Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Sí, mi señora —dijo el guardia, metiéndose la moneda en el bolsillo.
La reja de hierro se cerró tras ella.
Las grandes gotas de sangre caían de debajo de la corona como granos; parecían salir directamente de las venas..., pero al extenderse eran de un rojo brillante.
JULIÁN DE NORWICH.
Revelaciones Divinas
Finn no encontraba el color para la túnica de la Virgen. Había desistido y estaba inclinado sobre su escritorio, con los papeles de Wycliffe extendidos ante él. Quizá tenía que haber intentado mezclarlo con cinabrio, pensó mientras copiaba el Evangelio según san Juan. Una sombra pasó por detrás de él, una ligera disminución de luz. Aunque pensó que no podía ser el obispo, escondió los papeles debajo del secante, cubriéndose con la espalda. No se acercaría con pasos tan ligeros y sin ceremonia. A menos, claro, que pretendiera coger desprevenido a su prisionero.
Rápida pero cuidadosamente derramó un poco del precioso polvo de lapislázuli en su paleta y fingió mezclarlo. Otro paso detrás de él. Vacilante, inseguro. Adoptó la expresión de un artista absorto en su trabajo, pero cuando se volvió para ver a su visitante, se le demudó el rostro. El frasco de vidrio con la piedra azul molida se le cayó y se hizo añicos. El polvo se desparramó y tiñó el suelo de azul.
—¡Kathryn!
Se quedó mirándola tan sorprendido por su aparición como por su aspecto. Kathryn llevaba la capa manchada de barro; mechones de pelo blanco escapaban de la redecilla, que llevaba ligeramente ladeada. Al cruzar el umbral, había dejado tras de sí un rastro de barro. La angustia dibujaba finas arrugas en las comisuras de su boca y sus ojos, arrugas que él no recordaba.
—¿Es Rose? —preguntó él, sintiendo que se le aceleraba el pulso— ¿Se ha puesto de parto?
Por un instante pareció que Kathryn no sabía qué contestar.
A Finn, asaltado por un súbito miedo, se le cortó la respiración.
—Rose ya ha dado a luz —contestó ella finalmente.
Él exhaló un profundo suspiro de alivio.
Kathryn dejó vagar la mirada por la habitación y advirtió el pigmento derramado en el suelo. ¿Por qué no lo miraba? Eso no era propio de la señora de Blackingham, que nunca rehuía un enfrentamiento. Finn percibió en ella el peso de la culpabilidad y se habría deleitado en ello, pero su alivio al saber que el sufrimiento de Rose se había acabado era tan grande que se apiadó de la mensajera. Se contuvo para no limpiarle el barro de la falda y arreglarle el pelo.
—¿Y el bebé? —preguntó.
Ella no contestó.
—Kathryn, ¿el bebé vive? —Le dio un vuelco el corazón.
Ella respiró hondo.
—El bebé está bien. Tienes una nieta. Rose la llamó... Jasmine.
Jasmine, de jazmín. La flor favorita de Rebekka.
—Una nieta, Jasmine —repitió él, y le gustó cómo sonaba el nombre, el hecho de que los labios formasen una sonrisa al pronunciarlo. Le tocó el hombro a Kathryn—. Has hecho un penoso viaje para traerme esta noticia. Te lo agradezco. Con razón estás cansada. Siéntate, pediré un refrigerio. Y te estaría muy agradecido si hicieras otra cosa por mí, aunque me consta que ya me has hecho un gran favor.
Kathryn no se sentó. Mantuvo la vista fija en el frasco roto de polvo azul en el suelo.
Tal era el alivio de Finn que le daba vueltas la cabeza y sus palabras se aceleraron en igual medida que su pulso.
—Tu visita es muy oportuna. Necesito que entregues un paquete con unos papeles. He estado haciendo copias para Wycliffe, y eso no sería del agrado del obispo. Si pudieras llevar los papeles a la anacoreta que vive en San Julián, ella se encargará de que Medio Tom los entregue debidamente. Es evidente que no puedo permitirme la cólera del obispo, ¿no crees? No ahora, cuando Rose me necesita tanto. Kathryn, no sabes cómo...
Retirando la mano de Finn de su hombro, ella se apartó y se arrodilló.
—Se te ha caído el lapislázuli —dijo en voz baja— Deja que te ayude.
Agrupó en una pila el polvo azul con la mano enguantada.
—Me ha sorprendido mucho verte. —Finn se arrodilló a su lado y empezó a recoger el lapislázuli con un trozo de pergamino— De todos modos, era demasiado estridente para el manto de la Virgen. Háblame de mi nieta.
Sin contestar, Kathryn se sorbió la nariz. ¿Se habría resfriado con aquel tiempo? Una pequeña gota mojó el dorso de su guante.
—¿Kathryn? ¿Estás llorando? —Finn cogió el pigmento de sus manos y, estirándose, lo dejó en el escritorio. Conteniendo la respiración, preguntó—: Kathryn, ¿es Rose?
Ella movió la cabeza en un gesto de asentimiento apenas distinguible, salvo por un leve temblor en un mechón de pelo que había escapado de la redecilla dorada.
