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Authors: José María Merino

Tags: #Otros

El lugar sin culpa

 

Una bióloga, para alejarse de un doloroso drama familiar, elige como destino profesional un laboratorio situado en una isla casi deshabitada, un «espacio protegido», donde el transcurrir del tiempo se ajusta mucho más al ritmo de la naturaleza virgen que al de los pocos seres humanos que habitan en ella, y donde parece posible que la memoria personal pueda ser anulada. Sin embargo, la llegada a la isla de un barco con el cuerpo ahogado de una joven devolverá a la protagonista la conciencia de la realidad humana y temporal a la que, a pesar de todo, pertenece.

Por medio de un lenguaje tan preciso como desnudo de artificio, a través una historia narrada con singular intensidad, José María Merino recrea ese paraíso natural completo y autónomo que parece existir a salvo del sufrimiento, pero que puede acabar suscitando la sospecha de corresponder más al sueño y al delirio que a la vigilia y a la razón. Una novela plena de maestría, que ha obtenido el premio de narrativa Gonzalo Torrente Ballester 2006.

José María Merino

El lugar sin culpa

ePUB v1.0

Crubiera
22.08.12

Título original:
El lugar sin culpa

José María Merino, 2007.

Diseño portada: María Pérez–Aguilera

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.0

19.45

Hay una lagartija sobre el alféizar. El cuerpo turquesa salpicado de pequeñas manchas malvas y rojas, los dedos tan largos que parecen ramificaciones vegetales, una lagartija ha subido al alféizar y permanece inmóvil, la cabeza vuelta hacia la doctora Gracia.

Todos los días, cuando empieza la tarde, la doctora se sienta detrás del edificio del laboratorio, a la sombra, y espera a que se acerquen las lagartijas. Ellas van llegando casi imperceptibles, al principio sólo roces muy leves en la tierra, sacudidas insignificantes de las briznas, hasta que la doctora Gracia se encuentra rodeada por ellas, un pequeño círculo de cuerpecillos verdiazulados, una corona de cabecitas alzadas. La doctora Gracia les ofrece migas, uvas, pequeños trozos de tomate que las lagartijas aceptan con docilidad y lo que pudiera llamarse confianza.

A veces dejan de comer y vuelven a levantar sus cabezas para mirarla, en una actitud unánime que a ella siempre le sorprende, pues parecería significar algún tipo de aviso, como si los menudos reptiles fuesen emisarios de un mensaje, en un lenguaje articulado visualmente en ese ademán, y cuyos demás signos, que ella no puede descifrar, transmitiesen un saludo, como si le agradeciesen las migas, los pedacitos de fruta y de verdura, como si esperasen que, tras aquellos manjares, fuese a darles algo más, pero también como si mostrasen la disposición expectante de quien aguarda con paciencia algún tipo de respuesta.

Al principio le sorprendía tanta docilidad, en la isla los humanos no las perseguimos y sus depredadores son escasos, aquí no hay gatos, esa conducta responde a la falta de agresiones de los grandes y pequeños mamíferos, pero conforme aquel territorio fue filtrándose en su imaginación, quiso pensar que en las lagartijas había una llamada de la propia isla, que la reclamaba a través de ellas, hazte como nosotras, ven con nosotras, entra en este espacio que sólo tiene pequeñas memorias de lo concreto, de lo reciente, abandona ese destino en el que se entrelazan tantas desazones, esa tortura del sentir humano, elige algo de aquí, ser pino, acebuche, sabina, dejarte acariciar por el viento, el ascenso de la savia ni gusta ni duele, ese pino enorme que se alza cerca de la puerta, su corteza quebrada que no parece materia orgánica, sus ramajes de agujas, sus piñas minúsculas donde nunca podrá desolarte el pensamiento, hazte peñasco, cristalízate, las peñas no viven pero existen y existirán, ni duermen ni velan pero el sol las calienta, hazte lagartija, disfruta también del sol sin saber lo que es, mueve tu cuerpo sin conocer que es un cuerpo ni que te pertenece.

