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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (31 page)

La alquimia debía de atraer naturalmente a Chilton, con su búsqueda de la trascendencia a través de una técnica cuidadosamente perfeccionada. El alquimista buscaba utilizar las herramientas de la alquimia y la ciencia para trascender la realidad, una búsqueda espiritual, según Janine, pero con una aplicación literal. La alquimia buscaba crear valor y belleza de la nada. El aburrido objeto natural ocultaba insondables territorios de posibilidades —o, al menos, eso era lo que ellos pensaban —que podían ser desvelados con la suficiente práctica, paciencia y estudio. Para el adepto que contara con la fórmula correcta, la piedra filosofal estaba al alcance de la mano, con todo lo que prometía: riqueza, larga vida. Iluminación espiritual.

Riqueza. Connie frunció el ceño. Janine había dicho que el ensayo de Chilton afirmaba que el carbono podía ser la sustancia base para crear la piedra filosofal, transformada de un modo hasta entonces nunca imaginado: era algo potencialmente precioso pero actualmente sin valor alguno. Desconocido y, sin embargo, conocido por todos… , el elemento fundamental de la vida.

Connie interrumpió su paseo, perdida en sus pensamientos. Quizá Chilton no estaba arriesgando sólo su reputación profesional, como pensaba Janine. El profesor se estaba haciendo mayor y se acercaba al final de su carrera. Dirigía el Departamento de Historia de Harvard; ya disfrutaba de todo el prestigio que podía necesitar. Tal vez estuviese buscando algo que estaba más allá del prestigio.

Mientras hacía una pausa, Connie miró a través de las sombras enrejadas que flanqueaban la calle que llevaba a la iglesia donde sabía que, en ese momento, Sam estaba cubriendo con una fina capa dorada la cúpula en la base del campanario. Había estado tan concentrada en la investigación que tenía problemas para seguir el rumbo de sus días. Ambos habían adquirido la costumbre de hablar por teléfono, cinco minutos cada vez, tarde por la noche, pero no habían conseguido volver a verse desde la noche en que apareció aquel círculo extraño quemado en la puerta de la casa de su abuela. Ahora lo imaginó, una pierna enlazada alrededor del andamio metálico, cuerdas y arnés sujetos en su sitio, gotas de un líquido dorado moteando el dorso de las manos, punteando la frente con la salpicadura de la parte superior del pincel de cerdas rígidas. De pronto fue consciente de cuánto lo había echado de menos durante los últimos días, y sintió la apremiante urgencia de acercarse a la iglesia.

Connie se demoró un largo minuto en la esquina del templo, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro. Finalmente llegó a un acuerdo consigo misma, a partir del cual Sam podía trabajar en paz, siempre que ella lo llamase esa noche para hacer planes concretos. Satisfecha con el arreglo, Connie continuó caminando hacia el parque Common con la mente absorta nuevamente en pensamientos relacionados con Manning Chilton.

Cuando Janine dijo que el profesor afirmó, nada menos que en el curso de una conferencia académica, que el trabajo alquímico debía ser tomado de forma literal, seguramente no se refería a que el plomo podía ser convertido en oro, como hizo Rumpelstiltskin con la rueca. Connie sonrió ante la imagen. No, él debía de querer decir alguna otra cosa. Pero ¿qué? ¿Sustancia o idea? Cuando Manning Chilton dijo «la piedra filosofal», ¿a qué se refería?

El Salem Common se extendía ante ella, pelado en algunos lugares, agrietado y rielando por el calor. Connie divisó un árbol con una charca de sombra adecuadamente densa debajo de sus ramas y se inclinó para coger un diente de león. Rozó su labio superior con el suave penacho blanco, cerró los ojos y pensó: «Me gustaría que en la casa de subastas Sackett pudiesen decirme exactamente adónde ha ido a parar el libro de Deliverance», al tiempo que exhalaba un soplo de aliento caliente. Cuando abrió los ojos, el penacho tenía un aspecto fragmentado, desastrado, el tallo de la flor aún unido a sus vainas de semillas. Connie arrojó a un lado el tallo serrado y, al llegar al árbol, dejó caer el bolso y luego se sentó en el suelo.