—Kathryn, por el amor de Dios. Mírame, contéstame. —La cogió por los hombros y, juntos, se incorporaron— ¿Es Rose? ¿Es que no está bien?
Cuando ella levantó la cara para mirarlo, tenía una mancha en el pómulo allí donde se había enjugado las lágrimas con el guante sucio de barro y polvo azul.
—Kathryn, has dicho...
Ella volvió a secarse las lágrimas, extendiendo otra mancha azul bajo el otro ojo. Parecía que tenía la cara amoratada. Por un instante Finn vio el rostro de su Virgen llorosa, su Virgen de la Crucifixión y supo qué era lo que ella no soportaba decirle. No le salieron las palabras. Su mente se negaba a aceptar lo que sus ojos veían en el rostro de Kathryn.
—Pero has dicho que ya dio a luz.
—Ya dio a luz, Finn. Y ahora está en el cielo, junto a la Virgen.
Kathryn se quedó largo rato sentada en el suelo junto a Finn, mirando impotente cómo él lloraba por su hija con la cabeza entre las manos. Ella también lloraba. Le contó con la voz empañada por la emoción que Rose había sido atendida con toda la ternura posible, que sus últimas palabras habían sido para él, que la habían enterrado en la cripta familiar, en tierra consagrada. Al ver que él seguía con la cabeza entre las manos, sin contestar, intentó consolarlo diciéndole que habían encontrado una nodriza para Jasmine, que era un tesoro de niña, que había llevado la esperanza a Blackingham, y también debía llevársela a él. Prometió cuidar de la pequeña hasta que Finn pudiera ir a recogerla.
—La trataré como a mi propia hija, Finn. Ninguna niña recibirá más amor. Te lo juro, corazón mío. —Lo había llamado así la última vez que yacieron juntos. La palabra simplemente había asomado en medio de su dolor, y ella misma se sorprendió. Pero él no la oyó siquiera— Finn, te lo juro por la leche de la Virgen que amamantó al Señor.
Pero lo mismo habría sido que hiciese sus promesas a una estatua. Al final oyó pasos en la escalera. La nodriza estaba en la puerta con Jasmine . Kathryn cogió a la niña sin mediar palabra e hizo una seña a la mujer de que esperase fuera. Se arrodilló junto a Finn con el bebé en brazos.
—Te he traído a la hija de Rose para que la veas. —Le tocó suavemente la mano, con cuidado de no sobresaltarlo—. Finn.
Creyó que se volvería, que se apartaría de ella. Pero no se movió. Con la mano libre, Kathryn le dobló los brazos y colocó en ellos a la niña dormida. Finn, sin parpadear, con los labios separados, la miró como si fuera una criatura extraña, exótica. Se quedó así durante lo que a Kathryn se le antojó una eternidad. El bebé dormía plácidamente.
—Finn, ésta es Jasmine —lo instó en voz baja— Es el regalo de Rose para ti. Fue bautizada con el nombre de Anna, pero Rose la llamó Jasmine para honrar a Rebekka.
—El regalo de Rose —repitió él con un hilo de voz.
Kathryn acarició la mejilla a la niña. Jasmine abrió sus ojos azul oscuro y la miró parpadeando.
—Tiene la boca de Rose, Finn y mira, también tiene su frente ancha y noble.
El, sosteniéndola, la examinó como si fuera uno de sus manuscritos a medio acabar. Kathryn nunca le había visto una mirada tan fría. Cuando habló, lo hizo en voz baja e indiferente.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.
—Tiene el cutis claro de Colin —dijo— y sus ojos.
A Kathryn su tono de voz le heló la sangre.
Finn le devolvió a la niña.
—He perdido a tres mujeres que amaba —dijo—. No podría perder a otra más.
Finn no supo cuándo se marcharon. Lo despertaron las campanadas que tocaban la nona, a media tarde. Estaba solo en su suntuosa celda. Tal vez había sido todo un sueño, pensó; un sueño enviado por el demonio para atormentarlo. La opresión que sentía disminuyó. Pero los papeles habían desaparecido, los papeles que había escondido cuando llegó su visita y el frasco roto estaba a sus pies. En su escritorio, allí donde debían estar los papeles de Wycliffe, había un montoncito de pigmento azul mezclado con polvo.
El dolor lo golpeó con toda su fuerza, anulando cualquier asomo de esperanza. Quería romper algo, cualquier cosa, saltar por la ventana al río, lanzar su cuerpo contra la pared hasta que la sangre salpicara las piedras. Maldijo y rugió al vacío. Eso atrajo al capitán.
—Traedme láudano, tengo dolor.
—No sé...
—Traedlo. ¡Ahora! —gritó.
Dio un puñetazo en la mesa y siguió golpeando hasta que un guardia le llevó una copa de vino fuerte mezclado con opio.
Más tarde despertó con el tañido de las campanas de las vísperas. Tenía fiebre. El corazón le latía con fuerza y la cabeza le palpitaba al unísono. Se sentía como un hombre que corre cuesta abajo y no puede detenerse.
