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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (13 page)

En nuestro pragmático y enterado siglo, probablemente nos parezca que esa ambición es un poco provinciana (bueno, Turguenev decía que Flaubert era un ingenuo). Ya no creemos que el lenguaje y la realidad «encajen» tan armoniosamente; es más, probablemente creemos que las palabras dan lugar a las cosas en la misma medida en que las cosas dan lugar a las palabras. Pero por mucho que Flaubert nos parezca ingenuo o —más probablemente— que fracasó en su empeño, no tenemos derecho a mostrarnos paternalistas en relación con su seriedad ni con su osada soledad. Ese fue, al fin y al cabo, el siglo de Balzac y de Hugo, el siglo que comenzó con el romanticismo orquidáceo y terminó con el simbolismo gnómico. La invisibilidad planificada de Flaubert en un siglo de personalidades tan parloteantes podría ser calificada tanto de clásica como de moderna. Podría decirse que volvía la vista atrás, hacia el siglo XVIII, y también que miraba hacia adelante, hacia el siglo xx. Los críticos de nuestros días que, con tremenda pomposidad, dicen que todas las novelas, obras de teatro y poemas no son más que textos —¡el autor de la guillotina! – no deberían olvidarse del caso de Flaubert. Un siglo antes que ellos ya estaba redactando textos y negando la significación de su propia personalidad.

«El autor debe estar en su libro como Dios en su universo, presente en todas partes pero siempre invisible». Naturalmente, esto ha sido muy mal entendido en nuestro siglo. Piense si no el lector en Sartre y Camus. Dios ha muerto, nos dijeron, por lo tanto también ha muerto el novelista-D.ios. La omnisciencia es imposible, el conocimiento humano es parcial, y en consecuencia la novela también ha de ser parcial. Esto suena no sólo espléndido sino incluso lógico. ¿Pero es alguna de esas dos cosas? La novela, al fin y al cabo, no surgió al mismo tiempo que la creencia en Dios— ni tampoco, si vamos a eso, existe una vinculación muy estrecha entre los novelistas que con mayor firmeza creían en el narrador omnisciente y los que con mayor firmeza creían en el creador omnisciente. Y aquí puedo citar, el uno junto al otro, a George Eliot y a Flaubert.

Y otra observación más pertinente: la divinidad asumida por el novelista del siglo XIX solamente fue un recurso técnico; y la parcialidad del novelista moderno no es más que una estratagema. Cuando el narrador contemporáneo tiene alguna vacilación, cuando reclama para sí el derecho a la incertidumbre, comprende mal algunas cosas, juega y cae en el error, ¿llega de hecho el lector a deducir de todo eso que la realidad está siendo representada de una forma más auténtica? O bien, cuando el autor proporciona dos finales diferentes para su novela (¿por qué dos? ¿por qué no doscientos?), ¿imagina seriamente el lector que se le está «brindando una elección» y que la obra está reflejando la diversidad de resultados que caracteriza la vida? Esa «elección» no es nunca real, porque el lector se ve obligado a consumir los dos finales. En la vida, tomamos una decisión —o somos tomados por la decisión— y nos encaminamos hacia un lado; si hubiésemos tomado otra decisión (tal como le dije una vez a mi mujer; pero tengo la impresión de que ella no estaba en condiciones de apreciar la sabiduría de mis palabras), hubiésemos ido hacia otro lugar. La novela con dos finales no reproduce esta realidad: se limita a llevarnos por dos senderos divergentes. Supongo que podría decirse que es una forma de cubismo. Y me parece la mar de bien; pero no nos engañemos a nosotros mismos, ahí hay un artificio.

Después de todo, si los novelistas quisieran realmente simular el delta de las posibilidades que ofrece la vida, harían precisamente eso. Al final del libro habría una serie de sobres sellados, cada uno de un color. En todos ellos estaría claramente marcado: Final feliz tradicional; Final infeliz tradicional; Final semitradicional; Deus ex Machina; Final arbitrario moderno; Final Apocalíptico; Final de suspense; Final con sueño; Final opaco; Final surrealista; y así sucesivamente. Al lector se le permitiría elegir solamente uno de los sobres, y tendría que destruir los demás; pero es posible que mi actitud parezca demasiado insensatamente literal.

En cuanto al narrador vacilante, me temo que el lector acaba de tropezarse con un narrador de esa especie en este mismo momento. Puede que sea porque soy inglés. ¿Lo había usted deducido ya…, lo de que soy inglés? Ahí arriba hay una gaviota. Todavía no me había fijado en ella. Se va dejando llevar, esperando que le tiren pedacitos de los emparedados. Bueno, espero que no lo tome como una falta de consideración por mi parte, pero la verdad es que necesito ir a darme una vuelta por la cubierta; aquí, en el bar, la atmósfera está muy cargada. ¿Qué le parece si volvemos a charlar en el transbordador de regreso? ¿El de las dos en punto, el jueves? Seguro que para entonces me apetecerá más. ¿De acuerdo? ¿Cómo? No, preferiría que no subiera conmigo a cubierta. Por lo que más quiera. Además, primero pasaré por el lavabo. No puedo permitir que me acompañe allí, que alguien se asome a mirar desde la cabina de al lado.

