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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (46 page)

—… nunca hubiese pensado que Rebecca Nurse pudiera…

—… se le apareció en medio de la noche, su misma imagen, montada en una escoba, con una vela en la paja…

—… y sus ocho hijos muertos, nacían y luego se marchitaban en sus brazos…

—… por amamantar diablos y duendes, se decía…

—… una mujer gruñona y vengativa, y yo también lo vi…

Los ojos de Mercy iban de un rostro a otro en la multitud, y todos ellos —hombres arrugados y desdentados, matronas jóvenes y lozanas, personas de buena familia con cuellos de encaje, niños con las mejillas encarnadas —estaban desfigurados por la ira, sus bocas se abrían y se cerraban como peces furiosos que desgarraran pedazos de carne en el agua.

Mercy llegó finalmente al rincón más alejado de la iglesia, apretó el hombro contra la pared y apoyó los puños juntos contra el delantal. Detrás de la fila de las acusadas, en el primer banco, en el mismo centro de la atención jadeante de toda la sala, estaba sentado un grupo de chicas de su edad, algunas un poco mayores, otras incluso más jóvenes, estrujándose las manos y contorsionándose, lanzando gritos agudos y siguiendo con el espectáculo. Mercy frunció el ceño. Conocía a una o dos de ellas. Conocía a esa tal Ann Putnam, y que Dios la perdonase, pero cómo odiaba a esa chica. Orgullosa y caprichosa, incapaz de tener un pensamiento propio, siempre se adueñaba de las ideas de las demás con voz estridente. Las aletas nasales de Mercy se agitaron. Ann era un poco mayor que las otras chicas; ¿no debería estar en una situación mejor?

De las mujeres acusadas, aparte de su madre, Mercy reconoció a: Sarah Good, una presencia bastante común en Salem, vagando por las calles con su pequeña hija, desvariando y perdida. Incluso ahora estaba con los ojos en blanco, la boca floja, moviendo una mano espasmódicamente. Mercy siempre le había tenido un poco de miedo a Sarah Good, y se sabía que su hija mordía y chillaba. Se preguntó dónde estaría la pequeña Dorcas. Una inspección de la sala no reveló su presencia. Luego, en el otro lado, Mercy reconoció también con cierta sorpresa la figura avejentada y cargada de espaldas de Rebecca Nurse… , ¡una devota feligresa! Una mujer piadosa, conocida por todos, y no precisamente por ser una bruja.

«Ella también está acusada, ¿por qué? Los jueces deben desistir de continuar con esta locura», pensó Mercy en la voz de su padre. ¡Cómo deseaba que su padre pudiera haber estado allí! Antaño, su palabra tenía peso en el pueblo. Él habría sabido lo que había que hacer. Él jamás se habría quedado holgazaneando en la casa hasta después del inicio del juicio.

Mientras estos pensamientos viajaban por la mente de Mercy, la conferencia entre los jueces pareció terminar, y uno de ellos —«John Hathorne, que antes era magistrado», según unas palabras susurradas unas pocas filas detrás de donde ella se encontraba —habló brevemente con alguien sentado en el banco situado justo delante de las chicas que gritaban, las palabras pronunciadas en voz demasiado baja como para ser oídas desde la galería más lejana.

Mercy entornó los ojos, ya que éstos no siempre enfocaban el mismo punto de inmediato, y vio a un hombre huesudo y avejentado, el cráneo calvo moteado con manchas hepáticas, que se ponía de pie. El juez Hathorne extendió las manos en un gesto que pedía calma y silencio, y un gran «chis» viajó hacia atrás desde las primeras filas de la iglesia, bañando a la plebe presente y rompiendo luego contra las paredes más alejadas. Cuando el silencio cubrió a la multitud, el hombre comenzó a hablar. Mercy hizo un esfuerzo para oír lo que decía.