Cogió el panel de la Anunciación. Con manos trémulas, mezcló la goma arábiga y el estridente polvo azul. Un trozo de cristal roto destelló. Se puso el minúsculo puñal de vidrio en la palma de la mano para examinarlo. Lo apretó y esperó, deseando sentir la aguda punzada.
Cuando abrió la mano, brotó una pequeña gota de sangre.
Un estigma, pero autoinfligido. Allí no había ningún milagro. No para él. No para Rose.
La gota de sangre se unió al polvo azul en el pliegue de la palma. Con el índice de la mano izquierda, colocó la sustancia viscosa en la paleta y empezó a mezclarla. Ya no le temblaban las manos. Con cuidado, de manera metódica —podía haber estado añadiendo cinabrio para aclarar el azul—, se pinchó el índice.
Exprimió una gota, mezcló. Otro pinchazo. Una gota.
—
Aurea testatur
, «se da testimonio con oro».
Un pinchazo. Una gota.
Sanguine testatur
, «se da testimonio con sangre».
Un pinchazo. Una gota.
Ya lo tenía. El tono azul perfecto para la túnica de la Virgen, un intenso azul real.
Era el color de los ojos de su nieta.
Y sin embargo, creo en todo lo que enseña y pregona la Santa Iglesia... Fue mi voluntad e intención nunca aceptar nada que pudiera ser contrario a la misma.
JULIÁN DE NORWICH.
Revelaciones Divinas
La anacoreta despertó de su pesadilla al oír que alguien llamaba suavemente a la ventana de los suplicantes. Había soñado que el demonio la estrangulaba —un demonio que guardaba un notable parecido con el obispo—, un sueño tan real que al principio se había sentido desorientada. Estaba empapada en sudor a pesar del frío que había tenido durante las oraciones de media tarde. ¿Se había dormido mientras rezaba las nonas? Con razón el demonio se había acercado a ella. ¿Cuánto había dormido? Desde su ventana de la comunión vio que la luz de la tarde iluminaba las vidrieras en el oscuro interior de San Julián.
Volvieron a llamar, esta vez con más urgencia. Fuera se oían voces, voces de mujeres. No había recibido muchas visitas desde el inicio de las lluvias. Las echaba de menos, pero en ocasiones las temía, como ahora. ¿Quién era ella para ofrecer consuelo divino? El paráclito la había abandonado, dejándole escasa capacidad de consuelo.
Se levantó con dificultad, sintiéndose mayor de los treinta y siete años que tenía, y corrió la cortina. Un grupo de mujeres y niños. Alegrándose, les dio la bienvenida, aunque apenas veía nada por aquella ventana estrecha salvo tres pares de ojos que miraban su celda.
—Soy lady Kathryn de Blackingham —dijo el primer par de ojos, y señalando a las otras dos añadió—: Éstas son mis sirvientas. —Sostuvo un bulto delante de la ventana—. Y ésta es mi pupila y ahijada.
—Esta ventana es demasiado pequeña para todas vosotras. Por favor, id por detrás y entrad en la habitación de mi criada. Podremos hablar mejor a través de la ventana por la que me sirve. Es más grande. Alice ha salido pero ha dejado la puerta abierta para que pueda ver la luz de la tarde.
Pocos minutos después, tres pares de ojos aparecieron en la ventana de Alice, pero ahora iban acompañados de caras, y éstas a su vez de tres figuras femeninas manchadas del barro del camino. La que sostenía el bebé vestía el atuendo propio de una noble.
—Dadme a la niña para que la bendiga —dijo Julián—. ¿Cómo se llama?
Tras una ligera vacilación, la mujer le entregó a la niña dormida por la ventana.
—Su madre la llamó Jasmine, pero en el bautizo recibió el nombre de Anna.
—Es tan hermosa como una flor de jazmín.
Después de que Julián hiciera la señal de la cruz sobre la niña y murmurara una oración, la dama depositó otra cosa en el amplio alféizar.
—He venido como mensajera de Finn el iluminador —dijo la visitante, deslizando un grueso rollo de papeles hacia Julián.
—Finn. Espero que esté bien, es un buen hombre y un amigo.— «Gracias a Dios sigue vivo», pensó. Se había planteado interceder por él, pero eso fue antes de caer en desgracia. Tras ordenarle que escribiera la declaración de fe, el obispo no había vuelto, dejándole el tormento de su desaprobación. Habían sido tiempos difíciles, sin noticias de la cárcel durante el sombrío período de lluvias, a solas con su miedo en la celda. Había intentado una y otra vez escribir la apología, pero siempre acababa arrugando el pergamino, frustrada. Entonces tenía que rezar para pedir perdón por sus arranques de despecho y volver a empezar, hasta que la luz interior que la guiaba era tan tenue como la apagada luz exterior. Cuando rezaba, Él ya no la escuchaba y las heridas de la contrición, las preciosas revelaciones, habrían podido ser fruto de la imaginación desbocada de un cerebro afiebrado. Ese mismo día se había quedado dormida rezando el oficio divino.
Con una mano —con la otra acunaba a la niña dormida—, desató el hilo que sujetaba los papeles. «En el principio fue el Verbo.» El Verbo, la palabra, y estaba en inglés.