Al hacerlo notó un bulto incómodo que ocupaba el bolsillo trasero de sus tejanos cortados y metió la mano para ver qué era lo que estaba presionando contra la tela. Extrajo el objeto molesto y descubrió el paquete de fichas que había encontrado en la cocina de su abuela esa misma mañana. Connie sonrió, anticipando la reacción de Grace cuando abriese un sobre en Santa Fe para encontrarlo lleno de la voz de Sophia. Colocó la primera tarjeta en el final de la pila, revelando otra receta. «Pollo estofado —decía —. Desplumar y escaldar un pollo fresco y hervirlo con una zanahoria y un tallo de apio. Dejar reposar seis horas. Sazonar con sal y pimienta. Servir con crema y un poco de caldo. Muy rico con arroz blanco.» Al leer la tarjeta, Connie pudo ver a su abuela en la cocina de la casa de Milk Street, el pelo gris acero echado hacia atrás, la mano izquierda doblada, apoyando la parte exterior de la muñeca sobre su ancha cintura, mientras con la otra mano introducía una larga cuchara de madera dentro de una olla burbujeante. El aroma del pollo en cocción impregnó el recuerdo imaginado y, en su mente, Connie vio a su abuela mirando por encima del hombro hacia donde estaba Connie, sonriendo y diciendo «Una hora más aproximadamente». Connie llevó la tarjeta al final de la pila y dejó al descubierto una nueva receta.

«Langosta hervida —decía la nueva tarjeta —. Lavar las langostas vivas, luego meterlas en un recipiente con agua con sal hirviendo y tapar. Añadir mejorana para el dolor. Hervir hasta que adquiera un color rojo brillante, dependiendo del tamaño de la langosta. Servir con rodajas de limón y mantequilla derretida. Necesitará un cascanueces.» Connie se quitó las chanclas ayudándose de los dedos de los pies y rodó sobre su estómago en la hierba. Mientras sostenía en las manos la ficha con la receta, imaginó a un hombre mayor con barba, con una gorra de capitán desteñida y los ojos arrugados, alzando la mano para llamar a la puerta de tela metálica de la cocina, y a su abuela dejando la escoba en la esquina donde aún estaba, sosteniendo la puerta abierta con la cadera para coger la rústica caja de madera que le tendía el hombre y diciendo: «Siempre lo siento tanto por ellas», y el hombre que le respondía: «Esta semana he conseguido algo extra en la captura, Sophia.»

—Abuela… —susurró Connie, preguntándose qué otra imagen de su apenas recordada abuela podría emerger de la escasa escritura que tenía entre las manos.

«Es especialmente bueno para los tomates», decía la siguiente tarjeta. Connie oyó la voz de Sophia en sus oídos diciendo «tomats» en lugar de «tomates», pero la escritura debajo de ese encabezamiento resultaba difícil de descifrar, de modo que se inclinó, acercando la tarjeta a su nariz, entornando los ojos en la penumbra para discernir las apresuradas formas de los caracteres. Compuso cada letra en su boca, agarrando la tarjeta entre las manos sobre la hierba, permitiendo que las palabras se formaran sílaba a sílaba.

