El libro de Los muertos (39 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Se quita las gafas y las manchas fluorescentes en el edredón desaparecen. Lucy apaga la linterna halógena y también se quita las gafas.

—¿Qué estamos haciendo? —pregunta.

Scarpetta observa una fotografía en que se ha fijado nada más entrar en el dormitorio: la doctora Self sentada en el decorado de una sala de estar, y delante de ella una mujer atractiva de larga melena oscura. Las cámaras de televisión están cerca de ambas, y el público sonríe y aplaude.

—Es de cuando fue al programa de la doctora Self-le dice a Lucy—. Pero la que no esperaba es ésta.

Lydia y Drew Martin acompañadas de un hombre de rostro atezado que Scarpetta supone el entrenador de Drew, Gianni Lupano. Los tres sonríen y tienen los ojos entornados al sol en mitad de la pista del Centro de Tenis de la Copa Círculo Familiar en isla Daniel, a escasos kilómetros del centro de Charleston.

—Bueno, ¿cuál es el denominador común? —dice Lucy—. A ver si lo adivino: el inmenso ego de la doctora Self.

—En este último torneo no. Fíjate en la diferencia entre las fotos. —Señala la fotografía de Lydia y Drew y luego la de Lydia con la doctora Self—. El deterioro es apreciable. Mira qué ojos.

Lucy enciende la luz del dormitorio.

—Cuando se tomó esta foto en el estadio de la Copa Círculo Familiar, Lydia no parecía una persona que abusara del alcohol y los medicamentos —dice—. Y se mesara los cabellos —añade—. No entiendo por qué hace eso la gente: el cabello, el vello púbico. Están por todas partes. ¿La foto de ella en la bañera? Parece que le falta la mitad del pelo: las cejas, las pestañas.

—Tricotilomanía —explica Scarpetta—. Es un trastorno obsesivo compulsivo. Ansiedad, depresión, su vida era un infierno.

—Si el denominador común era la doctora Self, ¿qué pasa con la mujer asesinada en Bari? La turista canadiense. No hayindicio de que haya ido al programa de la doctora Self, ni de que la conociese siquiera.

—Creo que pudo ser entonces cuando lo experimentó por primera vez.

—Cuando experimentó qué —pregunta Lucy.

—Lo que era matar a un civil —responde Scarpetta.

—Eso no explica el vínculo con la doctora Self.

—El envío de fotografías indica que ha creado un paisaje psicológico y un ritual para sus crímenes. Y también se convierte en una suerte de juego, tiene un objetivo. Lo distancia del horror de lo que está haciendo, porque enfrentarse al hecho de que inflige dolor de una manera sádica y asesina tal vez sea más de lo que puede soportar, así que tiene que otorgarle un sentido, tiene que convertirlo en algo ingenioso. —Saca del maletín un taco escasamente científico pero muy práctico de notas autoadhesivas—. Algo muy parecido a la religión. Si haces algo en nombre de Dios, está justificado. Apedrear a alguien hasta matarlo, quemarlo en la hoguera, la Inquisición, las Cruzadas, oprimir a creyentes de otras religiones. Ha otorgado sentido a lo que hace, o al menos eso me parece.

Explora la cama con una brillante luz blanca y se sirve del lado adhesivo de las notas para recoger fibras, cabellos, suciedad y restos de arena.

—Entonces ¿no crees que la doctora Self sea importante a título personal para este tipo? ¿Consideras que no es sino accesoria en su drama? Que se ha aferrado a ella sencillamente porque está a mano, en antena, porque es una persona archiconocida.

Scarpetta introduce las notas autoadhesivas en una bolsa de plástico para pruebas y la sella con cinta amarilla que luego etiqueta y fecha con rotulador. Ambas empiezan a doblar el edredón.

—Creo que es algo muy personal —replica Scarpetta—. Uno no ubica a alguien en la matriz de su juego o drama psicológico si no se trata de algo personal. Lo que no sé es el motivo.

Se oye una fuerte rasgadura cuando Lucy arranca un trozo de papel marrón del rollo.

—Es posible que no haya llegado a conocerla. Ocurre con algunos acechadores. O es posible que sí —conjetura Scarpetta—. Por lo que sabemos, podría haber ido a su programa o haber pasado algún tiempo con ella.

Colocan el edredón doblado sobre el papel.

—Tienes razón. De una manera u otra, es personal —decide Lucy—. Igual mata a la mujer en Barí y prácticamente se lo confiesa al doctor Maroni con la intención de que la doctora Self se entere. Pero ella no se entera. Y entonces ¿qué?

—Se siente más desdeñado.

—Y entonces ¿qué?

—Hay una escalada. ¿Qué ocurre cuando la madre no presta atención a su criatura profundamente perturbada y herida?

—Déjame pensarlo —responde Lucy—. ¿La criatura crece y se convierte en alguien como yo?

Scarpetta corta un trozo de cinta adhesiva amarilla y dice:

—Qué horror. Torturar y matar a personas que fueron como invitados a tu programa. O hacerlo para llamar tu atención.

La pantalla plana de 60 pulgadas le habla a Marino: le dice algo acerca de Madelisa que puede utilizar en su contra.

