El lamento de la Garza

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

 

Una nueva entrega de la serie juvenil de más éxito internacional de los últimos tiempos: Leyendas de los Otori.

Takeo y su esposa Kaede han gobernado durante dieciséis años y Los Tres Países son una tierra rica y en paz. Pero ahora, la amenaza de una terrible profecía tiñe de sombras el futuro, y Zenko, el ambicioso hijo de Arai Daiichi, está dispuesto a todo con tal de hacerse con el poder. Sus venenosas artimañas, junto con otras fuerzas humanas y espirituales y algunos secretos que no podrán guardarse por más tiempo, van a poner en peligro el equilibrio y los valores que Takeo y Kaede habían logrado en estos años.

Unos héroes capaces de morir por honor.

Una joven heredera manipulada por los hilos de la ambición.

Un mundo de justos corroído por la traición y la venganza.

Después de El suelo del ruiseñor, Con la hierba de almohada y El brillo de la luna, llega El lamento de la garza, la esperada y épica continuación de la fabulosa trilogía Leyendas de los Otori.

Lian Hearn

El lamento de la garza

Leyendas de los Otori - 4

ePUB v1.1

OZN
 
26.05.12

2005,
The harsh cry of the heron

Traducción: Mercedes Núñez

1

—¡Venid, deprisa! Nuestros padres están luchando.

Otori Takeo escuchó con claridad la voz de su hija, quien llamaba a sus hermanas desde la residencia del castillo de Inuyama. También oía la mezcla de sonidos procedentes del resto de la fortaleza y de la lejana ciudad. Sin embargo, hacía caso omiso de todos ellos, de la misma manera que desatendía la melodía de los tablones del suelo de ruiseñor, bajo sus pies. Únicamente se concentraba en el oponente que tenía frente a sí: su esposa Kaede.

Combatían con palos de madera. Takeo era más alto; ella, zurda de nacimiento, contaba con igual fuerza en ambas manos, mientras que la mano derecha de su esposo había sido herida con la hoja de un puñal muchos años atrás. Por eso Takeo había tenido que aprender a utilizar la izquierda. Y no era aquélla la única lesión que entorpecía sus movimientos.

Era el último día del año. El frío resultaba intenso, el cielo se mostraba de un gris macilento y el sol apenas se vislumbraba. Durante el invierno, con frecuencia practicaban la lucha: el cuerpo entraba en calor y las articulaciones se mantenían flexibles; además, a Kaede le agradaba que sus hijas comprobaran cómo una mujer podía luchar igual que cualquier hombre. Las hermanas llegaron corriendo. Con la entrada del nuevo año, Shigeko, la mayor, cumpliría quince años y las gemelas, trece. Bajo los pies de la primogénita las tablas de la veranda comenzaron a cantar, mientras que sus hermanas, a la manera de la Tribu, apenas rozaban el entarimado. Desde niñas habían correteado por el suelo de ruiseñor y, casi sin darse cuenta, aprendieron la forma de mantenerlo en silencio.

Kaede se tapaba el rostro con una bufanda de seda roja, de modo que Takeo sólo podía verle los ojos, ahora brillantes a causa de la lucha. Sus movimientos resultaban ágiles e impetuosos y costaba creer que fuera madre de tres hijas, pues aún se movía con la potencia y la libertad de una muchacha. El empuje de Kaede recordaba a Takeo su propia edad y debilidad física. Su esposa asestó un golpe sobre el palo que él sostenía y la mano se le resintió por el dolor.

—Me rindo —anunció.

—¡Ha ganado Madre! —exclamaron sus hijas.

Shigeko corrió hacia Kaede con una toalla.

—Para la vencedora —le dijo inclinando la cabeza y ofreciéndole el paño con ambas manos.

—Demos gracias a que estamos en tiempos de paz —observó la señora Otori con una sonrisa, mientras se secaba el rostro—. Vuestro padre ha aprendido las artes de la diplomacia, y ya no necesita luchar para sobrevivir.

—Por lo menos, he conseguido entrar en calor —repuso Takeo, y después realizó una seña a uno de los guardias que habían estado observando desde el jardín para que recogiera las armas.

—Permítenos luchar contra ti, Padre —suplicó Miki, la menor de las gemelas. Se encaminó al borde de la veranda y extendió los brazos en dirección al soldado. Al entregarle el palo de madera, éste tuvo especial cuidado en no mirar o rozar a la niña.

