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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (15 page)

Como el testamento y los registros de validación eran documentos legales activos, a pesar de su antigüedad estaban conservados en el mismo sistema de archivo que los registros más actuales, sin que se hubiesen tomado medidas especiales para su conservación. Connie deambuló entre las filas de archivadores hasta detenerse finalmente ante un cajón numerado que decía: «Validación de testamento: Dam/Danforth.» Abrió el cajón y la recibió una nube de polvo, seguida de cientos de carpetas de archivo. Cada archivo representaba toda una vida. En el interior de cada una de las carpetas había pistas de personalidades muertas hacía mucho tiempo, así como dinámicas familiares largamente olvidadas. Granjas cortadas en parcelas cada vez más pequeñas. Proyectos de matrimonio consumados o arruinados. Connie siempre se sentía conmovida por el drama narrativo que, en ocasiones, se encontraba oculto en esos archivos aparentemente secos. Pero el entusiasmo de Sam fue lo que consiguió despertar nuevamente en ella el gusto por la investigación. «Me pregunto si Marcy Lamson está aquí, en alguna parte», pensó mientras comenzaba a revisar los archivos. El recuerdo del rostro sonriente de la mujer persistía en el fondo de la conciencia de Connie mientras pasaba los dedos a través de las carpetas cubiertas de polvo.

Finalmente, aplastada entre «Danefield, Harvey, 12 de diciembre de 1934» y «Danefield, Janice, 23 de febrero de 1888» apareció una carpeta delgada y sucia de cartón arrugado en la que solamente se leía «D. Dane». Connie extrajo la carpeta de su escondite mientras la excitación del descubrimiento desplazaba su irritación inicial por su ubicación incorrecta, y acto seguido se instaló en la mesa a leer su contenido.

Los archivos de validación testamentaria del siglo XX consistían en una portada mecanografiada donde constaba la fecha en la que se validaría el testamento y las firmas de los albaceas y el funcionario del Estado, seguidos de un montón de páginas de legados y cuestiones legales. Una mirada superficial demostró que esas portadas eran bastante estándares, y aparecían también, redactadas en letra manuscrita, en los archivos del siglo XIX.

Sin embargo, cuando Connie abrió el archivo Dane, la portada no estaba. Sin ella, Connie no tenía manera alguna de confirmar la fecha de la muerte de Deliverance. Suponía que Deliverance habría sido ejecutada después de su excomunión en 1692, pero sin la hoja de validación fechada no podía estar absolutamente segura de ese dato. La carpeta de archivo, que parecía haber sido creada en algún momento del siglo XIX, solamente contenía una única hoja de papel. Connie se levantó y se dirigió hacia la pequeña puerta tras la que se escondía la archivera, la abrió y asomó la cabeza en la oficina del personal. La mujer, sentada frente a un escritorio con una novela romántica abierta sobre el regazo, estaba llevándose una taza de café a los labios cuando el sonido de la voz de Connie hizo que se sobresaltara en su asiento.

—Perdón —dijo ella desde la entrada —. El archivo que estoy investigando parece haber perdido la página de portada. ¿Puede decirme si podría estar archivada en alguna otra parte? ¿O si hay un libro mayor que registra las fechas de los testamentos validados?

La pequeña mujer la fulminó con la mirada.

—No —dijo con voz cortante —. En trescientos años ocurren toda clase de cosas absurdas.

La mujer volvió a coger la taza de café para indicarle a Connie que eso era todo lo que tenía que decir acerca de ese asunto.

Ella suspiró y cerró nuevamente la puerta. Regresó a la mesa de lectura y revisó la lista de validaciones que tenía delante de ella. Fijó la mirada en la lista: la suma total de la vida y los bienes de Deliverance Dane. Sacó el cuaderno de notas que llevaba en el bolso y copió literalmente la lista manuscrita, sabiendo que era bastante improbable que la archivera le concediera permiso para fotocopiar un documento tan frágil.

Deliverance Dane

Casa de labranza y 1 hectárea de tierra de cultivo
63 libras [mancha de agua]
Diversas prendas de ropa y piezas de lino
13 libras y 12 chelines
Muebles: armazón de cama, mesa, 6 sillas, alacena
12 libras y 25 chelines
Diversos utensilios de cocina de hierro
90 chelines
Vajilla de terracota
67 chelines
Objetos domésticos diversos
54 chelines
Botellas de vidrio
30 chelines
Arcón de madera
22 chelines
Biblia, libro de recibos
15 chelines
Otros libros
12 chelines
1 cerdo
1,5 libras
1 vaca lechera
2,5 libras
7 pollos
34 chelines
Impuestos adeudados a la única descendiente, Mercy
12 libras y 10 chelines

Connie se quedó mirando el documento durante algunos minutos mientras los pensamientos bullían en su cabeza. Cerró los ojos y comenzó a construir una imagen de las habitaciones sombrías que debieron de constituir el escenario de la vida de Deliverance. Comenzó con un modelo estándar e impreciso del interior de una casa de finales del siglo XVII con el piso de madera, un hogar grande, vacío. Lentamente, el papel reveló indicios que Connie pintó en su cuadro mental, construyendo capas de detalle, del mismo modo en que un artista aplica toques de color.