Arbolízate, matorralízate, petrifícate, lagartízate, puede que le estén diciendo las lagartijas a la doctora Gracia, que hasta en la imposibilidad de desciframiento de su mensaje encuentra una confusión benéfica, una falta de claridad deleitosa como un embeleso.

Ahora es el final de la tarde y la doctora Gracia paladea la serenidad del lugar y se deja mecer en la sensación placentera, ya habitual, de lejanía y olvido, que suscita el cobijo cálido de una tierra firme protegida por la inmensa desolación marina que la circunda.

Una isla diminuta perdida en el mar, un enorme peñasco reseco donde la vegetación menor se desperdiga dificultosamente en buena parte de la superficie, y la vegetación arbórea debe buscar el amparo de ciertas laderas y vaguadas para perdurar en pequeños agrupamientos boscosos. El mejor cobijo para quien no busca sino el aislamiento, la desmemoria, un silencio que cubre hasta los mínimos rumores de la conciencia, la felicidad de sentirse vacía de recuerdos, dispuesta para vivir cada día con el seguro automatismo intuitivo de las lagartijas, con su misma vivacidad inconsciente.

Las lagartijas responden a estímulos sencillos, no se ven agobiadas por las tribulaciones de la memoria afectiva, se enfrentan con rapidez y resolución a las incidencias del momento, ellas mismas no son otra cosa que el momento mismo en el que se encuentran, con el simple objetivo de sobrevivirlo, y la doctora, que desde los primeros días ha encontrado en las lagartijas una compañía amistosa y un ejemplo admirable, se ha propuesto parecerse cada vez más a ellas, ser curiosa pero precavida, huir inmediatamente ante cualquier perturbación y, sobre todo, intentar con cuidado mantener apartados de su memoria esos recuerdos que podrían acongojar su condición humana, el de una madre vieja y demente al cuidado de una hermana quejosa, el de una hija huraña y perdida en las aventuras de una juventud que no admite consejos.

El ruido de un avión que cruza el cielo le hace alzar la cabeza y mantenerla quieta como las lagartijas. El avión vuela a menos altura de la ordinaria y la claridad con que la doctora identifica sus luces le hace pensarse a bordo, en una breve ensoñación de sustituciones, en una travesura de la imaginación, el juego del abandono súbito de este lugar, para estar a tantos metros por encima del punto que ocupa en la realidad, como si en este mismo momento estuviese contemplando la isla desde allá arriba, muy lejos del laboratorio con sus armarios blancos y el frigorífico atiborrado de muestras, sin poder suponer siquiera que una lagartija turquesa apoya sus patas de larguísimos dedos en el alféizar de zinc de una edificación prefabricada, sin imaginarse la existencia de lagartijas como ésta, ni pensar que ella misma ha deseado convertirse en lagartija, sin mayor interés que un vago y breve sobresalto visual ante la forma irregular de la isla en medio de la extensión del mar, una figura con un vago centro dispersa en muchas prolongaciones, erizada de escollos y rodeada de islotes, las enormes mordeduras de las ensenadas, al norte, en una el pequeño muelle, con una estribación artificial que se alarga en su seno, no muy lejos de la torre del antiguo fortín al que llaman castillo, las playitas que se extienden al otro lado, los diminutos trazos blanquecinos de los yates inmóviles.

Se ha debilitado la importancia y el sentido de los cientos de especies vegetales, de las lagartijas únicas en el mundo, de las distintas familias de insectos, de los pájaros, de todos los animales marinos, y entre ellos los que ella tutela, y hasta la propia isla, vista desde allá arriba, resulta solamente un gran peñascal misterioso que sólo podría humanizar el imaginarla como casual lugar de arribada para algún náufrago desesperado.

Pero estoy aquí abajo, aquí abajo, piensa la doctora Gracia, buscando con decisión sentir la realidad de la isla y de su encaje en ella, encontrarse por fin en paz con el mundo, en armonía con lo ajeno.