—… hacía tiempo que sospechaba de la señora Dane por brujería —estaba diciendo el hombre cuando los susurros finalmente se atenuaron lo suficiente como para que Mercy pudiese oírlo —. Mis temores se vieron horriblemente confirmados una noche, hace diez años, cuando mi pobre hija Martha murió a causa de algún hecho diabólico mientras la señora Dane la estaba atendiendo.

En ese momento, las muchachas comenzaron a dar alaridos y Ann Putnam se puso en pie con un grito, señalando a Deliverance y exclamando:

—¡Yo lo he visto! Su imagen se me presentó una noche y me dijo: «¡Yo maté a Martha Petford y, si lo pregonas, te mataré a ti también!»

La multitud se quedó sin aliento, y varias de las otras chicas se adelantaron para hacer sus propias revelaciones acerca de las amenazas y las recriminaciones de Deliverance Dane. «¡Ella se apareció en mi ventana empuñando su terrible escoba!», exclamó una de ellas, mientras otra gritaba: «¡Y en la mía! ¡Me obligó a asistir a sus malvados aquelarres y a firmar en el libro del diablo!»

El gobernador Stoughton, con la papada temblando de ira, golpeó la superficie de la mesa con un mazo de madera mientras una de las chicas caía al suelo desvanecida, y Ann Putnam, alzando la voz añadía:

—¡Sí! ¡Me obligó a que me quitase la ropa y me mostró un espectro de mi padre vestido con sábanas enrolladas, y dijo que debía ir con ella si no quería que mi padre muriera también!

Varias manos se extendieron para contener a Ann, quien se agitaba violentamente y parecía estar desgarrándose el cuello del vestido, mientras alguien levantaba a la casi desvanecida muchacha y la abofeteaba con suavidad en las mejillas hasta que los párpados comenzaron a aletear temblorosamente. El gobernador Stoughton se levantó de su asiento, golpeando el mazo con violencia sobre el estrado, gritando:

—¡Abominable! ¡Abominable! ¡Ahora escucharé lo que la acusada tiene que decir!

Y ante estas palabras, la multitud hizo silencio, reacia a oír lo que Deliverance pudiera decir. Se inclinaron hacia adelante como un solo cuerpo mientras contenían el aliento. Mercy apretó los puños con más fuerza debajo del delantal para impedir que su indignación produjese un efecto incontrolable e indeseado.

—¡Miente! —siseó Mercy en voz baja —. ¡Ella nunca tuvo nada que ver con nosotras! ¡Miente!

Abajo, en el espacio que quedaba delante del banco, Deliverance parecía estar estudiando los rostros de los jueces y de la multitud a ambos lados de ella. Mercy vio que, junto a su madre, Rebecca Nurse extendía una mano arrugada y suave para acariciarle el brazo. Deliverance se incorporó, alzando la barbilla, e incluso desde donde se encontraba, Mercy pudo comprobar cómo había adelgazado en los últimos meses. Su aspecto también parecía envejecido: debajo de los ojos tenía unos profundos círculos color púrpura, y el pelo estaba más desvaído y gris. El color se había desteñido ligeramente de sus ojos, dejándolos de un azul frío y pálido.

—Hace diez años fui llamada al lado de la hija del señor Petford, Martha, quien sufría ataques y estaba muy mal —comenzó a decir Deliverance. La multitud permaneció en silencio, escuchando —. Intenté cuidar de ella, pensando que estaba enferma, de modo que le di unos remedios que había llevado conmigo y recé por ella toda la noche.

—¡Todo el mundo sabe que una bruja no puede completar sus plegarias! —gritó alguien desde la galería.

—Yo rezo todos los días —repuso Deliverance sin perder la calma, y Mercy observó que un aleteo de duda pasaba a través del vientre de la multitud. Sacó las manos de debajo del delantal y apoyó en ellas la barbilla, con los ojos muy abiertos, esperando.

