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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas (18 page)

—Ya lo veo. Se trata entonces de todo o nada.

—Exactamente, pero el juego va más lejos de lo que usted supone. Hemos puesto todos los medios a su disposición. Si no culmina la misión con éxito, nos ocuparemos de que termine como el siclo de París.

38

Al leer la sección de sociedad de Le Monde, Andreas supo que —por tercera vez— les habían tomado la delantera. En la fotografía pudo distinguir una mala réplica de la torre Eiffel, pintada a franjas blancas y rojas, entre un bosque de rascacielos.

Mientras el camarero del hotel servía un segundo café au lait a su compañera, leyó la noticia que enseguida conocería Solstice.

UN INSÓLITO ROBO EN LA TORRE DE TOKIO SE SALDA CON DOS MUERTOS

Agencias
. El barrio tokiota de Minatoku era objeto ayer de una intensa batida por parte de la policía nipona tras el doble asesinato perpetrado por un occidental enajenado, según fuentes oficiales. El autor del crimen, que todavía no ha sido detenido, subió al observatorio de la Torre de Tokio, situado a 150 metros de altura. Una vez allí, rompió una vitrina donde se exhibía una reproducción a escala de esta torre junto a la de París. Antes de que el agente de seguridad en la planta pudiera dar la alarma, el extranjero lo abatió de dos disparos. Un segundo empleado resultó muerto al intentar detenerle en la salida de las instalaciones. Según testigos presenciales, el enajenado sustrajo la miniatura de la Torre de Tokio, dejando la construcción francesa en su lugar.

Según un forense psiquiatra consultado, este ataque de fatales consecuencias podría haber sido motivado por un cartel explicativo donde se constata que la torre tokiota es 8,6 metros más alta que la parisina, aunque el peso de la primera sea menos de la mitad.

—Me consuela pensar que, aunque hubiéramos volado a Tokio ayer mismo, no habríamos llegado a tiempo —suspiró Solstice—. Puedo figurarme perfectamente el orden de los hechos.

—¿Solo por esta noticia?

—Y por un detalle al que deberíamos haber dado más importancia —añadió muy seria—. La puerta de acceso a la escalera del tercer al segundo nivel estaba abierta. ¿No te pareció insólito?

—Pensaba que…

—Está muy claro —le interrumpió—. Lebrun acudió a la torre Eiffel de buena mañana, como nosotros, y encontró quien le abriera aquella jaula. Pero no había dado con la cifra exacta y, por lo tanto, no supo dónde buscar la moneda en ese caos de hierros. En cambio, había resuelto el acertijo del quinto cuaderno y sabía muy bien dónde se ocultaba el siclo de la envidia.

—¡Dentro de la maqueta de la Torre de Tokio! —exclamó Andreas.

—Exacto. Por consiguiente, prefirió ir a buscar una moneda segura que volverse loco en el esqueleto de la torre Eiffel.

—Espera un momento —intervino Andreas haciendo un rápido cálculo mental—. Hay algo aquí que no cuadra. Aunque Lebrun hubiera estado en la escalera prohibida por la mañana, no tuvo tiempo material de llegar a Tokio el mismo día. Con los usos horarios en contra, saliendo de Europa a media mañana llegas a Japón a primera hora del día siguiente. Es decir: ahora.

Esta deducción provocó un tenso silencio entre ambos. Finalmente fue el guía quien se atrevió a exponer su propia teoría de los hechos.

—Es muy posible que Lebrun nos hubiera seguido hasta aquí, y que entrara en la escalera prohibida mucho antes que nosotros, lo cual por cierto nos salvó la vida. Al no lograr el siclo de plata prosiguió su búsqueda, fuera en Tokio o en cualquier otra parte. Si decidió volar a Japón, está claro que llegó a la fiesta un día tarde. Para estar ayer en la Torre de Tokio y armar ese lío… tendría que haber salido directamente desde Nueva York después de lo sucedido en el Met.