Takeo se percató de la reticencia del centinela. Incluso los hombres maduros, los soldados aguerridos, temían a las gemelas; lo mismo le ocurría, reflexionó con lástima, a la propia madre de las niñas.

—Veamos lo que ha aprendido Shigeko —propuso Takeo—. Podéis combatir con ella, un asalto cada una.

Durante varios años, su hija mayor había pasado largas temporadas en el templo de Terayama, donde bajo la supervisión del anciano abad, Matsuda Shingen, y la de Kubo Makoto y Miyoshi Gemba, aprendía la Senda del
houou.
Shigeko había regresado a Inuyama el día anterior para celebrar con su familia el Año Nuevo, así como su propia mayoría de edad. Ahora, Takeo la observaba mientras ella cogía el palo que su padre había utilizado y se aseguraba de que Miki se quedase con el más liviano. Físicamente, la joven se parecía mucho a su madre. Ambas compartían la misma esbeltez y aparente fragilidad, pero Shigeko disponía de personalidad propia: era práctica, cordial y ecuánime. La Senda del
houou
imponía una disciplina rigurosa, y los maestros de Shigeko no le hacían concesión alguna a causa de su edad o su condición de mujer. A pesar de ello la muchacha aceptaba con entusiasmo las enseñanzas y el adiestramiento, los largos días de silencio y soledad. Había acudido a Terayama por elección propia, puesto que la Senda del
houou
era una vía de paz y desde la niñez había compartido con su padre la visión de una tierra tranquila donde la propagación de la violencia jamás se permitía.

Su método de lucha era muy diferente al que había aprendido Takeo, y éste disfrutaba al observar a su hija mayor y percatarse de que los movimientos de ataque tradicionales se habían transformado en acciones de defensa propia, con el objetivo de desarmar al adversario sin herirle.

—Nada de trampas —advirtió Takeo a Miki, pues las gemelas poseían las mismas dotes extraordinarias que su padre, heredadas de la Tribu.

Incluso más, sospechaba él. A punto de cumplir trece años, iban desarrollando tales destrezas con rapidez, y aunque tenían prohibido emplearlas en la vida cotidiana, a veces no conseguían vencer la tentación de engañar a sus maestros y burlar a los sirvientes.

—¿Por qué no puedo yo enseñarle a Padre lo que he aprendido? —protestó Miki, pues ella también había regresado recientemente de la aldea de la Tribu, donde la familia Muto se encargaba de su adiestramiento.

Su hermana Maya acudiría allí una vez concluidas las festividades. En aquellos días eran contadas las ocasiones en que se reunía toda la familia, pues la diferente formación de las hijas y la obligación de los padres de atender a los Tres Países por igual suponían viajes constantes y frecuentes separaciones. Las exigencias de gobierno iban en aumento: negociaciones con el extranjero; expediciones y transacciones comerciales; el mantenimiento y desarrollo del armamento; la supervisión de los distritos locales que organizaban su propia administración; la experimentación agrícola; la importación de nueva tecnología y de artesanos extranjeros; los tribunales, que atendían toda clase de quejas y agravios. Takeo y Kaede compartían tales cargas en igual medida. Ella se ocupaba principalmente del Oeste; él, del País Medio, y ambos, conjuntamente, del Este, donde la hermana de Kaede, Ai, y su marido, Sonoda Mitsuru, mantenían el control del anterior dominio Tohan.

Miki, aunque media cabeza más baja que su hermana mayor, contaba con gran fortaleza y velocidad; en comparación, parecía que Shigeko apenas se movía. Aun así, la gemela no conseguía superar la guardia de su contrincante. Momentos después Miki perdió el palo con el que combatía, que se le escapó volando de las manos. Mientras se elevaba en el aire, Shigeko lo atrapó sin esfuerzo alguno.

—¡Has hecho trampa! —protestó Miki, falta de respiración.

—El señor Gemba me enseñó esa técnica —respondió su hermana con orgullo.

Maya, la otra gemela, se enfrentó a Shigeko a continuación, con igual resultado.

Con las mejillas ruborizadas, la mayor de las hermanas suplicó:

—Padre, déjame luchar contra ti.

—Muy bien —accedió él, impresionado por lo mucho que la joven había aprendido y curioso por averiguar cómo respondería ante la técnica de un guerrero veterano.

Takeo atacó con rapidez, sin reservas, y el primer asalto tomó a su hija por sorpresa. Le rozó el pecho con el palo, si bien reprimió el impulso para no herirla.