Deliverance hizo una pausa, bajando la vista hacia sus manos encadenadas, y luego volvió a mirar al estrado de los jueces. Mercy se preguntó qué estaría pensando, y trató de concentrar su atención en el rostro de su madre, escuchando. No pudo percibir nada. Su madre tragó, se humedeció los labios y luego dijo:

—El señor Perford había perdido a su esposa pocos meses antes de que su hija sufriera esos ataques, y yo siempre he pensado —mantuvo la mirada fija en Peter Petford, quien estaba sentado y la observaba con evidente malicia —que su aflicción ha coloreado su opinión de los hechos.

—¿Murió la niña, aquella noche? —preguntó otro de los jueces, identificado por los susurros detrás de Mercy como «Jonathan Corwin, que ha ocupado el lugar de Nathaniel Saltonstall, que estaba muy perturbado por el ahorcamiento de Bridget Bishop».

—Lamentablemente, así fue —dijo Deliverance —. Mientras la sostenía entre mis brazos.

A Peter Petford le temblaba la barbilla y el color subía por sus mejillas.

El mismo juez, Corwin, se inclinó hacia adelante apoyándose en los codos y niveló su mirada con la de Deliverance.

—¿Y estaba enferma, la niña, o estaba embrujada además?

Los ojos de Deliverance se movieron a derecha e izquierda, las ventanas de la nariz temblando, y Mercy sintió que un terror profundo le aferraba las entrañas.

—Ella estaba embrujada, en cierto sentido —concedió Deliverance —. Así lo declaré ante el tribunal, cuando presenté una demanda para limpiar mi mancillado nombre, y no diré otra cosa ahora.

—¿Y cómo supo que la niña estaba embrujada? ¿Quién podría ser el culpable, aparte de usted? —insistió el juez, enarcando una espesa ceja con un gesto malvado.

—Eso no puedo decirlo, señor —susurró Deliverance —. No conozco esas maquinaciones. Pero Dios, en Su sabiduría y bondad, a veces me revela cosas, si yo le suplico de ese modo para poder servirle mejor.

—¿Dios? —dijo el juez Corwin —. ¿Usted habla con Dios, señora Dane?

—Yo creo que todos los hijos de Dios pueden hablar con Él —contestó Deliverance mientras desviaba la mirada hacia el grupo de pastores de la Iglesia que observaban los procedimientos. Uno o dos de ellos estaban asintiendo, pero los otros permanecían sentados con los brazos cruzados sobre el pecho y las miradas encendidas.

—Muy bien, señora Dane —intervino otro de los jueces, pero la voz que susurraba detrás de Mercy no le dijo a su compañero el nombre de ese juez, al menos no lo bastante alto para que ella pudiese oírlo —. ¿Cómo puede estar usted segura de que es Dios Todopoderoso quien le revela esas cosas?

—¿Señor? —preguntó Deliverance con desconcierto en la voz.

—Él, cuyas maquinaciones usted misma afirma no conocer. ¿Cómo ha llegado a creer que ésta es la obra de nuestro Salvador? —preguntó, llevándose la mano a la barbilla como si estuviese mesándose una barba imaginaria y mirándola con el rostro complacido de un hombre que piensa que está a punto de ganar una discusión contra un niño —. ¿No podría ser que, en realidad, usted estuviera sirviendo al diablo, quien la engaña con promesas de riqueza o fama, y le dice que simule llevar a cabo la obra de Dios?

La multitud respondió con murmullos impresionados, juntando las cabezas y asintiendo.

Deliverance pareció pensar por un momento y luego, alzando la voz para que todos pudiesen oírla claramente, declaró:

—Porque Él creó el cielo y la Tierra. Creo que no hay nada en este mundo o en el próximo que no sea obra de Dios.

La multitud presente siseó y murmuró, mirando a Deliverance con suspicacia, y Mercy alcanzó a oír que alguien decía: «¡Sacrilegio!», detrás de ella.