No necesitó leer su mirada, nuevamente oculta bajo4os cristales oscuros, para entender que Solstice había comprendido su alusión.

—Sospechas que Sondre… —apuntó ella.

—No lo sospecho, lo sé. París no le interesaba porque ya contaba con dos tontos, nosotros, para buscar una aguja en un pajar de hierro. Mientras volábamos hasta aquí, él puso rumbo a Oriente, donde sabía el escondite del tesoro. Dos siclos de plata de una tacada. A toro pasado, la capital de la envidia parece muy evidente cuál es.

—Es cierto —convino ella con las mejillas encendidas—. A fin de cuentas, en ningún lugar como Tokio se venera, copia y envidia tanto a Occidente. Esa maldita torre es la prueba.

—Por lo tanto, Sondre está ganando la partida. Tiene dos siclos y cree que tú guardas un tercero, ¿no es así?

Solstice se limitó a afirmar con la cabeza.

—Alguien capaz de matar a sangre fría a tres personas para salirse con la suya… no entenderá fácilmente que el siclo de París haya desaparecido en el Sena.

—Tienes razón, no lo entenderá —respondió ella con un ligero temblor en la voz.

—Eso quiere decir que si topamos con él, podemos darnos por muertos, ya que nos pedirá el siclo que se ha perdido. A no ser que le hagamos creer que no pudimos encontrarlo, lo cual sería lo más lógico.

—Sabe que lo tenemos —dijo Solstice con firmeza.

—¿Se lo has dicho tú? —le preguntó Andreas escandalizado.

—No es necesario, hay mil ojos que nos ven. ¿Por qué crees que lo arrojé al Sena?

—Para devolver la paz al mundo económico, según tus propias palabras.

—Eres demasiado crédulo para este juego, Andreas. No debería decírtelo porque te necesito para llegar hasta el final. Pero ten en cuenta una cosa: si la moneda hubiera estado una hora más en nuestro poder, habríamos terminado como Rangel.

Andreas miró a la dama de abrigo rojo y gafas oscuras como si la viera por primera vez.

—Si, como dices, hay mil ojos que nos ven —dijo alterado—, ¿cómo es que seguimos con vida después de haber lanzado la moneda al agua? ¿Por qué no nos liquidan y acabamos de una vez?

La voz de Solstice sonó lúgubre.

—No lo harán mientras sigamos con la búsqueda. A todos nos está costando Dios y ayuda encontrar esas jodidas monedas, así que no sería inteligente sacarse de encima a dos jugadores que empiezan a cosechar éxitos. Aunque te aseguro que no permitirán que eche a perder la próxima.

—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó Andreas totalmente desconcertado.

—De momento, seguir con el testimonio de nuestro amigo.

Testamento de Judas VI/VII

Me resulta difícil describir lo que a partir de aquel momento sentí. Muchas aflicciones y dudas habían anidado en mi vida hasta entonces, pero ninguna podía compararse a aquella.

Cuando el maestro nos vio, se dirigió a nosotros con aquella expresión que hacía que las gentes se rindieran a él. Y dijo:

—Sed bienvenidos, amigos, pasad y tomad reposo, pues os veo fatigados del viaje y necesito de todos vosotros más que nunca. La hora de la verdad está cada vez más próxima, y cada uno de nosotros deberá poner su parte para mayor gloria de mi padre.

Tras hablar así, el maestro posó su mirada en cada uno de nosotros y al llegar a mí la sostuvo un mayor tiempo. Yo me avergonzaba de mis sentimientos, pero en verdad puedo decir que sentía celos de aquel hombre, al que hasta unos instantes atrás amaba profundamente.

Bajé los ojos al suelo y me dispuse a refugiarme en el interior de la casa, pero él me retuvo cariñosamente por el brazo y, casi en un susurro, me dijo:

—No te avergüences nunca de amar Judas, pues te será exigida la prueba de amor más suprema y dolorosa de todas.

Quedé aturdido por sus palabras. En mi interior tenía la certeza de que sabía de todos los sentimientos que en mí se agitaban desde el momento que habíamos llegado.

