El Lector de Julio Verne (16 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Para lograrlo, doña Concha las enviaba todos los años a pasar el verano a Málaga, a casa de su hermana mayor, la única a la que le había dado tiempo de casarse bien. Allí, Sonsoles había tenido mucha más suerte que Marisol de entrada, y mucha menos de salida, porque el estudiante universitario al que pescó en su primera visita, la dejó por carta un par de años después, cuando Áurea ya había empezado a bordarle el ajuar, airosas iniciales de hilo blanco que tuvo que deshacer con la punta de la aguja y mucho cuidado, sin poder evitar que su memoria perviviera sobre la tela en primorosas capitulares de minúsculos agujeros. En el ánimo de Sonsoles, las cicatrices fueron más hondas, duraderas. Al enfrentarse a la triste estampa de su hermana, Marisol espabiló, aprendió la parte de la lección que le correspondía, y a espaldas de su madre, empezó a mirar a su alrededor durante todo el año, sin esperar a los veranos malagueños.

—Oye, Nino… —y aunque la había visto venir de frente, cruzar el patio en línea recta desde el trozo de porche que estaba delante de su casa hasta el que correspondía a la mía, me pilló por sorpresa, porque no recordaba que nunca antes se hubiera dirigido a mí, y menos por mi nombre—. Ese que se ha venido a vivir al molino viejo, Pepe se llama, ¿no? Tengo entendido que te has hecho muy amigo suyo.

—Sí —contesté con orgullo—. Somos muy amigos.

—Ya. Me han contado que tiene una cicatriz muy grande en un costado, porque es un héroe de guerra, ¿no?

—Pues… No sé.

Yo había visto muchas veces aquella cicatriz, y sabía que habían tenido que operarle a vida o muerte durante la guerra, pero no quise reconocerlo en voz alta porque cuando intentaba averiguar dónde había estado él en abril de 1939, siempre me contestaba lo mismo, ¿pues dónde iba a estar?, en el frente, como todo el mundo, y no había manera de hacerle pasar de ahí.

—No sabes, ¿qué? —Marisol me miró como si acabara de descubrir que era tonto.

—No sé si es un héroe —precisé, porque lo que opinara de mí, me importaba mucho menos que lo que pudiera llegar a pensar del Portugués—. Una cicatriz sí que tiene, pero igual es de una apendicitis, vete a saber.

—Sí, bueno, eso da igual, porque… —se quedó un instante pensando, como si quisiera convencerse a sí misma, antes de hacer la única pregunta cuya respuesta no le daba igual—. ¿Y tú sabes si tiene novia?

—No —me tragué la risa a duras penas, pensando en la cara que estaría poniendo doña Concha si pudiera descubrir las asombrosas aspiraciones de su hija al mismo tiempo que yo—, creo que no tiene. Vive solo.

—¡Ah! Pues nada… Era sólo curiosidad.

Cuando se lo conté al Portugués, él se rió conmigo, aunque luego se quedó pensándolo y me dijo que, de las dos Mediasmujeres, ella era la que le gustaba más. Claro que eso fue antes de que una tarde de verano, a esa hora infernal en la que Curro solía advertirme que cualquier día me iba a derretir mientras suspiraba en vano por Isabel Mariamandil, Marisol se hiciera la encontradiza conmigo en la puerta del cuartel, con un sombrero de paja en la cabeza y una toalla en la mano. ¡Uy, qué casualidad!, me dijo, estaba pensando yo también en ir a bañarme, con este calor… Así que me acompañó hasta arriba, nos encontramos con Pepe en la mitad de la cuesta, y allí mismo empezó a ponerse muy pesada, desparramándose en una catarata de risitas que armonizaban fatal, la verdad, con la silueta de su cuerpo en bañador.