—Una espada te habría matado —señaló.

—Otra vez —replicó ella con calma, en esta ocasión preparada para el ataque. La muchacha comenzó a moverse suave y rápidamente, esquivó dos golpes y se plantó en el costado derecho de su progenitor, donde la mano era más débil. Avanzó un poco, lo suficiente para desestabilizarle, y luego contorsionó el cuerpo entero. El palo se le escapó a su padre de las manos y cayó al suelo.

Takeo escuchó cómo las gemelas, al igual que los centinelas, ahogaban un grito.

—Bien hecho —aprobó.

—No te has esforzado —se quejó Shigeko, decepcionada.

—Sí que me he esforzado, tanto como en el primer asalto. De todas formas, hay que tener en cuenta que tu madre ya me había dejado exhausto, y además estoy viejo y en baja forma física.

—¡No! —exclamó Maya—. Shigeko ha ganado.

—Pero es como si hicieras trampa —replicó Miki con seriedad—. ¿Cómo es posible?

Su hermana mayor esbozó una sonrisa mientras sacudía la cabeza.

—Hay que emplear la mente, el espíritu y el cuerpo al mismo tiempo. Tardé meses en aprenderlo. No puedo explicarlo así como así.

—Lo has hecho muy bien —intervino su madre—. Estoy orgullosa de ti.

Su voz denotaba cariño y admiración, como era habitual cuando Kaede se dirigía a su hija mayor.

Las gemelas intercambiaron una mirada.

"Tienen celos",
pensó Takeo.
"Saben que su madre quiere a Shigeko más que a ellas."
Entonces le embargó el frecuente sentimiento de protección hacia sus hijas menores. Siempre había intentado apartarlas de cualquier daño, desde el momento mismo de su nacimiento, cuando Chiyo había querido llevarse a Miki, la segunda, y dejarla morir. En aquellos días se trataba de una práctica habitual que, posiblemente, seguía en vigor en la mayor parte del país, ya que se consideraba que el nacimiento de gemelos era antinatural en los seres humanos y les asemejaba a animales tales como los perros o los gatos.

—Podrá parecerte cruel, señor Takeo —le había advertido Chiyo—, pero es mejor actuar ahora que tener que soportar la desgracia y la mala fortuna a las que, como padre de gemelas, la gente pensará que estás destinado.

—¿Cómo será posible que el pueblo abandone de una vez por todas sus supersticiones y crueldades si no les damos ejemplo? —replicó Takeo, indignado, pues al haberse criado entre los Ocultos valoraba la vida de un niño por encima de cualquier otra cosa, y no podía creer que perdonar la vida a un recién nacido pudiera ser objeto de desaprobación o de mala suerte.

Con posterioridad, le había sorprendido la tenacidad de semejante superstición. La propia Kaede no era del todo ajena a ella, y su actitud para con sus hijas menores reflejaba su incómoda ambivalencia. Prefería que vivieran separadas, y así ocurría durante la mayor parte del año, puesto que se alternaban a la hora de alojarse con la Tribu; además, no quería que las dos gemelas se hallaran presentes en la celebración de la mayoría de edad de su hermana, temiendo que su presencia pudiera traer mala suerte a Shigeko. Pero ésta, que se mostraba tan protectora con las mellizas como su propio padre, había insistido en que ambas la acompañaran. Takeo se alegró por ello, pues nunca se sentía tan feliz como cuando la familia al completo se reunía, cuando se encontraban a su lado. Miró a sus hijas y a su mujer con afecto, y de pronto cayó en la cuenta de que tal sentimiento estaba siendo reemplazado por otro más apasionado: el deseo de yacer con su esposa y notar la piel de Kaede contra la suya. La lucha con los palos de madera había despertado recuerdos de cuando se enamoró de ella, de la primera vez que se habían enfrentado en combate en Tsuwano. Él tenía diecisiete años y ella, quince. Fue allí mismo, en Inuyama, casi exactamente en el mismo lugar donde ahora se encontraban, donde habían yacido juntos por vez primera, llevados por una pasión nacida del sufrimiento y la desesperación. La residencia anterior, el castillo de Iida Sadamu —el primer suelo de ruiseñor—, había ardido en la caída de la ciudad de Inuyama; pero Arai Daiichi la había hecho reconstruir de forma similar y ahora se había convertido en una de las célebres Cuatro Ciudades de los Tres Países, a las que el gobierno se trasladaba alternativamente cada tres meses.

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