El Lector de Julio Verne (37 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

¿Con Nino? Esa fue la única vez que mi padre le interrumpió, sin ocultar su alarma pero sin volverse tampoco a mirarme, ¿con Nino por qué? Bueno, es que, desde la noche que nos llevamos a Fernanda a mi casa… Curro no quiso hacer más precisiones y nadie se las pidió, la verdad es que era muy antipático con él, no le dejaba en paz, y esa era la verdad, que era muy antipático conmigo, que no me dejaba en paz, pero en ese momento, no sé por qué, sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, en ese momento sentí una pena enorme por Miguel Sanchís, que era un atravesado, y un cabrón que disfrutaba maltratando a la gente, un cabrón que se divertía amenazando a las mujeres con violarlas, el mismo cabrón que sin embargo no había querido delatarme cuando me vio con Elena en la puerta de la churrería, aquella tarde de domingo, quizás por eso tuve ganas de llorar por él, por eso y porque adiviné que no llegaría vivo al final de aquella historia, de su historia, porque supe que estaba muerto antes de que Curro terminara de contarla, todo eso me dijo y al final me preguntó si me acordaría de todo, y le dije que sí, y me dio las gracias, y yo estaba tan aturdido, tan confundido todavía, que no comprendí lo que iba a pasar, no fui capaz de adivinarlo, no pude impedirlo, sólo mirarle, le miré y vi que se le caían dos lágrimas de los ojos, sólo dos lágrimas muy grandes que le resbalaron despacio por la cara mientras se llevaba la pistola a la cabeza, mientras se apoyaba el cañón en la sien, y ya tenía el dedo en el gatillo cuando gritó, ¡Viva el Partido Comunista de España!, y un instante después volvió a gritar, ¡Viva la República!, y se mató.

Luego, los cuatro estuvimos callados mucho tiempo. Todavía necesitaríamos mucho más para comprenderlo todo, para poder aceptarlo, para recordar e interpretar lo que recordábamos. Mi padre y Curro liquidaron el orujo en silencio mientras mi madre seguía sentada a su lado, con los hombros encogidos, los brazos muertos hasta que fui yo hacia ella, y me senté en sus rodillas, y me abrazó sin mirarme, sin decir nada, como movida por un resorte, un impulso mecánico, inconsciente.

Entonces pensé lo mismo que estarían pensando ellos, empecé a ordenar los episodios de una larguísima cadena de coincidencias que cobraba sentido de repente, y descubrí por qué a Sanchís le gustaba tanto chillar, amenazar, disparar al aire, por qué parecía disfrutar al exhibir tanta violencia, tanta crueldad, tanto odio acumulado, innecesario. El sabía que, por mucha inmunidad que le garantizara su pasado, hasta el teniente le tenía miedo, sabía que siempre habría alguien encargado de estar a su lado para sujetarle la mano, y siempre hubo alguien, siempre menos la noche en la que mató a Comerrelojes y a su primo Pilatos, porque nunca había sido tan rápido, nunca excepto, quizás, cuando se desabrochaba el cinturón, tan deprisa que nadie se daba cuenta de que jamás hacía siquiera el ademán de desabrochar el primer botón de sus pantalones.

Miguel Sanchís era sargento y no tenía por qué hacer guardias, pero en los momentos difíciles, siempre había sabido convencer al teniente de que lo mejor era que en el cuartel se quedara él, que tenía más autoridad, más experiencia que los demás.

Por eso estaba solo cuando rodearon a Cencerro en Valdepeñas, cuando Elías se subió al monte mientras su madre y sus hermanas velaban el cadáver de su padre, cuando se fugaron las mujeres, pero nunca cuando había redada. Michelín no quería correr el riesgo de que aquel fanático, aquel loco sanguinario, incontrolado, acabara matando a golpes a quien no debía, y lo alejaba de los calabozos con cualquier excusa. Mi padre y Curro estarían recordando ahora cómo se le habían escapado los Fingenegocios, por un pelo, por un puto pelo, dijo él al volver al cuartel, cagándose en Dios, mientras Carmona, su compañero de aquella noche, al que él mismo había enviado en otra infructuosa dirección, le consolaba diciendo que no se preocupara, que a cualquiera se le puede encasquillar una pistola en el momento menos oportuno. Miguel Sanchís nunca le había aplicado la ley de fugas a nadie. Y nadie llegaría nunca a saber cuántos hombres, cuántas mujeres le debían la vida o la libertad, a cuántos habría salvado antes de salvar a muchos más con su propia muerte, aquella noche.