Deliverance debía de haber sido una mujer viuda, ya que la lista no mencionaba a ningún esposo. Connie situó mentalmente a una mujer de edad indeterminada de pie junto al hogar imaginario, sola. Su posición económica era media —baja; poseía algo de tierra, pero no una granja completa, y algunos accesorios domésticos básicos, aunque ninguno de ellos de especial valor. No tenía vajilla de plata, por ejemplo, y tampoco de peltre. Los muebles habían sido valorados casi igual que la ropa, lo que indicaba que el mobiliario debía de ser decente, pero nada destacable. No se daban detalles acerca de las sillas, de modo que probablemente no estaban tapizadas ni eran sillones. En la lista no constaba ningún tapete para el tablero de la mesa, tampoco ninguna labor de bordado. A partir de esas conclusiones, Connie bosquejó unos muebles alrededor de la mujer imaginaria, añadió una sencilla mesa de madera con las patas torcidas, encima de la cual había unos platos modestos, un caldero de hierro calentándose a fuego lento sobre el hogar, sillas de madera de respaldo recto arrimadas a la mesa, pero sólo uno o dos lugares preparados para comer. La mesa sin mantel. Al otro lado de la estancia, o quizá en la habitación contigua, la que recibía el calor del hogar, había un armazón de cama cubierto con ropa blanca y colchones de plumas, los artículos más valiosos de la casa. Por diversión, Connie añadió algunas hierbas y flores secándose en lo alto. La mujer imaginaria se cruzó de brazos.

La mente de Connie abandonó la escena interior y se trasladó a un huerto que rodeaba la casa: vegetales y guisantes probablemente, junto con raíces que podían almacenarse en invierno, y posiblemente uno o dos árboles frutales. Junto a la casa había una pila de leña que Deliverance había cortado ella misma o intercambiado con otra familia. Connie incluyó una tosca pocilga de madera para el cerdo —aplicó al marrano unas manchas blancas y negras y unas orejas flexibles —, y añadió un simple cobertizo para la vaca en la parte trasera. Luego completó el dibujo repartiendo algunos pollos que picoteaban la tierra junto a la puerta principal de la casa imaginaria. Se alejó aún más y estudió la construcción mental que había hecho de la vida de Deliverance Dane.

Desde esa posición ventajosa, Deliverance aparecía como una mujer solitaria pero capaz. Podía proveerse de gran parte de su propia comida y podía comerciar con pequeñas cosas con sus vecinos: huevos y queso, tal vez incluso con la colada o con labores de costura. Pero había algunos detalles que resultaban difíciles de explicar. Al no disponer de ninguna fecha específica de nacimiento o muerte, por ejemplo, la edad de Deliverance era un completo misterio. La validación del testamento incluía a un único descendiente, una hija llamada Mercy. Deliverance podría haber sido una viuda joven, reflexionó Connie, quizá no había tenido tiempo de tener más hijos o de volver a casarse antes de que la ejecutasen. Pero si ése era el caso, sus bienes probablemente hubieran sido entregados a su padre o a algún otro pariente masculino, antes que a un hijo pequeño. El hecho de que Mercy Dane heredase de su madre sugería que había alcanzado la edad adulta pero aún no había contraído matrimonio. En ese caso, la casa de Deliverance habría estado inusualmente vacía de gente durante un período de tiempo. No había ningún grupo numeroso de hijos pequeños, criados contratados a largo plazo ni parientes mayores. Connie frunció el ceño, sin saber muy bien qué hacer con la sugerencia de dos mujeres adultas, madre e hija, que vivían solas.

Las botellas de vidrio también planteaban un problema. El hecho de mencionarlas específicamente en lugar de quedar incluidas en los «objetos domésticos diversos» implicaba que había un número importante de ellas, o que merecía la pena destacarlas por alguna otra razón. Connie trató de superponer una vasta colección de botellas de vidrio de diferentes tamaños y formas a su imagen del espacio donde vivía Deliverance, pero no encajaban de ninguna manera que tuviese sentido. Entonces repartió algunas botellas sobre la mesa y colocó otras en la alacena. ¿Por qué tenía Deliverance tantas botellas? Connie se inclinó sobre la mesa con los codos plantados a cada lado de la lista y la barbilla apoyada en las manos. La mujer imaginaria en su mente le sonrió.

—¿Señoriiiita? —siseó una voz junto a su oreja.

—¿Sí? —dijo ella, irritada.

La archivera disecada estaba de pie junto a Connie, los brazos cruzados sobre el pecho, intentando parecer amenazadora pero fracasando debido a su fragilidad.

—Cerramos dentro de media hora.

Con su nariz afilada, la mujer señaló un reloj de pared estilo escolar que estaba colgado encima del catálogo de fichas.

—Gracias. No tardaré mucho más.

Connie observó a la mujer cuando se retiraba detrás de los archivadores y luego volvió a concentrarse en la hoja de papel.