El gobernador Stoughton, con las cejas alzadas en un gesto de sorpresa, dijo entonces:

—Señora Dane, ¿cree usted en el diablo? ¿Y que él ha estado ejerciendo sus viles hechizos sobre los inocentes de Salem a través de sus fieles siervos aquí, en la Tierra?

La sala pareció quedar en suspenso, esperando. Ella no dijo nada. El gobernador Stoughton continuó:

—No diría que este tribunal está
engañado
en su propósito, ¿verdad, señora Dane?

—Me temo que sí, señor, o bien que el diablo consigue sus propósitos a través de la condena de los inocentes, y no de las calumnias de estas muchachas malvadas y mentalmente confundidas —dijo Deliverance, cerrando los ojos mientras la multitud vociferaba y las muchachas lanzaban gritos enfurecidos, avanzando hacia las mujeres encadenadas detrás del banco, contenidas sólo por la oposición de varios hombres y pastores que estaban sentados cerca de la parte delantera de la sala.

—¡Puedo verlo! —gritó Ann Putnam, señalando con el dedo, el rostro enrojecido y estallando de furia —. ¡Allí! ¡Un demonio negro está susurrando al oído de la señora Dane! ¿Es que no lo ven? ¡Allí! ¡Está parado justo allí!

El vocerío dentro de la sala alcanzó un nivel rabioso y, durante un momento, Mercy, apretujada contra la pared de la iglesia, no alcanzó a oír lo que decían. Vio que su madre seguía de pie, callada e inmóvil, con Rebecca Nurse susurrándole algo al oído, mientras el resto de las mujeres acusadas se apiñaban, encogiéndose ante los cuerpos que gritaban y se agitaban a su alrededor. Los jueces inclinaron las cabezas unos hacia otros, gesticulando con las manos y golpeándose mutuamente el pecho con los dedos. Entre ellos parecía existir cierto desacuerdo pero, un momento después, la desavenencia había desaparecido y todos volvieron a ocupar sus lugares. El gobernador Stoughton golpeó el mazo contra la mesa para indicar que la multitud debía controlarse para que él pudiese pronunciar su veredicto.

—Susannah Martin —dijo mientras la concurrencia hervía de furia —, Sarah Wildes, Rebecca Nurse, Sarah Good, Elizabeth Howe y Deliverance Dane. A tenor de las pruebas presentadas aquí contra ustedes, que sus espectros se les han aparecido a estas niñas en plena noche, acosándolas y exigiéndoles que sirviesen al diablo, que a varias de ustedes, después de haber sido sometidas a un examen fiable y responsable, se les han encontrado pechos sobrenaturales con los que amamantar a criaturas horribles, que a varias de ustedes se las ha visto disputar con sus vecinos y luego causar daños a sus personas o propiedades a través de medios invisibles, y que han sido vistas aquí mismo en conferencia con demonios y, no obstante, negar la verdad de esa afirmación, las encontramos culpables del delito de brujería y, por tanto, las condenamos a ser colgadas por el cuello hasta morir.

Mercy lanzó un grito de horror. El gobernador Stoughton golpeó con su mazo sobre la mesa mientras la concurrencia estallaba en gritos de alivio y consternación y varios de los asistentes exclamaban: «¡Alabado sea Dios! ¡Seremos redimidos!», y las muchachas atormentadas temblaban y sufrían convulsiones.

—¡Mirad cómo viene hacia mí! —gritó Ann Putnam —. ¡La señora Dane envía su espíritu para que me golpee! ¡No soy yo, señora Dane, quien la condena! ¡No soy yo!

Ann Putnam se acurrucó en el suelo con las manos sobre la cabeza como si quisiera repeler un golpe. Mercy dirigió su mirada a la acobardada muchacha y, sin pensarlo, lanzó una pelota de pura intención contra la miserable harpía, cuya cabeza se balanceó hacia atrás como si la hubiesen abofeteado. Un brillante verdugón rojo se extendió a través de su rostro y Ann Putnam se echó a llorar.

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