—«
Pater in… caelo
—comenzó a leer, preguntándose cómo era posible que su abuela tuviese una receta escrita en latín —.
Te oro et obsec… obsecro in ben… benignitate tua
—. Entornó los ojos, aferrando con fuerza la tarjeta porque comenzaba a sentir sus palmas calientes y pringosas, como si las rozara contra una ortiga —.
Ut sinas hanc herbam, vel lignum
—. El calor y el escozor se volvieron más agudos, rayando casi en el dolor, y Connie parpadeó rápidamente mientras la tarjeta parecía iluminarse con un brillo redondo y azulado. Hizo una mueca ante el improbable dolor y acabó de leer —:
Vel plantam crescere et vigere catena temporis non vinctam

La luz azul se condensó entonces en una esfera pulsante entre sus manos, dirigiendo unas venas eléctricas y chirriantes hacia una semilla de diente león marchito que había en el suelo. Connie separó los labios, los ojos abiertos de asombro mientras la semilla comenzaba a latir, a hincharse y a burbujear, disparando hacia arriba un tallo delgado y frágil, cada vez más arriba, hasta que la punta estalló formando una flor amarilla. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que veían sus ojos, la flor amarilla explotó en un penacho de semillas blancas.

Con la mirada fija, transfigurada, Connie dejó caer las manos, ahora de repente liberadas de dolor, tan instantáneamente como éste había aparecido, justo cuando el penacho era cogido por una brisa pasajera, que levantó cada suave nube de semillas blancas hasta que todas se disolvieron en la nada.

—Oh, Dios mío —susurró, paralizada, mientras el tallo del ahora muerto diente de león volvía a desaparecer en la tierra de donde había surgido.

Segunda Parte
El Cedazo y las Tijeras

En el principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Él era en el principio con Dios.

JUAN 1, 1-2 (Biblia del rey Jacobo)

Mas yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.

MATEO 16, 18 (Biblia del rey Jacobo)

Capítulo 15

Marblehead, Massachusetts

Mediados de julio

1991

L
as tarjetas esparcidas sobre la mesa del comedor parecían un juego de solitario, colocadas en ordenadas filas una detrás de la otra. Connie ajustó la mecha del candil para aumentar la luminosidad de su brillo anaranjado, apartó una de las sillas y se sentó a la mesa, deslizando las manos debajo de las piernas, los hombros alzados hasta casi rozar las orejas. La mayoría de las tarjetas no eran más que aburridas recetas: la langosta hervida, unas cuantas clases de pasteles, cazuelas, el pollo, todas ellas manchadas con harina y huellas de pulgares como cualquier utensilio de cocina en uso permanente.

Pero luego estaban las otras.

Connie se apartó de la mesa y volvió a levantarse para pasearse por el comedor. Había estado repitiendo ese movimiento durante la última hora, sentándose primero a la mesa para luego volver a levantarse al cabo de unos minutos, incapaz de permanecer quieta en la silla. Su energía estaba deshilachada, lo que la llevaba a tomar una incómoda conciencia del latido de la sangre en las venas, del hormigueo en los nervios y de la descarga de adrenalina en el pecho.

Tres de las tarjetas no eran recetas en absoluto. Las examinó detenidamente, sentada algo retirada de la mesa.

Obviamente, lo que debía hacer era reaccionar de forma racional. Después de haber salido disparada del parque Common presa del pánico, y de haber regresado a toda velocidad a casa en el Volvo, se había repetido en términos precisos que el diente de león no era más que una coincidencia, que estaba muy tensa y asustada, y pasaba demasiado tiempo sola. Luego había extendido las tarjetas sobre la mesa del comedor, donde podía estudiarlas sin problemas, clínicamente.

Regresó a la mesa y cogió la tarjeta que decía «Es especialmente bueno para los tomates». Con el ceño fruncido, llevó la tarjeta fuera del comedor hacia el diminuto vestíbulo y se agachó junto a la planta marchita en el tiesto agrietado de porcelana. Consciente de lo ridículo de la situación, levantó una mano, la dirigió hacia el cadáver de la planta y volvió a leer en voz alta las palabras escritas en la tarjeta.

No pasó nada.

—¿Lo ves? —le dijo a
Arlo
, que se había materializado a sus pies —. Es cansancio, puro y simple.

El perro la miró con ojos inquisitivos, el pelaje moteado del color de la pintura en la escalera. Connie lo miró durante un momento, luego se levantó y regresó al comedor con el perro trotando detrás de ella.