—¡Joder! —mi padre estrelló el puño cerrado sobre la mesa mientras yo recordaba, además, la imprenta de los del monte, el registro irregular del cortijo de las Rubias, el rollo de pleita que le había requisado a Filo para salvar la máquina escondida en el altillo de doña Elena, la escena del calabozo y el miedo que pasé, puro teatro aquella vez, por fin y de verdad una película—. ¡Joder, joder, joder!

—Ay, Nino, siéntate ahí, anda… —mi madre me obligó a levantarme, como si mi peso hubiera empezado a molestarla, y arrimó una silla a la suya sin dejar de mirar a su marido—. Pero no lo entiendo, la verdad es que no lo entiendo —y se volvió hacia Curro—. ¿Por qué no te dijo que se le había disparado el arma?

El la miró como si no hubiera oído bien la pregunta, y tardó algunos segundos en contestar.

—¿Por accidente? —mi madre asintió—. ¿Pero cómo iba a decirme eso, Mercedes, si acababa de hacerle un agujero entre las cejas a un blanco que estaba a doscientos metros a las tres de la mañana? Es imposible. Sabía que yo no me lo iba a creer, nadie se lo hubiera creído.

—Pero, de todas formas, si era comunista… Es eso, ¿no? Que era comunista, parece mentira, Sanchís comunista, es que me pongo mala sólo de decirlo… ¿Por qué no te mató también a ti? ¿Por qué no se escapó?

Curro la miró como si no se le hubiera ocurrido pensar en eso hasta aquel mismo momento, pero mi padre negó con la cabeza antes de hablar, y ya era el más tranquilo de los tres.

—¿Adónde, Mercedes? No lo tenía fácil, ¿sabes? No tenía muchas oportunidades… —se quedó un momento pensando y sonrió con tristeza—. En realidad, no tenía ninguna. Él trabajaba en secreto, tenía que trabajar en secreto. Los del monte no sabían nada, estoy seguro, porque no lo sabían en el pueblo. Todo el mundo le odiaba, no sólo los rojos, todos, todos le tenían miedo, ya lo sabes, así que, ¿adónde iba a marcharse? Si hubiera intentado irse para arriba con el uniforme, le habrían matado los suyos antes de que pudiera abrir la boca, y si le hubiera dado tiempo a explicarse, le habrían matado igual, porque no se fiarían de él, ellos no pueden fiarse de nadie. ¿Y qué otra cosa podía hacer? Venir aquí, vestirse de paisano, llevarse a su mujer… ¿Adónde? Al monte desde luego no, con las piernas de Pastora no iban a llegar muy lejos. Y si se hubiera marchado él solo, cuando encontráramos los cuerpos… Ya lo has oído, a nadie se le dispara por accidente un arma capaz de abrirle un boquete entre las cejas a un hombre, y menos a dos, porque habría tenido que matar a Curro antes de huir, así que habríamos descubierto lo que había pasado más pronto que tarde, y… ¿Quién habría pagado por él?

—Pastora —fue su compañero quien contestó a esa pregunta—. Ya lo he pensado. Si hubiera huido, lo primero que habrían hecho sería detenerla.

—Detenerla, encerrarla, incomunicarla, y… —mi padre no quiso seguir, tampoco hacía falta—. Quién sabe qué más.

—Y él la quería —afirmó mi madre.

—Claro que la quería —Curro lo aseguró, aunque no hiciera falta, porque esa era la única verdad que conocíamos de Miguel Sanchís—. La quería mucho. Muchísimo.