—¡Joder, menudo culo tiene! —Pepe el Portugués me habló en un susurro cuando ella, que se había tumbado boca abajo a tomar el sol, no podía oírnos—. Guapa de cara sí es, pero ese culo da para forrar lo menos cuatro o cinco balones…

Me reí tanto que tragué agua y me dio un ataque de tos en medio de la poza. Eso sucedió unos días antes de la muerte de Cencerro. Inmediatamente después, gracias a que Sonsoles se negó a volver a Málaga sin novio y doña Concha no se decidió a enviarla a ella sola, Marisol enganchó por fin a un hijo de don Justino, al que nadie se atrevía a llamar Mariamandil desde que el resultado de la guerra le convirtió en el olivarero más rico del pueblo, aunque fuera tan hijo de doña Angustias como el padre de Isabel. Pedrito estudiaba Derecho en Sevilla y sólo volvía a Fuensanta durante las vacaciones, pero la madre y la hija estaban tan entusiasmadas con él incluso en sus ausencias, que pensé que Mediamujer iba a dejarnos tranquilos para siempre, y no volví a ocuparme de ella hasta que unos días después de mi décimo cumpleaños, mi padre me anunció que me había encontrado una profesora de mecanografía.

—¿Quién? —cuando lo escuché, no me lo quise creer—. ¿Mediamujer?

—No, Mediamujer no, Nino —y levantó el dedo índice en el aire para dejar claro que estaba hablando en serio—. Marisol. Se llama Marisol. No la llames nunca de otra manera.

—¡Pero si esa no sabe hacer nada, padre! —protesté, sin mucha convicción—. ¿Qué va a enseñarme Mediamujer a mí?

Al final, aquella pregunta, aparte de retórica, resultó premonitoria. Marisol nunca llegó a enseñarme nada, porque cuando su padre llegó a casa diciendo que le había encontrado un trabajo fácil y cómodo, con el que podría sacarse unas pesetas para sus caprichos, su mujer le preguntó si se había vuelto loco. Ahora, precisamente ahora que la niña se ha prometido con Pedrito, ¿ahora pretendes que se ponga a trabajar?, le preguntó, mientras se abanicaba con un brío impropio del mes de enero, ¿y qué va a decir don Justino, eh, es que no has pensado en eso? Ni que fuera una muerta de hambre, ni que pasara necesidades, vamos, Salvador, por Dios, qué cosas se te ocurren… Pero, mujer, Michelín intentó defenderse como pudo, si es casi una obra de caridad, enseñar a un niño a escribir a máquina, aquí mismo, en el cuartel, con la de la oficina. No tiene por qué enterarse nadie…

Después, con la humillación atravesada en la garganta todavía, le contó aquella escena a mi padre para servirle la crisis con solución incluida, pero omitió un dato fundamental, porque la que se había matriculado en un curso por correspondencia, la que había pasado dos semanas tonteando con la máquina de la oficina, la que lo había abandonado todo enseguida con la excusa de que en un agujero como Fuensanta de Martos no había profesores, ni academias, ni negocios en los que colocarse con un buen sueldo, había sido Marisol, no Sonsoles. Y era Sonsoles, mediamujer equivocada y sin novio, quien iba a ser mi profesora.

—Dale un par de días, para que se repase el método, y listo —le pidió el teniente a mi padre—. En verano, tienes al niño escribiendo a máquina como si disparara con una ametralladora.

A aquellas alturas, lo de menos era la velocidad que mis dedos pudieran alcanzar sobre un teclado. Para Salvador Michelín, que sabía inspirar miedo, pero no respeto, y en su vida conseguiría que nadie en Fuensanta le pusiera el don por delante, mis clases de mecanografía no significaban otra cosa que un conflicto de autoridad, el enésimo, con su mujer, doña Concha la Michelina, a la que, más allá del mote matrimonial, nadie en Fuensanta se atrevió nunca a apearle el tratamiento. El se había ofrecido a resolver el dilema de mi padre, que no tenía dinero para pagarme un curso en condiciones, ni recursos para llevarme y traerme de la academia más cercana, que estaba en Martos, por un confuso instinto paternalista, nacido de una conciencia de superioridad que no expresaba en voz alta, como su mujer, a la que le gustaba referirse a los guardias como los subordinados de su marido, pero que le impulsaba a solucionar los problemas de sus hombres con una magnanimidad que, a la larga, lo único que solía provocar eran más problemas. Eso fue lo que pasó con mis clases, en las que él había empeñado una palabra que estaba dispuesto a cumplir por encima de todo, aunque ese todo incluyera no sólo la impericia de Sonsoles sino también la desaparición de aquel método que Áurea debía de haber empleado para encender el fogón cualquier día, y del que Marisol recordaba apenas las primeras lecciones, y no mucho.