La vida ya no volvió a ser lo mismo para mí.

Descansamos un tiempo en Betania, donde hablábamos de la situación de nuestro pueblo, de los romanos, del Sanedrín y de los planes de los días venideros. Por las tardes nos reuníamos en torno a Jesús y escuchábamos sus palabras. No siempre eran comprensibles pero sí llenas de amor, por lo que infundían en nosotros una dulce calma.

Al despedirnos por la noche, nos retirábamos a una estancia contigua al patio, mientras él y su esposa subían a los aposentos del piso superior. Este hecho, a mi pesar, me dolía en lo más profundo de mi corazón. No conseguía alejar aquella mujer de mi pensamiento, lo que me hacía sufrir grandemente.

Así fue cada uno de mis días desde entonces, ya que María era como uno más de nosotros. Nos acompañaba a todos y cada uno de los encuentros con la muchedumbre, cada vez más numerosa. Participaba de todas las actividades del grupo e intervenía en nuestras discusiones como si de un hombre se tratara, tal y como en su día me habían comentado de ella.

Se mostraba amable con todos, pero, para mi mayor desgracia, notaba cierta deferencia en su trato hacia mí. Yo procuraba esquivar su compañía, pero cada vez me costaba más lograrlo sin que pareciera incorrecto.

Una mañana en que estaba junto al pozo completamente solo, no pude evitar su encuentro. Lo que María me habló vino a aumentar mi tribulación.

—Judas, necesito tu ayuda. Temo por la vida de mi esposo y creo que solo en ti puedo confiar. Los galileos únicamente piensan en el poder y en levantarse contra los romanos. Con este fin están utilizando a Jesús para presentarlo, ya no como el Mesías de los viejos escritos, sino como un rey que ha de conducirlos a la victoria. Simón Pedro y Simón de Capernaum mantienen contactos con los zelotes de todo el país. Ellos mismos son zelotes, he visto la daga que siempre les acompaña, y el resto les sigue en sus ideas.

La próxima Pascua, aunque todavía lejana, es la fecha que han fijado para la gran revuelta. Jesús quiere que estemos en Jerusalén en ese tiempo, y los zelotes han decidido que es el lugar ideal para empezar a dar batalla. Pero esta lucha solo muerte y desolación nos puede traer, y a mí en especial un gran luto, pues mi esposo morirá sea cual sea el resultado. Si Simón Pedro logra que las gentes le sigan, los romanos responderán con un gran baño de sangre con todos nosotros, y verán en Jesús la cabeza visible de la revuelta.

Si, por el contrario, el pueblo no se levanta, los zelotes culparán a Jesús e intentarán que transmita su mensaje de revuelta. Como no lo lograrán, también desearán ajusticiarlo, así que ya ves cuan negro es nuestro futuro.

Así me habló la princesa de Magdala, con la lucidez de un hombre instruido y la angustia de una esposa amante. Al tenerla frente a mí en la soledad del patio, pendiente de mi respuesta, la vi aún más bella, si eso era posible. A pesar de que todo mi ser flaqueaba y mi cabeza ardía, acerté a responderle.

—¿Y qué piensas tú que yo puedo hacer, pobre de mí? Cono¬ciéndote, estoy seguro de que ya debes de haber urdido algún plan. Si es así, cuéntamelo y dime cuál ha de ser mi papel.

Una leve sonrisa iluminó su rostro, y sin perder tiempo me contó su idea.

—Como sé que estarás de acuerdo en que nos encontramos en medio de una lucha por el poder, también entenderás que con el poder debemos jugar. Debemos buscar protección en aquellos a los que, manteniendo una posición neutral, no conviene ni que Roma se irrite ni que el pueblo encuentre un rey que mengüe su influencia, y eso nos lleva al Sanedrín. Si podemos pactar con ellos que, durante la Pascua, Jesús permanezca recluido en el templo, los zelotes no tendrán el rey que buscan para su revuelta. Aunque a pesar de esto decidan hacer alguna escaramuza, los romanos no podrán culpar a Jesús del levantamiento, que será muy débil y fácil de sofocar.