Usted disculpe, no quería ser tan maleducado. ¿A las dos, en el bar, cuando zarpe el transbordador? Ah, una última cosa. La tienda de quesos de la Grande Rue: no se la pierda. Me parece que se llama Leroux. Le sugiero que pida un Brillat-S.avarin. En Inglaterra no conseguirá comprar nada que se le parezca. Allí los conservan a temperaturas demasiado bajas, o les inyectan productos químicos para que no maduren antes de hora, o lo que sea. Bueno, lo digo en caso de que le guste el queso.

¿Cómo captamos el pasado? ¿Cómo captamos el pasado extranjero? Leemos, nos enteramos de cosas, hacemos preguntas, recordamos, nos mostramos humildes; y luego aparece un detalle sin aparente importancia que lo modifica todo. Flaubert era un gigante; todos lo decían. Era como una torre que estaba por encima de todo el mundo, un fornido jefe de tribu gala. Sin embargo, sólo medía un metro ochenta y un centímetros: él es la autoridad que nos ha transmitido este dato. Alto, pero no gigantesco; un poco más bajo que yo, de hecho, y cuando visito Francia jamás me siento como una torre que destaca por encima de todo el mundo, como si fuese el jefe de una tribu gala.

De manera que Gustave era un gigante de metro ochenta, y en cuanto poseemos este dato el mundo se encoge un poquito. Los gigantes resultan no ser tan altos (¿significa eso que los enanos eran también más bajitos?). Los gordos: ¿eran menos gordos porque eran menos altos, y por lo tanto hacía falta menos barriga para parecer gordo; o eran más gordos porque tenían las mismas barrigas que los gordos de ahora, pero menos esqueleto con el que sostenerlas? ¿Cómo podemos averiguar estos detalles tan triviales, tan cruciales? Podemos pasarnos muchos decenios estudiando archivos, pero a menudo sentimos la tentación de alzar los brazos y declarar que la historia no es más que otro género literario: el pasado es una ficción autobiográfica que finge ser un informe parlamentario.

Poseo una pequeña acuarela de Rouen, firmada por Arthur Frederick Payne (nacido en Newarke, Leicester, 1831, que pintó de 1849 a 1884). Muestra la ciudad vista desde el atrio de Bonseeours: los puentes, las agujas, el río que se aleja hacia Croisset siguiendo un curso serpenteante. Fue pintada el 4 de mayo de 1856. Flaubert terminó
Madame Bovary
el 30 de abril de 1856: allí, en Croisset, en ese lugar en donde puedo apoyar el dedo, ese punto que hay entre dos manchas de acuarela. Tan cerca y sin embargo tan lejos. Entonces, ¿es esto la historia, una acuarela rápida pintada con trazo seguro por un pintor aficionado?

No estoy seguro de cuál es mi opinión acerca del pasado. Sólo quiero saber si los gordos eran entonces más gordos que ahora. Y también, ¿estaban más locos los locos? Había en el manicomio de Rouen un lunático que se llamaba Mirabeau que se había hecho famoso entre los médicos y los estudiantes de medicina del Hôtel-D.ieu gracias a una cualidad especial: a cambio de una taza de café estaba siempre dispuesto a copular en la mesa de disección con cualquier cadáver de mujer. (¿Es más loco, o menos loco, por lo de la taza de café?) Un día, sin embargo, Mirabeau demostró que era un cobarde: Flaubert cuenta que no fue capaz de cumplir su promesa la vez que tuvo que hacerlo con el cadáver de una mujer guillotinada. Es de suponer que le ofrecieron dos tazas de café, un poco más de azúcar, hasta un trago de cognac, digo yo. (¿Demuestra esto que estaba más cuerdo, o más loco? Me refiero a su necesidad de una cara por mucho que esa cara estuviese muerta.)

Actualmente no se nos permite usar la palabra loco. Qué chifladura. Los pocos psiquiatras por los que siento respeto siempre usan la palabra loco. Hay que usar las palabras más breves, sencillas y auténticas. Yo digo muerto, y agonizante, y loco y adulterio. Y no digo fallecido ni terminal (¿terminal? ¿de autobuses?), ni desórdenes de personalidad, ni un poco tocado, ni últimamente va muy a menudo a visitar a su hermana. Lo que yo digo es loco y adulterio. Eso es lo que yo digo. Loco suena como tiene que sonar. Es una palabra corriente, una palabra que nos muestra que la locura puede venir y llamar a nuestra puerta como si fuese una furgoneta de reparto. Las cosas terribles son, también, ordinarias. ¿Sabe usted qué dijo Nabokov del adulterio cuando daba su curso sobre
Madame Bovary
? Dijo que es «una forma muy convencional de elevarse por encima de lo convencional».