—Bueno, pues… Vamos a empezar haciendo planas.

Así me recibió su hermana una lluviosa tarde de febrero, más triste aún porque a las cinco y cuarto ya era de noche. No había pasado ni un mes desde que padre me midió por última vez, y yo todavía estaba malhumorado por aquella extravagancia que me había obligado a salir de la escuela corriendo para merendar de pie, mientras madre me atusaba con agua y un peine nervioso que su prisa hincaba en mi cabeza como si pretendiera arar el cuero cabelludo, pero al llegar a la oficina me di cuenta de que ella estaba más incómoda, más asustada que yo.

—¿Planas? —le pregunté, como si fuera tonto de verdad, para que me respondiera con la primera de una larga serie de muecas de impaciencia—. Perdona, pero es que no sé cómo se hacen planas con esto.

—Pues haciéndolas, ¿cómo va a ser? —y por fin se acercó a la máquina, pero no se sentó a mi lado—. Tú vas poniendo los dedos en las teclas, así, ¿ves?, el meñique en la el anular en la W, el corazón en la E, el índice en la R, y en el otro lado, pues lo mismo… Vas pulsando las teclas de una en una con los cuatro dedos de cada mano hasta que llenes la hoja. Eso es una plana.

—¿Y no dejo espacios en medio?

—No. O sí, espera… —y se quedó pensando—. Sí, mejor deja un espacio entre la última letra que escribas con la mano izquierda y la primera que escribas con la derecha.

—¿Así? —le pregunté cuando terminé un renglón, pero ya se había marchado.

En eso consistieron mis primeras clases de mecanografía. Durante tres cuartos de hora, tres tardes a la semana, estaba solo en la oficina haciendo planas por orden, la primera línea, la segunda, la tercera, con la mano izquierda y con la derecha, o con una sola, según improvisara aquella tarde una profesora siempre ausente, porque cuando no aprovechaba el rato para irse a hacer recados, se sentaba en una silla a leer novelitas rosas, el otro género literario que servía Matilde la Piriñaca, excepto cuando a mi padre le tocaba estar de guardia. Entonces sí se sentaba a mi lado, muy diligente, para corregirme sin necesidad y sonreír al guardia Pérez, a quien le gustaba acercarse para ver qué tal íbamos.

—Muy bien —mentía con mucha soltura—, la verdad es que vamos muy bien. Nino es listo y avanzamos muy deprisa.

Desde el mostrador, que estaba en la entrada, él tenía que oír a la fuerza el eco de mis dedos torpes, lentos como el fuego de un artillero manco, pero le devolvía la sonrisa a Sonsoles en silencio y se iba sin decir nada. Mi padre sabía leer y escribir, pero apenas había podido ir a la escuela y mostraba un respeto reverencial por cualquier clase de conocimiento que sólo pudiera adquirirse en los libros, una admiración, alimentada por su complejo de inferioridad y el temor a meter la pata, que le habría impedido apreciar la ineptitud de mi maestra incluso en el caso de que yo se la hubiera señalado. Y yo nunca habría hecho una cosa así, porque la ingenuidad de mi padre me daba menos pena que la deslucida melancolía de aquella chica fea y con buen tipo, que se pasaba las tardes suspirando, deshaciéndose en un risueño y eterno lamento con los ojos entornados, esmaltados de felicidad ajena.

—¿Qué estás leyendo? —le preguntaba algunas veces, cuando la veía cerrar los ojos para apretar el libro con las dos manos contra su pecho, como si su corazón fuera a explotar, incapaz de albergar ya ni un gramo más de emoción.

—Una novela.

—Ya, pero ¿de qué trata?

—Es muy bonita, preciosa, una historia preciosa de una chica joven que se ha quedado viuda con un niño pequeño, y se gana la vida dando clases de inglés, y un millonario la contrata para que se haga pasar por la esposa de su hijo, que está muy enfermo… Bueno, y se va al extranjero, y se enamora del padre, y los dos sufren mucho, claro, porque como el hijo se va a morir y cree que ella es su mujer, pues no pueden demostrarse lo que sienten. Es muy bonita.

