato divino.

—¿Las cartas de Rosamunda lo conseguirán?

—Sí, por supuesto. Una mujer ofendida y vengativa, y creed lo que os digo, no existe persona más vengativa que nuestra graciosa Leonor. Se librará de cualquier cadena, escalará cualquier montaña, cruzará cualquier océano para destruir a quien la ofende. Y así está ocurriendo.

—Entonces, ¿por qué encargasteis que envenenaran a Rosamunda?

—¿Quién dice que lo hice? —preguntó con tono mordaz.

—El asesino.

—El alegre Jacques ha estado parloteando, ¿verdad? Debo pedir a Schwyz que se ocupe de ese hombre.

—La gente creerá que la reina lo hizo.

—También el rey lo cree, esa era la intención —dijo con cierta indiferencia—. Es sencillo manipular a los bárbaros, querida.

Bajó los ojos y reanudó la lectura de la carta:

—Excelente. Lo había olvidado: «A lady Leonor, duquesa de Aquitania y supuesta reina de Inglaterra. Reciba los saludos de la verdadera y única reina de este país, Rosamunda, la Bella». Cuánto tuvo que tolerar un hombre tan sutil como yo hasta persuadir a esa mujerzuela aburrida.

Una corriente de aire agitó la capa de Adelia. El tapiz que se veía detrás de la cama de Rosamunda se había levantado. El aire que entraba desde el voladizo del baño privado traía un hedor distinto, vulgar, que contrarrestaba el que emanaba del triste cadáver. La corriente cesó cuando el tapiz regresó a su lugar.

Adelia caminó hacia la ventana. El abad seguía sosteniendo la carta cerca de la luz para poder leerla. Ella se colocó de tal modo que, si él levantaba la vista, no advirtiera que una silueta se arrastraba junto a la cama. No llevaba un cuchillo en la mano, pero aun así, de nuevo era la Parca, y esta vez anunciaba su propia muerte.

Dakers estaba a punto de morir. Adelia había visto muchas veces esa piel amarillenta y esos ojos hundidos: sabía lo que anunciaban. Era un milagro que esa mujer pudiera caminar, pero lo hacía, y en silencio.

«Haz algo para ayudarme —rogó silenciosamente Adelia, tratando de llamar la atención de Dakers con la mirada—. Necesito vuestra ayuda».

Pero Dakers no la miró, tampoco al abad. Toda su energía estaba dirigida a llegar al rellano de la escalera.

Adelia la observó mientras se deslizaba entre la puerta entreabierta y el marco sin tocarlos, antes de desaparecer. La invadió un profundo resentimiento.

«Habría podido golpearlo con algo», se dijo.

El abad se había sentado en la silla de Rosamunda y seguía leyendo en voz alta algunos párrafos de la carta.

—«… y que he complacido al rey en la cama como vos nunca lo hicisteis, él mismo lo dijo». Apuesto a que sí, chupando y lamiendo, claro que sí, «gimiendo de placer». Sin duda lo hacía, puta asquerosa.

«Se excita con sus propias palabras», advirtió Adelia. El abad la miró a los ojos, con expresión de hartazgo.

—¿Qué miráis?

—Nada, os miro sin prestar atención.

Schwyz gritó desde la escalera, pero su voz fue tapada por el grito del abad de Eynsham.

—¿Me estáis juzgando? ¿Vos, una prostituta, os atrevéis a juzgarme?

Cuando el abad se puso de pie, Adelia sintió que una ola gigante surgía ante ella y la envolvía. La apretó contra su pecho y la levantó. Mientras la cargaba a través de la habitación, los pies de Adelia colgaban entre sus rodillas. Ella no podía ver adónde se dirigían y creyó que la arrojaría por la ventana, pero de pronto, agarrándola del cuello, la hizo girar. Por un instante distinguió la cama y oyó un gruñido mientras era arrojada sobre el cuerpo que yacía allí.

Cuando Adelia cayó, el cadáver expulsó los gases acumulados en el vientre con un silbido.

—Besaos, chupaos, lameos, putas —gritó el abad, empujando la cabeza de Adelia hacia el rostro de Rosamunda, apretándola contra la grasa.

Ella estaba a punto de asfixiarse entre la carne putrefacta.