En cualquier historia del adulterio habría que citar la seducción de Emma en ese coche que ronda sin parar por toda la ciudad: probablemente se trate del acto de infidelidad más famoso de toda la narrativa del siglo XIX. Para el lector es bastante fácil imaginarse una escena descrita con tanta precisión, entenderla correctamente. Eso pensaba yo. Pero a pesar de todo también cabe la posibilidad de no acabar de entenderla. Voy a citar las palabras de G. M. Musgrave, dibujante, viajero, memorista y vicario de Borden, condado de Kent, y autor de:
El cura, pluma y lápiz, o, recuerdos e ilustraciones de una excursión.
París Tours y Rouen, en verano de 1847; con unos cuantos apéndices sobre los métodos de la agricultura francesa
(Richard Bentley, Londres, 1848) y también de
Un paseo por Normandía, o Escenas, personajes e incidentes a lo largo de una excursión de un dibujante por Calvados
(David Bogue, Londres, 1855). En la página 522 de la segunda de las obras citadas, el reverendo visita Rouen —«el Manchester francés», como él llama a esa ciudad— en un momento en el que Flaubert todavía está debatiéndose con su
Madame Bovary
. En la descripción que de la ciudad hace el reverendo se encuentra el siguiente aparte:

Ahora mismo he mencionado la parada de simones. La mayor parte de los coches que se encuentran estacionados allí son los vehículos más bajitos de su categoría en toda Europa. Cuando pasaba junto a uno de ellos, hubiese podido con la mayor facilidad apoyar mi mano sobre su techo. Son fuertes, pulcros y están cuidados, y llevan un par de buenas lámparas; pero son tan pequeñitos que parecen coches para enanos.

De manera que nuestra visión sufre un repentino bandazo: la famosa seducción debió de desarrollarse de forma más apretujada, y hasta menos romántica, de lo que quizá habíamos imaginado. Esta información, hasta donde yo sé, no ha quedado registrada en ninguna de las exhaustivas anotaciones que le han sido infligidas a la novela; y la ofrezco aquí, con la mayor humildad, a fin de que sea utilizada por los eruditos profesionales.

Alto, gordo, loco. Y están, además, los colores. Cuando realizaba investigaciones previas a la redacción de
Madame Bovary
, Flaubert se pasó toda una tarde mirando el paisaje campestre a través de diversos cristales de colores. ¿Es lo mismo lo que vio él entonces que lo que nosotros podemos ver ahora? Es de suponer que sí. Pero, ¿y esto? En 1853, cuando estaba en Trouville, vio cómo el sol se hundía en el mar, y declaró que parecía un gran disco de mermelada de grosella roja. Una imagen bastante ingeniosa. Ahora bien, ¿tenía la mermelada de grosella roja que se hacía en Normandía el año 1853 el mismo color que la que se hace allí mismo en nuestros días? (¿Han sobrevivido algunos tarros de la de entonces, a fin de que podamos hacer esa comprobación? Pero, ¿cómo podríamos estar seguros de que no había cambiado su color en todo ese tiempo?) Es una de esas cosas tan irritantes. Decidí escribir una carta a una empresa del sector de la alimentación para preguntarlo. A diferencia de algunas de las otras personas y entidades a las que también he escrito, éstos contestaron rápidamente. También supieron tranquilizarme: la mermelada de grosella roja es una de las más puras, afirmaron, y aunque es posible que un tarro de esa mermelada preparada en Rouen en 1853 no fuese tan transparente como la actual debido a que el azúcar que se utilizaba entonces no estaba muy refinado, el color debía de ser aproximadamente el mismo. De modo que al menos eso está claro: ahora ya podemos imaginar de qué color era aquel sol crepuscular. Pero, ¿entiende el lector lo que estoy tratando de decirle? (En cuanto a mis demás preguntas: dijeron que era posible que hubiese sobrevivido hasta la actualidad algún tarro de aquella mermelada, pero es casi seguro que a estas alturas se habrá vuelto de color pardo, a no ser que hubiese estado completamente sellado, y lo hubieran guardado en una habitación seca, aireada y absolutamente a oscuras.)

El reverendo George M. Musgrave era un tipo digresivo pero observador. Tenía una tendencia más que pronunciada a la pomposidad («Me siento obligado a utilizar los más altos elogios para referirme a la reputación literaria de la ciudad de Rouen»), pero su manía por los detalles le convierte en un informador muy útil. Habla de la pasión de los franceses por los puerros y del odio de los franceses contra la lluvia. Interroga a todo el mundo: a un comerciante de Rouen que le deja pasmado porque dice que jamás ha oído hablar de la salsa de menta, y a un canónigo de Evreux que le informa de que en Francia los hombres leen demasiado, mientras que las mujeres no leen prácticamente nada (¡Oh Emma Bovary, más extraordinaria incluso de lo que parecías!). Cuando visita Rouen, va al Cimetière Monumental el año después de que fuesen enterrados allí el padre y la hermana de Flaubert, y muestra su aprobación ante la novedad que supone el hecho de que se permita a las familias adquirir parcelas sin limitación temporal alguna. En otras localidades investiga, por ejemplo, una fábrica de fertilizantes, el tapiz de Bayeux, y el manicomio de Caen, aquel en el que murió Beau Brummell en 1840 (¿estaba loco Brummell? Los vigilantes le recordaban muy bien: un
bon enfant
, le dijeron, que sólo bebía agua de cebada con un poquitín de vino).

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