»Tú, Judas, tienes un amigo en el Sanedrín. Llegaste hasta Jesús de la mano del buen Nicodemo, un hombre sabio y justo que es el mediador que necesitamos. Sé que puedo contar con tu ayuda, pues he oído decir muchas veces a mi esposo que tienes un papel decisivo en lo que está escrito que acontezca, y que por tus manos pasa el futuro.

A partir de aquella conversación, los días se sucedieron con extrema rapidez. Visitamos pueblos, ciudades y aldeas, y en cada una de ellas éramos recibidos con mayor fervor que la anterior. Los seguidores de Jesús aumentaban como las aguas de un río con la lluvia, mientras la Pascua se aproximaba.

Mi cabeza no dejaba de pensar ni de día ni de noche en lo que debía hacer. Me aparté más aún del resto de los discípulos del maestro, y me ocultaba por los rincones para meditar. Aquello no pasaba desapercibido a Simón, que me vigilaba de cerca, seguramente esperando mi reacción a los acontecimientos futuros.

Finalmente me decidí a viajar a Jerusalén para ver a Nicodemo. Se lo comuniqué al maestro, que me miró profundamente y me dijo que me fuera en paz, añadiendo:

—Mas no tardes en regresar, que llega la hora de la verdad y has de hacer lo que está escrito.

Sus palabras solo lograron que aumentara la gran zozobra que yo sentía, la cual me acompañó en todo mi camino a Jerusalén. No dejaba de pensar cómo me afectaría toda aquella trama de poderes enfrentados.

Si salvábamos a Jesús, yo saldría reforzado ante todos por mi participación en los hechos. Tendría el agradecimiento de María, pero seguiría corroído por los celos al verla con mi maestro.

Si, por el contrario, Jesús moría a manos de unos o de otros, yo habría hecho todo lo posible para evitarlo, y María seguiría estándome muy reconocida por mis esfuerzos. Tal vez entonces yo pudiera suceder al maestro en su corazón.

Quería alejar de mí aquel pensamiento, pero me resultaba imposible. Recordaba toda mi vida de soledad, la indiferencia de mis compañeros desde Andrés a los gemelos Alfeo. ¡Cómo cambiarían todos de parecer si la viuda del maestro les contaba que solo yo, Judas Iscariote, había intentado salvar a Jesús, poniendo en peligro mi propia vida!

Al pensar así, me dije que quizá mi posición no fuera tan mala después de todo. Ocurriera lo que ocurriera, yo quedaría cubierto de cualquier responsabilidad.

Sin darme cuenta me encontré frente a la puerta del templo. Crucé el patio y subí por la escalera principal hasta el lugar en que acostumbraba a estar el buen Nicodemo. Como a nadie encontré allí, anduve buscándolo entre las columnas sin resultado, hasta que una voz autoritaria me preguntó:

—¿A quién buscas?

Cuando me volví, me encontré delante mismo del sumo sacerdote del Sanedrín, el gran Caifas.

Mucho había oído hablar sobre aquel saduceo. Sabía de su altivez, de su amistad con Pilatos y también de su desmedida ambición. Por eso mi primera intención fue marcharme, pero no podía hacerlo sin responder a su pregunta, así que le dije la verdad, que buscaba a mi antiguo rabí Nicodemo. A lo cual respondió:

—Estará ausente un tiempo. Dices que era tu antiguo rabí, ¿quién es el actual?

—Jesús de Nazaret, y sobre él quería hablarle.

Al oír aquello, los ojos de halcón del saduceo brillaron como ascuas, y con gran deferencia me invitó a contarle más. Justo entonces una idea acudió, en mala hora, a mi mente. Yo sería quien echaría los dados en aquella partida y también el máximo beneficiado.