Sabe, por una fotografía vista muchas veces, que la isla, desde el aire, es una pequeña masa de roca perdida entre la inmensidad azul oscura, apenas tiene la consistencia de una mancha muy asimétrica, pasajera, casi imperceptible mientras el avión la sobrevuela, pero tú estás aquí abajo, en la tierra firme, no en esa casa de la ciudad a la que llega continuamente el ruido del tráfico en la avenida, no en la sala a la que tu madre, en la demencia, llama a menudo para insultarte, no en el cuarto vecino al de una hija arisca, que desde que se hizo adolescente nunca te mostró afecto, sino en este lugar casi secreto, protegida por un mar sin límites visibles, dispuesta con firmeza a convertirte en lagartija.

Hay biólogos que se han especializado en el estudio de los caracoles, yo cuando era estudiante debería haber elegido como tema de mi vida profesional un pequeño reptil como éste, un lepidosaurio, tan vivaracho, incansable buscador de insectos y larvas, tan gracioso, pero si ya no tengo tiempo ni tranquilidad para estudiarlas científicamente sí puedo aprender de ellas, que me ayuden a intentar mi metamorfosis, a pasar de mi círculo al suyo para encontrar en ellas la disolución de mi ansiedad.

No es fácil esa transformación, esa incorporación directa a una vida de pequeño reptil perdido entre los espacios naturales. La memoria está encendida con furor dentro de nosotros y es difícil extinguirla, como esos voraces incendios de los veranos que las gentes, los bomberos, los helicópteros, intentan aplacar. Un incendio que, como el infernal, nunca se consume, se alimenta continuamente de sus propias brasas en un acarreo circular e inacabable.

Su madre siempre desdeñosa, durante casi todo el tiempo de su recuerdo lejana, cuando no adusta, reprendiéndola por insignificancias, una lazada mal hecha, el peinado rebelde, una mancha en el zapato, su risa, su manera de tomar la sopa, de andar, su abandono en la lectura, loca del todo al fin, tras muchos años de viudez, parapetada ya en su casa como en una fortaleza, tras la basura maloliente y un rencor incomprensible.

Su madre, en los últimos tres años, llamándola por teléfono para decirle tú no eres mi hija, eres una mala puta, una zorra, tú no eres doctora, todo es mentira, quieres engañar a todo el mundo, mala puta, pero te voy a denunciar, todo el mundo va a saber quién eres de verdad, inmersa con ferocidad tan acendrada en un delirio senil, que su actitud tiene algo de esplendor trágico, si no fuese capaz de herir con tanta eficacia en el sentimiento, de suscitar en ella tanta congoja.

La memoria no puede amputarse, la madre viviendo entre basura, negándose a visitar ni a recibir médicos, llena su casa de ratones frente a las protestas de los vecinos, dando de comer a las palomas en el patio de luces sobre los tendederos con sorprendentes argumentos ecológicos, declarando una ternura hacia los animales que no puede disimular su regocijo ante las deyecciones que ensucian la ajena ropa tendida.

Todavía una semana antes, la Hermana Preferida la ha llamado para quejarse una vez más, la comunidad de vecinos dice que va a denunciarla, están desratizando la casa pero ella no les deja entrar en el piso y yo he visto debajo de los muebles platitos de comida, con este calor no te imaginas cómo huele aquello, les da de comer queso, alimenta a los ratones, los está criando, aquello apesta. La doctora lo sabe porque ha ido a verla arrostrando los insultos y el rechazo, ha podido entrar alguna vez, cuando le daba la gana de abrirle la puerta, ha olfateado ese hedor, ha visto la cocina donde se amontonan los platos y los vasos sucios, los mendrugos, las mondas, fruta podrida, el suelo tapizado de periódicos, trapos, cajas de cartón aplastadas, a lo largo de todo el rodapié una cenefa de los detritus que ha ido acarreando el mucho tiempo sin barrer ni fregar, no te pongas a limpiar, lárgate de esta casa, mala puta, pero tampoco aceptaba una asistenta, nadie que entrase a asear un poco aquel piso inmenso lleno de cagadas de ratón, todo lo tienen mordisqueado, todo roído, y ella no come más que pan, café y vino, ésa es su dieta, me exigió que le devolviese las llaves de casa, dijo que no quiere que vaya ni a verla, echó el seguro a la cerradura y me tuvo dos horas a la puerta, llamando y llamando.

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