Había algo más que la inquietaba acerca de esa lista. Algo no encajaba, y Connie se mordió ligeramente el labio inferior mientras intentaba deducir de qué se trataba. La tasa impositiva parecía correcta, los bienes no estaban sobrevalorados y tampoco infravalorados. La variedad de animales era aproximadamente la que ella habría esperado. ¿Y los libros? La mayoría de las familias puritanas debían de tener algunos libros, novelas todavía no, pero sí sermones publicados y vendidos en Boston, tratados varios acerca de la elevación moral, y sin duda también una Biblia.

—Biblia, libro de recibos… —leyó Connie en voz alta.

«¿Libro de recibos?»

Examinó más detenidamente el papel, como si entornando los ojos para ver las raspaduras exactas dejadas por la pluma pudiese aclarar el significado que se escondía detrás de las palabras. ¿Libro de recibos? ¿Como un libro mayor? ¿Acaso Deliverance regentaba alguna clase de negocio? ¿Qué querría ella con recibos? Connie siguió mirando, pensando, los ojos muy abiertos, las cejas alzándose en la frente mientras la mujer imaginaria en su cabeza, de pie aún en la habitación, colocaba las manos sobre las caderas, impaciente. Connie hizo rodar las palabras en la boca, percibiendo la imprecisión del lenguaje que, a veces, se produce cuando colisionan la pronunciación y la ortografía no convencionales. Una idea atravesó sus pensamientos pero no pudo apresarla, no pudo discernir su forma.

Recibos.

Recibos.

Receta.
[6]

En un instante, la idea se formó en su mente, nítida y perfecta, en primer plano. Connie se quedó sin aliento y levantó la cabeza justo en el momento en que la archivera apagaba las luces.

Interludio

Salem, Massachusetts

Mediados de julio

1682

«Este árbol me parece bastante cómodo hoy», reflexionó la niña. Se apoyó contra su corteza, encajándose con mayor firmeza dentro del surco entre la gruesa rama donde estaba sentada y el tronco nudoso contra el que se apoyaba su espalda. Balanceó ociosamente los pies a un lado de la rama, disfrutando la sensación de sus tobillos meciéndose en la brisa. En lo alto del árbol se estaba más fresco, y el aire veraniego se reunía y se dispersaba alrededor de la pequeña, alzando leves mechones de pelo sobre la frente y metiéndose por debajo de las mangas y la cofia. Se echó a reír pero de inmediato guardó silencio.

El terreno se inclinaba varios metros debajo de ella, y dentro del refugio de ramas y hojas, la pequeña disfrutaba sentada allí, escondida y a salvo. Su elevado punto de observación le proporcionaba la deliciosa sensación de ser capaz de espiar a los demás sin que supiesen que podía verlos; a lo lejos, camino abajo, podía divisar a la señora James con un sombrero de paja, inclinada en su jardín, mientras mucho más allá, en el recodo del camino, el señor James conducía su mula en dirección a los muelles. La señora James se irguió, apoyó las manos en la espalda, y la niña sonrió.

Debajo de ella, en el patio, la niña podía oír el ritmo que componían los silbidos y los golpes secos del hacha de su padre mientras cortaba leña: golpe seco, silbido, golpe seco… Y luego el apagado estrépito de un tronco recién partido que era arrojado en la creciente pila que se alzaba detrás de él. Ella sabía que las hojas impedían que su padre la viera, y trataba de mantenerse muy quieta y silenciosa para que no la descubriese. Desde que el reverendo había dicho todas esas cosas acerca de los niños ociosos en la reunión de esa semana, la gente del pueblo había decidido vigilar más de cerca a sus hijos. La pequeña apoyó la cabeza en el tronco del árbol detrás de ella y frunció la nariz.

Su estómago produjo un gorgoteo, y apretó las manos sobre el vientre para silenciarlo. Enrolló un mechón de pelo alrededor de un dedo y miró las ramas que estaban frente a ella mientras pensaba en comida. Aunque la mayor parte de las flores ya se habían caído hacía varias semanas, las manzanas en el árbol seguían siendo como pequeños retoños apretados. Acercó un racimo de retoños cubierto de hojas y lo encerró entre las manos. Algunas de las amigas de su madre habían hablado con evidente aprobación acerca de su «don» con las plantas, y la pequeña pensaba avergonzada acerca de esas palabras elogiosas mientras entornaba los ojos y miraba los pequeños nudos de manzanas que comenzaban a formarse en la rama. «Es un pecado sentirse tan orgullosa», se reprendió. Pero su estómago volvió a quejarse y miró fijamente el ramillete de hojas, sintiendo que su voluntad se escurría a través de sus manos y penetraba en el tronco del árbol. Bajo su mirada, el pimpollo de manzana más grande pareció agitarse y burbujear, distendiéndose como una ampolla, presionando su propia piel y virando gradualmente de un verde pálido a un rojo bermejo intenso. Se hinchó en sus manos, borboteando hasta que tuvo el tamaño del puño de la niña, luego el de sus dos puños juntos, y después, súbitamente, se desprendió de su tallo para caer en un repugnante momento a través del aire y chocar contra la tierra convertido en una masa pulposa.

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