—Por eso no tenía ninguna oportunidad, ¿lo entendéis? No podía correr el riesgo de que el Pirulete contara nada, eso era lo más importante para él, proteger a los de arriba, por eso le cerró la boca con un tiro mortal de necesidad, y después… No podía irse al monte, no podía volver aquí, no podía llevarse a Pastora ni marcharse sin ella. Lo único… —y volvió a quedarse pensando—. Lo único habría sido esconderse en casa de su enlace, correr el riesgo de que le viera alguien, ponerle a él, o a ella, o a ellos, también en peligro, pero…

—Sanchís me dijo que estaba solo aquí abajo. Lo repitió varias veces.

—Ya, pero eso no puede ser, Curro —mi padre sonrió—. Ya sé que te lo dijo, te lo diría para encubrir a quien sea, pero es imposible. Alguien tenía que saberlo, alguien tenía que darle información y tenía que recibirla, ¿no lo entiendes? Si no, ¿para qué querrían tenerle dentro, de qué les serviría? No podía trabajar solo, en secreto sí, pero no completamente solo, lo que pasa… Seguramente, su enlace no vive aquí, eso sería demasiado arriesgado. Vivirá cerca, pero en otro pueblo, en Martos, quizás, en Los Villares, o… Vete a saber. Le vería una vez a la semana, o cada diez días, una vez aquí, otra allí, en una venta, en la otra, o tendrían un sistema para comunicarse sin verse siquiera. Eso explicaría por qué no intentó huir. Habría necesitado un coche, y aquí no tenemos ninguno. Matarte, venir al pueblo, robar un motocarro, o el coche de don Justino, recoger a Pastora, llegar a otro pueblo, deshacerse del coche… Era demasiado complicado. Le habría visto alguien y no podía arriesgarse a que le cogiéramos vivo, eso no, eso, de ninguna manera. Si le hubiéramos cogido vivo… En fin, él sabía lo que le habría pasado y que lo habrían fusilado al final, aunque hubieran tenido que sacarlo en una silla, con la columna rota en dos mitades, que tampoco sería el primero. Aunque le hubieran torturado hasta matarle, aunque antes le hubieran obligado a ver cómo moría Pastora de una paliza, después habrían fusilado a su cadáver, y él lo sabía.

—Por eso me perdonó la vida —concluyó Curro—. Al fin y al cabo, estoy vivo por…

—Estás vivo para que puedas contarlo —pero mi padre seguía siendo el único capaz de ver las cosas con claridad—. Estás vivo porque muerto no le servías de nada. Tampoco tenía motivos para matarte, desde luego, pero todo lo que te dijo, lo de las Rubias, lo de Carmela, todo lo que te contó que había sabido, que había hecho… Para él, eras mucho más útil vivo que muerto, porque gracias a ti sabemos la verdad, que teníamos un comunista dentro, que seguramente no será el único, que no podemos saber cuántos son, ni dónde están, ni estar seguros de nada, nunca. Sanchís sabía que podía acabar así, estoy seguro de que lo sabía, de que lo tenía planeado. Y escogió la muerte que más le convenía, una muerte instantánea, sin dolor, buena para él y buena para los suyos, porque la convirtió en un acto de propaganda. ¿Para qué te crees que gritó, si no?

—¿Y qué va a pasar ahora?

Mi madre miró a mi padre, a Curro, mientras ellos se miraban entre sí, como si fueran incapaces de responder a esa pregunta.

—Pues no lo sé —su marido volvió a reaccionar primero—. No tengo ni idea, nunca ha pasado nada parecido, así que… Pero, de momento, tendríamos que recuperar los cuerpos, ¿no? Son las cinco y cuarto de la mañana, dentro de una hora empezará a amanecer. ¿Dónde están?

—Donde cayeron, en la cuesta del molino. Los puse juntos, los tapé con la capa de Sanchís y les eché unas ramas por encima —y entonces, Curro hizo un gesto de extrañeza, como si le pareciera ridículo lo que acababa de decir—. No sé, me pareció que era lo mejor.

—Sí, sí —mi padre se levantó, cogió su guerrera del respaldo de la silla, se la puso—. Vamos.

—Habrá que despertar al teniente, ¿no?