—¿Es una pantalla de plasma? —le pregunta—. Nunca he visto una tan grande.

La mujer tiene sobrepeso, los párpados caídos, y le convendría ir a un buen dentista —su dentadura recuerda a una estacada—; además, alguien debería pegarle un tiro a su peluquero. Está sentada en un sofá con estampado de flores y no deja de mover las manos.

—Mi marido y sus cacharros —comenta—. No sé qué es, salvo un televisor grande y caro.

—Ver un partido en ese aparato debe de ser el súmmum.Seguro que yo me sentaría ahí delante y no conseguiría hacer nada más. —Que es probablemente lo que hace ella, estar sentada todo el día delante de la tele como una zombi—. ¿Qué le gusta ver?

—Me gustan los programas de crímenes y las series de misterio, porque generalmente los resuelvo, pero después de lo que me ocurrió, no sé si seré capaz de volver a ver nada violento.

—Entonces, probablemente es una entendida en ciencia forense —comenta Marino—, teniendo en cuenta la cantidad de programas de crímenes que ve.

—Formé parte de un jurado hará cosa de un año y sabía más de medicina forense que el juez. Eso no deja en muy buen lugar al juez, pero sé unas cuantas cosillas.

—¿Qué me dice de la recuperación de imágenes?

—He oído hablar de ello.

—Como en fotografías, cintas de vídeo, grabaciones digitales que se han borrado.

—¿Quiere un té con hielo? Puedo preparárselo.

—Ahora no, gracias.

—Me parece que Ashley iba a comprar algo en Jimmy Dengate's. ¿Ha probado el pollo frito que hacen allí? Llegará en cualquier momento, y tal vez quiera usted acompañarnos.

—Lo que querría es que deje usted de cambiar de tema. Como decía, con la recuperación de imágenes, es prácticamente imposible deshacerse por completo de una imagen digital que esté en un disquete o lápiz de memoria o lo que sea. Puede borrar documentos una y otra vez y aun así podemos recuperarlos. —Eso no es completamente cierto, pero Marino no tiene el menor empacho en mentir.

Madelisa adopta la actitud de un ratoncillo acorralado.

—Ya sabe adónde quiero llegar, ¿no? —dice él, que la tiene donde quería pero no se siente satisfecho, porque ni siquiera él mismo sabe adónde quiere llegar.

Cuando Scarpetta le llamó hace un rato y dijo que Turkington albergaba sospechas acerca de lo que había borradoel señor Dooley porque lo mencionaba una y otra vez durante la entrevista, Marino le contestó que obtendría una respuesta. En estos momentos, lo que desea más que cualquier otra cosa es contentar a Scarpetta, convencerla de que aún hay algo en él que merece la pena. Se había sobresaltado al recibir su llamada.

—¿Por qué me lo pregunta? —dice Madelisa, y se echa a sollozar—. He dicho que sólo sé lo que conté al investigador.

Sigue mirando más allá de Marino, hacia el fondo de su casita amarilla. Empapelado amarillo, moqueta amarilla. Marino nunca había visto tanto amarillo. Es como si un decorador se hubiera meado encima de todas las posesiones de los Dooley.

—Si le hablo de recuperación de imágenes es porque tengo entendido que su marido borró parte de lo que grabó en la playa —dice Marino, a quien no le conmueven sus lágrimas.

—Sólo era yo delante de la casa antes de pedir permiso. Es lo único que borró. No llegué a obtener permiso, claro, ¿cómo iba a obtenerlo? Pero no es que no lo intentara, soy una persona educada.

—Lo cierto es que me importa un carajo usted y su educación. Lo que me importa es lo que nos está ocultando. —Se echa hacia delante en el sillón reclinable—. Sé perfectamente que no está siendo sincera conmigo, maldita sea. ¿Que cómo lo sé? Gracias a la ciencia.

No sabe nada semejante. La recuperación de imágenes borradas de una cámara digital no está garantizada. Si es que puede hacerse, el proceso es complicado y lleva su tiempo.

—No, por favor —le suplica ella—. Lo siento muchísimo, pero no se lo lleve. Lo adoro con toda mi alma.

Marino no sabe a qué se refiere la mujer. Tal vez a su marido, pero no está seguro.

—Si no me lo llevo, ¿entonces qué? —dice—. ¿Cómo lo explico cuando me vaya de aquí y me lo pregunten?

—Finja que no sabe nada. —Llora con más fuerza—. ¿Qué más da? No ha hecho nada. Ay, el pobrecillo. Quién sabe lo que ha sufrido. Estaba temblando y cubierto de sangre.No hizo nada más que asustarse y huir, y si se lo lleva ya sabe lo que ocurrirá, lo sacrificarán. Ay, por favor, deje que me lo quede. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!

—¿Cómo? ¿Dice que estaba cubierto de sangre?

En el dormitorio principal, Scarpetta dirige oblicuamente el haz de la linterna hacia un suelo de ónice color ojo de tigre.

—Huellas de pies descalzos —dice desde el vano de la puerta—. Más bien pequeñas. Tal vez de ella otra vez. Y más pelo.