Esta vez, se detuvo delante de uno de los tiestos colgantes que contenían los restos de una cinta. La planta llevaba muerta tanto tiempo que si una mano rozaba las hojas haría que se convirtiesen en polvo. Unas cuantas telas de araña ocupaban los espacios entre las hojas, sus inquilinas desaparecidas hacía ya muchos años. La tierra en el interior del tiesto había perdido toda su humedad, y se advertían profundas grietas entre el apretado nudo de raíces muertas y los bordes del tiesto.

—Muy bien —dijo Connie, dejando la tarjeta a un lado y concentrando toda su atención en la planta muerta. Alzó las manos de modo que sus dedos extendidos formasen una especie de esfera a su alrededor, y frunció las cejas para concentrarse en el punto exacto en el centro de la misma, en las profundidades de la tierra agrietada del tiesto.


Pater in caelo
—musitó, y una sensación caliente y punzante se extendió a través de las palmas de sus manos —.
Te oro et obsecro in benignitate tua
—continuó diciendo, al tiempo que un sutil brillo azulado se coagulaba en una burbuja que giraba entre sus dedos extendidos. Sus nervios dieron un brinco y crujieron de dolor —.
Ut sinas hanc herbam, vel lignum, vel plantam, crescere et vigere catena temporis non vinctam
—acabó la oración.

El círculo azul de luz se volvió más sólido, sus venas eléctricas estallaron en líneas serradas desde las puntas de sus dedos y sus palmas hacia el centro del tiesto de cerámica. En ese preciso instante, las hojas de la cinta completamente seca renacieron húmedas y saludables, el verde fresco y ceroso de la vida se extendió a través de cada una de las hojas negras, elevándose y girando a medida que el color regresaba a ellas, proyectando pequeños y frágiles vástagos provistos de hojas nuevas y diminutas por encima del borde del tiesto. Para cuando Connie dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo, el olor a tierra húmeda impregnaba la atmósfera del comedor, y la cinta colgaba fuerte y frondosa, oscilando ligeramente ante el aire del atardecer.

La joven retrocedió tambaleándose, buscando un punto de apoyo en la mesa del comedor con la respiración que brotaba de su boca en breves jadeos. En el borde de sus ojos aparecieron lágrimas calientes y se dio cuenta de que, con cada bocanada de aire que expulsaba, también estaba dejando salir un sollozo agudo y aterrado. Su mano encontró el respaldo de una de las sillas y la atrajo hacia sí justo a tiempo de sostener su peso desfalleciente. Horrorizada, Connie, se abrazó el cuerpo con fuerza y se inclinó hacia adelante, apoyando la frente en las rodillas mientras su respiración se convertía en una sucesión de sollozos entrecortados.

En su mente, grandes piezas de un rompecabezas cambiaban de lugar, cada una de ellas exhibiendo el rostro de una mujer diferente, girando y uniéndose hasta que comenzó a emerger una figura completa. En su imaginación vio pasar una imagen del rostro de su abuela, el pelo gris oscuro tirante, los ojos claros brillando mientras alzabaen el aire un voluminoso y reluciente tomate de la planta que había en el jardín. Luego, esa imagen se disolvió en la de una mujer joven, de mejillas rosadas, el rostro enmarcado con una perfecta cofia de algodón blanco, un sencillo cuello puritano extendido sobre los hombros: Deliverance, o el aspecto que Connie imaginaba que debía de haber tenido Deliverance, su boca moviéndose sin sonido alguno mientras leía un gran libro abierto. Acto seguido vio a una mujer de semblante preocupado, bronceada y con una cofia en la cabeza, cansada —Prudence —, que deslizaba un paquete a través de la superficie de una mesa en las manos de una persona a la que no alcanzaba a ver. Por último, Connie vio a Grace, el pelo liso cayendo sobre los hombros, en su cocina con vigas vistas de su casa de Santa Fe, agitando las manos a escasos centímetros de la cabeza de una mujer que lloraba.

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