—Hombre, claro. Al teniente y a los demás, a todo el mundo —se despidió de mi madre con un beso y me cogió por los hombros para mirarme a los ojos, antes de irse—. Y tú, ahora, a la cama, ¿entendido? Y, mañana, por mucho sueño que tengas, a la escuela. Y ni una palabra a nadie, ¿está claro? A nadie. Ni a Paquito, ni al Portugués, ni a nadie. Aquí, esta noche, no ha pasado nada.

Negué con la cabeza y le abracé, le estreché con mucha fuerza sin saber muy bien por qué, como si necesitara abrazarle, simplemente, y cuando se separó de mí, sonreía.

—No tengas miedo, Nino —me dijo, y yo no tenía miedo, pero tampoco me importó que lo pensara—. Los muertos no hacen daño, hijo.

Y sin embargo, cuando nos quedamos solos, le pregunté a madre si podía acostarme en su cama y ella me dijo que sí, aunque no creía que fuera a dormir en lo que quedaba de noche. Eso mismo pensaba yo, pero me dormí enseguida.

A la mañana siguiente, cuando fuimos juntos a la escuela, Paquito no me contó nada, no me hizo ninguna pregunta ni me animó a que se las hiciera, y el resto de la mañana fue igual, rutinaria, aburrida, tan tranquila como si nadie hubiera matado a nadie de madrugada, en la cuesta del molino. Cuando volvimos a casa para comer, me di cuenta de que en la taberna de Cuelloduro ya sabían algo, pero no pude adivinar de qué se habían enterado exactamente, porque casi todos estaban dentro, y en la puerta, dos hombres nos miraron muy mal al pasar. No lo entendí. Deberían estar contentos, me dije, porque el Pirulete era un traidor y Sanchís uno de los suyos, el héroe que había impedido que la traición se consumara antes de suicidarse por la causa. Eso era lo que había pasado en realidad, y sin embargo, antes de llegar a casa, ya pude respirar en el aire una verdad distinta.

Mi hermana Dulce, que al cumplir catorce años había abandonado la escuela sin pena ninguna, para entrar en un taller donde recibía por las mañanas clases de corte y confección a cambio de coser gratis por las tardes, siempre llegaba antes que yo, y aquel día me estaba esperando con la mesa puesta, mi plato cubierto con otro para que conservara el calor.

—Madre no va a venir a comer. Está en casa de Pastora. Han matado a Sanchís.

—¿A Sanchís? —pregunté, con los ojos muy abiertos, y ella, hasta entonces más pendiente de Pepa, que se ponía perdida cada vez que había sopa, que de mí, me miró con atención.

—Sí. Madre me ha dicho que lo sabías.

—Claro, pero estaba tan dormido… Anoche vino Curro, y… —mi padre me había pedido que no le dijera nada a nadie, pero Dulce era mi hermana, y además, todo eso le daba igual—. ¿Qué pasó? No me acuerdo.

—Pues nada… —y volvió a limpiar a Pepa, a regañarla, antes de seguir—. Que anoche los del monte les estaban esperando, y en la emboscada, Sanchís mató al Pirulete pero otro le pegó un tiro en la tripa, y cuando Curro volvió, ya se había desangrado, y estaba moribundo, tan mal, y con tantos dolores, que le pidió que le matara.

No me lo puedo creer, me dije, no es verdad, no puede ser verdad, no me lo creo. Y sin embargo, esa fue la verdad oficial, la que empezó a circular por el pueblo a mediodía, la que acaparó todas las conversaciones en la taberna de Cuelloduro, la que publicaron los periódicos del día siguiente. Había sido una decisión del alto mando, del mismísimo teniente coronel, porque aquella mañana, cuando fue a Jaén a informar y a pedir instrucciones, el jefe de mi padre había planeado algo distinto. Había mandado a Carmona a custodiar el cadáver del Pirulete, para que nadie lo descubriera antes de tiempo, y se había llevado a Sanchís a la capital dentro de una ambulancia, como si siguiera estando vivo. Tampoco le había contado nada a Pastora, porque habían salido antes de las siete y el turno de su marido no terminaba hasta las ocho.

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