—He venido a proponeros un trato, porque soy un buen judío temeroso de la ley que desea lo mejor para su pueblo. Veo en Jesús de Nazaret un hombre de buena voluntad, pero que entraña gran peligro para todos. Los romanos le consideran un agitador, para los judíos es fuente de polémica, ya que sus palabras despiertan dudas sobre la fe de nuestros padres y abuelos, y para el Sanedrín estas dudas no son beneficiosas. Todo ello hace que ponga en peligro a nuestro pueblo y que los más aguerridos estén al borde de un levantamiento. Incluso la vida de Jesús se halla en peligro.

Caifás escuchaba en silencio e iba asintiendo levemente con la cabeza. Cuando hube terminado de hablar, preguntó:

—¿Y qué trato propones?

—Hemos previsto pasar la Pascua en Jerusalén. Los zelqt.es quieren que esta sea la señal para un levantamiento contra Roma, con Jesús a la cabeza. Cualquiera que sea el resultado, habrá muchas muertes, así como cambios en la vida de nuestro pueblo y probablemente en el Sanedrín. El mismo Jesús puede morir y convertirse en un mártir. ¿Qué os parecería si yo os lo entrego, vosotros hacéis que Roma le deporte y, de este modo, preservamos todos el orden establecido? Además, de esta forma el Sanedrín se procuraría el agradecimiento de Pilatos, y este a su vez cosecharía un logro ante el emperador Tiberio. Una sola condición impongo: apresadlo, lleváoslo lejos para que ningún judío sepa de él, pero preservadle la vida. Jesús no debe morir.

Me sentía orgulloso de mi plan, permitiéndome incluso poner condiciones al sacerdote supremo en persona. ¡Cuán tonto pueden volver la vanidad y la envidia a un hombre! Frente a María yo habría protegido a Jesús. Para Caifás habría sido un buen judío, y con Jesús lejos y sin retorno ni noticias, con el paso del tiempo María Magdalena incluso podría volver a tomar marido. En todo caso yo estaría junto a ella, en sus momentos de tribulación, para protegerla y acompañarla en su zozobra.

—Brillante plan, Judas. —La voz de Caifás me sacó de mis pensamientos. El sumo sacerdote continuó—: Lo expondré al resto de los sacerdotes y a Anás en especial, pero ya te adelanto que así se hará. Has cumplido con tu deber.

—Me honra saberlo, pero recuerda lo que hemos hablado: Jesús no morirá. Debes exigírselo a los romanos.

—De acuerdo, pero piensa que siempre es un mal menor que muera un solo hombre en lugar de toda una nación.

Mi voz se volvió firme en este punto.

—Si no me garantizas que no morirá, rompo el trato.

—Te lo garantizo —respondió Caifás— Y como prenda a mi palabra, te voy a entregar algo de gran valor. Ven más tarde y te lo daré.

—Nada quiero.

—Será una fianza entre el templo y tú. Regresa luego.

Me alejé con un sentimiento que oscilaba entre la euforia y la duda. Deambulé sin rumbo por las calles, ya que no quería demorar mi partida, pese a que me intrigaban las palabras de Caifás.

Por la tarde me acerqué nuevamente al templo, y allí estaba el sumo sacerdote esperándome. Al verme vino a mí y me entregó una bolsa de cuero muy vieja y usada. La abrí y dentro encontré unas piezas de plata, treinta conté más tarde, que devolví con enojo a Caifás.

—Ya he dicho que nada quiero. ¿Es que acaso pensáis que deseo vender a mi maestro?

—Calma, Judas, nadie piensa tal cosa. Lo que te entrego como fianza no son monedas. Estas treinta piezas de plata pertenecen al tesoro del templo. Son muy antiguas y tienen un raro poder, ya que atraen la riqueza hacia aquel que las posee. El Sanedrín te las entrega como muestra de nuestra confianza en ti y como fianza a nuestro pacto, y esperamos que cuando todo haya terminado las devuelvas al templo.

Tomé la maldita bolsa y me la guardé.

Sin mediar más palabra, emprendí el regreso.

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