—Rob, Rob —gritó Schwyz.

Al oírlo, el abad disminuyó levemente la presión que ejercía sobre la cabeza de Adelia. Ella logró apartar el rostro embadurnado y respirar.

—Rob, hay un caballo en el establo.

La presión se detuvo.

—No he visto al jinete —explicó Schwyz—. No puedo encontrarlo, pero está aquí.

—¿Cómo es el caballo?

—Un buen animal, de los que se usan en la guerra.

—No es posible que él esté aquí. Que Jesús se apiade de nosotros. ¿Él está aquí?

El ruido de la puerta dio por terminado el diálogo.

Adelia rodó para bajar de la cama y, al llegar al suelo, fue a tientas hacia la ventana. Con sus manos amarradas buscó en el alféizar algún resto de nieve. Lo encontró y se lo llevó a la boca. Caminó hasta la ventana siguiente, se frotó los dientes con más nieve y escupió. Y siguió caminando, recorrió todas las ventanas, buscando nieve para lavarse la cara, las fosas nasales, los ojos, el pelo. En todo el mundo no había nieve en cantidad suficiente, ni era tan limpia y fría como hubiera deseado.

Empapada, temblando, se dejó caer en la silla de Rosamunda y, mientras con las manos atadas seguía frotándose el cuello, apoyó la cabeza en el escritorio y, entre suspiros entrecortados, comenzó a sollozar. Sin inhibiciones, como un bebé. Lloraba por sí misma, por Rosamunda, por Leonor, por Emma, por Allie, por todas las mujeres del mundo y por el trato que recibían.

—¿Por qué lloráis? —preguntó con pena una voz masculina—. ¿Os parece tan terrible? Deberíais pasar algún tiempo encerrada en una letrina en compañía de Dakers.

Un cuchillo cortó la cuerda que le sujetaba las manos. Un pañuelo rozó su mejilla. Olía a linimento para caballos. Era un aroma delicioso.

Con infinito cuidado, giró la cabeza de manera tal que su mejilla siguiera en contacto con el pañuelo, y pudo verlo.

—¿Habéis estado allí todo el tiempo?

—Todo el tiempo —respondió el rey.

Sin levantar la cabeza del escritorio, lo vio acercarse al lecho, recoger su capa y colocarla otra vez, con sumo cuidado, sobre el cadáver. Luego se dirigió a la puerta y trató de mover el picaporte. No se movía. Se inclinó para espiar a través del ojo de la cerradura.

—Han echado el cerrojo —dijo, como si fuera un consuelo.

El gobernante de un imperio que se extendía desde el límite con Escocia hasta los Pirineos estaba vestido con ropa de caza. Adelia nunca lo había visto ataviado de otra manera. Pocas personas habían tenido esa oportunidad. Caminaba con el balanceo típico de un hombre que ha pasado la mayor parte de su vida sobre una montura. No era alto, ni apuesto, no había en él rasgos sobresalientes, pero irradiaba una energía que llamaba la atención. Si Enrique Plantagenet estaba en la sala, nadie miraba hacia otro lugar.

Las líneas que iban desde la nariz hasta la comisura de los labios se habían acentuado desde que ella lo viera por última vez. En sus ojos había una apatía desconocida y su cabello rojo tenía un color más apagado. En su persona algo había desaparecido para siempre.

Aliviada, Adelia comenzó a frotarse las muñecas, sin poder evitar una risa nerviosa.

—¿Dónde están vuestros hombres, Majestad?

El rey hizo una mueca de disgusto. Se alejó de la puerta, rodeó el escritorio y espió cautelosamente por la ventana.

—Vienen hacia aquí. Solo son unos pocos, pero escogidos entre los mejores. Eché un vistazo a lo que ocurría en Oxford y dejé al mando al joven Geoffrey, que tomará la ciudad antes de dirigirse a Godstow.

—Pero ¿habéis hablado con Rowley? ¿Sabéis que la reina está en el convento?

—También por ese motivo Geoffrey debe tomarlo —dijo, con irritación—. En ambos casos, será sencillo derrotarlos. Los rebeldes, los comeré vivos, estaban a punto de hacer izar la blanca en Oxford, de modo que…

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