—Si hemos de creer a Madelisa Dooley, ese individuo debería haber caminado por aquí. Es rarísimo —comenta Becky cuando Lucy aparece con una cajita azul y amarilla y una botella de agua esterilizada.

Scarpetta entra en el cuarto de baño, descorre la cortina de la ducha con estampado atigrado y dirige la linterna hacia el interior de la honda bañera de cobre. Nada, pero entonces algo le llama la atención y recoge lo que parece un trozo de cerámica blanca que por alguna razón estaba entre una pastilla de jabón y una bandejita sujeta a un costado de la bañera. Lo examina con cuidado y saca la lente de joyero.

—Es parte de una corona dental —comenta—. No es de porcelana, sino una pieza temporal rota.

—Me pregunto dónde estará el resto —dice Becky, y se agacha en el umbral y escudriña el suelo, volviendo la linterna para enfocarla en todas direcciones—. A menos que no sea reciente.

—Podría haberse colado por el agujero. Deberíamos registrar el desagüe. Podría estar en cualquier parte. —A Scarpetta le parece ver un rastro de sangre reseca en lo que calcula que es casi la mitad de la corona de un incisivo—. ¿Hay alguna forma de saber si Lydia Webster había ido al dentista recientemente?

—Puedo comprobarlo. No hay muchos dentistas en la isla, así que, a menos que haya ido a otra parte, no deberíamos tener problema para averiguarlo.

—Tuvo que ser hace poco, muy poco —señala Scarpetta—. Por mucho que alguien descuide su higiene, no se puede pasar por alto una corona rota, sobre todo si se trata de un incisivo.

—Podría ser de él —sugiere Lucy.

—Eso sería mejor incluso. Necesitamos un sobre pequeño de papel.

—Ya voy yo —se ofrece Lucy.

—No veo nada. Si se la rompió aquí, no veo el resto de la pieza. Supongo que aún podría seguir unida al diente. Una vez se me rompió una corona y una parte quedó unida al pedacito de diente que me quedaba. —Becky mira más allá de Scarpetta, hacia la bañera de cobre—. Hablando del falso positivo más grande sobre la faz de la tierra —añade—, éste va a ser de récord. Una de las pocas veces que tengo que utilizar luminol, y la maldita bañera y el lavabo son de cobre. Bueno, ya podemos olvidarnos.

—Yo ya no utilizo luminol —dice Scarpetta, como si el agente oxidante fuera un amigo poco de fiar.

Hasta hace poco era un artículo esencial en el escenario de un crimen, y nunca había puesto en tela de juicio su utilización para encontrar sangre que ya no fuera visible. Si la sangre se había lavado o incluso cubierto con una capa de pintura, la manera de detectarla era servirse de un aerosol de luminol para ver qué fluorescencias salían a la luz. Los problemas siempre han sido muchos. Igual que un perro que menea el rabo a todos los vecinos, el luminol no sólo reacciona ante la hemoglobina en la sangre, sino que, por desgracia, es sensible a muchas cosas: pintura, barniz, líquido desatascador, lejía, diente de león, cardo, mirto y maíz, entre otras. Y, naturalmente, al cobre.

Lucy coge un pequeño recipiente de Hemastix para un análisis presuntivo en busca de algún resto de lo que podría ser sangre fregada. El análisis presuntivo indica que podría haber sangre, y Scarpetta abre la caja de Bluestar Magnum y saca un frasco de vidrio marrón, un rollo de papel de aluminio y un aerosol.

—Es más fuerte, dura más y no tengo que utilizarlo en la oscuridad cerrada —le explica a Becky—. No contiene perborato de sodio tetrahidratado, de manera que no es tóxico. Se puede usar con el cobre porque la reacción será de una intensidad diferente, de un espectro de color distinto, y tendrá una duración diferente que en el caso de la sangre.

Aún tiene que encontrar sangre en el dormitorio principal. A pesar de las afirmaciones de Madelisa, ni siquiera la luz blanca más intensa ha revelado la mínima mancha. Pero eso ya no es de extrañar. Según todo indica, después de que ella huyese de la casa, el asesinó limpió meticulosamente todos sus rastros. Scarpetta escoge la pieza más fina para la boquilla del aerosol y vierte cuatro onzas de agua esterilizada. Luego añade dos comprimidos. Remueve suavemente con una pipeta unos minutos y después abre el frasco marrón y vierte una solución de hidróxido sódico.

Empieza a rociar y surgen por toda la habitación manchas y vetas, siluetas y salpicaduras de un intenso azul cobalto luminiscente. Becky toma fotografías.

Poco después, cuando Scarpetta ha terminado de limpiar y está volviendo a meter los bártulos en el maletín forense, suena su teléfono móvil. Es el especialista en huellas digitales del laboratorio de Lucy.

—No te lo vas a creer —dice.

—No me vengas con un comentario así a menos que lo digas muy en serio. —Scarpetta no bromea.

—La huella en la moneda de oro. —Está tan entusiasmado que se atropella al hablar—. Tenemos una coincidencia: el niño sin identificar que se encontró la semana pasada, el pequeño de Hilton Head.

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