Todas eran muy bonitas, preciosas, y todas acababan bien, muy bien, en una boda por amor con mucho dinero de por medio, más o menos como la que le esperaba a su hermana Marisol, aunque en los primeros capítulos las protagonistas siempre malvivieran gracias a empleos miserables, floristas, costureras, institutrices, antes de conocer a los propietarios de una gran fortuna internacional, hombres maduros, seductores, políglotas y elegantes que no podían parecerse mucho al hijo de un terrateniente de pueblo como don Justino. Pero eso lo pensaba yo, no Sonsoles, que ya no podía ponerse sus vestidos de cintura de avispa con falda acampanada para salir de paseo con su hermana sobre aquellos tacones imposibles, porque como Marisol ya estaba prometida, no convenía que se dejara ver demasiado por la calle, y tampoco estaba bien visto que saliera ella sola, así que la pobre Mediamujer se pasaba las tardes encerrada en el cuartel, leyendo novelas de amor y dándole pena a un niño de diez años que leía libros mucho más largos y exigentes, más verosímiles en su delirante fantasía que aquellos copos de algodón de azúcar donde los ricos buenos se casaban con las pobres guapas y vivían felices y comían perdices, un lector de Julio Verne que escribía cada vez más deprisa palabras sin ningún sentido, qwer y poiu, asdf y ñlkj, sin saber por qué, ni para qué le iba a servir.

Y sin embargo, mis lecturas y las de Sonsoles no eran tan diferentes. Ella leía novelas rosas para cobrar por adelantado con una imaginación exaltada, casi física, una felicidad de la que tal vez nunca disfrutaría. Yo leía otra clase de novelas, relatos de naufragios y tormentas, crónicas de monstruos y cadáveres, historias de caballeros de honor intachable y mercenarios ruines, traicioneros, memorias de hombres sabios o recluidos por sus propias culpas en una misantropía radical y benéfica, para soportar la calamitosa aventura de vivir en la casa cuartel de Fuensanta de Martos en 1948. Los muertos de papel son leves, su agonía breve, su memoria corta, y en los libros que me conseguía Pepe el Portugués, sus nombres además ajenos, tan extraños que sonaban a falsos. Los muertos de papel nunca dejan viudas, ni huérfanos que lloren más de dos líneas, por eso me gustaban aquellos libros, y por eso nunca habría podido denunciar a Sonsoles, contarle a mi padre la verdad. Así, unidos en la complicidad de una fuga destinada al fracaso, entregado cada uno a su propio desaliento, llegamos hasta una soleada tarde de marzo en la que Sanchís interrumpió abruptamente una de aquellas clases que nunca llegaron a serlo en realidad.

La razón remota, como siempre, estaba en el monte. Con el presentimiento de la primavera, la partida del nuevo Cencerro, al que todos llamábamos ya Cencerro a secas, aunque nadie hubiera logrado resolver el enigma del rostro que se ocultaba tras ese nombre, había multiplicado su actividad, elevándose a niveles que no se recordaban. No se trataba sólo de los golpes económicos, ni de los billetes firmados, sino de cosas más serias, sobre todo propaganda. A mediados de febrero, algunos cortijos abandonados habían amanecido pintados de arriba abajo con consignas revolucionarias, y a principios de marzo ya circulaba un boletín con textos tan bien escritos que hasta los más escépticos terminaron por ver en ellos la mano de Elías el Regalito. A partir de entonces, la Guardia Civil no tuvo otra prioridad que encontrar la imprenta de donde habían salido aquellos folletos cuyo contenido era mucho menos importante que su propia existencia, transparente hasta para quienes sólo sabían firmar con una cruz. Aunque en teoría habrían debido mantener su propósito en secreto, todo el mundo estaba enterado de todo, como de costumbre, y yo aún mejor informado, porque mi padre se quejaba sin cesar de la presión que recibían desde arriba, aunque me limité a seguir el ritmo de sus registros a distancia hasta que un día le oí contar en la mesa que aquella tarde no le iba a quedar más remedio que ir con Romero a casa del Portugués.

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