El Mago

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

 

Tras escapar de Ojai Nicholas, Sophie, Josh y Scatty aparecen en París. Allí les estarán esperando nuevos enemigos como Nicolás Maquiavelo, escritor inmortal que está dispuesto a cualquier cosa por obtener el poder del Libro de Abraham el Mago.

Mientras tanto Perenelle sigue encerrada en Alcatraz y el tiempo corre en su contra la profecía se está haciendo realidad. Por cada día que pasa sin el Libro de Abraham, el Mago, envejecen un año, su magia se debilita y sus cuerpos se tornan más frágiles.

La profecía se está haciendo realidad...

Michael Scott

El Mago

Los Secretos del Inmortal Nicolas Flamel # 2

ePUB v1.0

Coco
21.10.11

Prólogo

Me estoy muriendo. Y Perenelle, también.

El hechizo que nos ha mantenido en vida durante seis siglos está desvaneciéndose y ahora ambos envejecemos un año por cada día que pasa. Necesito el Códex, el Libro de Abraham el Mago, para evocar una vez más el conjuro de la inmortalidad; sin él, nos queda menos de un mes de vida.

Pero en el plazo de un mes se pueden lograr muchas cosas.

Mi querida Perenelle está en manos de Dee y sus oscuros maestros, que la tienen presa. Al final se han hecho con el Libro y saben que Perenelle y yo no sobreviviremos durante mucho más tiempo.

Pero no podrán dormir tranquilos.

Aún no tienen en su poder el Libro completo. Nosotros poseemos las dos últimas páginas y ya deben saber que Sophie y Josh Newman son los mellizos que describe el texto ancestral: mellizos de auras plateada y dorada, un hermano y una hermana con el poder para salvar el mundo… o destruirlo. Los poderes de la chica han sido Despertados y su formación se inició con nociones de magia básica aunque, lamentablemente, su hermano no ha corrido la misma suerte.

Ahora estamos en París, mi lugar de nacimiento, la ciudad donde descubrí el Códex y emprendí el largo camino de traducirlo. Ese viaje me condujo finalmente a descubrir la existencia de la Raza Inmemorial y el misterio de la piedra filosofal, además del secreto de la inmortalidad. Adoro esta ciudad. Esconde muchos secretos y alberga a más de un humano inmortal y algún Oscuro Inmemorial. Aquí encontraré la forma de Despertar los poderes de Josh y continuar la educación de Sophie.

Debo hacerlo.

Por su bien, y por la supervivencia de la raza humana.

Extracto del diario personal de Nicolas Flamel, alquimista.

Escrito el sábado 21 de junio en París, la ciudad de mi juventud.

1

a subasta no empezó hasta pasada la medianoche, cuando la cena de gala hubo acabado. Eran casi las cuatro de la madrugada y la subasta ya estaba a punto de llegar a su fin. La pantalla digital ubicada detrás del famoso subastador, un actor que había caracterizado a James Bond durante muchos años, mostraba una cifra que superaba el millón de euros.

—Lote número doscientos diez: un par de máscaras japonesas Kabuki de principios del siglo XIX.

Una ola de nerviosismo recorrió la concurrida sala de subastas. Con incrustaciones de jade sólido, las máscaras Kabuki eran el plato fuerte de la subasta y se esperaba que superaran el valor del medio millón de euros.

Al fondo de la sala, un hombre alto, delgado y con el pelo blanco rasurado estaba dispuesto a pagar el doble de esa cifra.

Nicolás Maquiavelo se mantenía alejado del resto del público, con los brazos cuidadosamente cruzados sobre el pecho para no arrugar su esmoquin de seda negro hecho a medida en una sastrería de Savile Row. Con su mirada gris vigilaba a los demás postores, analizándolos y evaluándolos. De hecho, sólo quería localizar a cinco de ellos: dos co-leccionistas privados, como él, un miembro de la realeza europea, un actor norteamericano jubilado y un comerciante de antigüedades de origen canadiense. El resto del público estaba cansado o se había gastado el presupuesto inicial o no estaba dispuesto a pujar por esas máscaras de aspecto ligeramente turbador.

Maquiavelo sentía una gran pasión por las máscaras. Llevaba coleccionándolas mucho tiempo y ahora quería esta pareja para completar su colección de disfraces utili¬zados en obras de teatro japonesas. Estas máscaras habían salido por última vez a subasta en el año 1898 en Viena, pero un príncipe de la dinastía Romanov había logrado ofrecer la suma más alta. Maquiavelo esperó paciente¬mente; las máscaras volverían a salir al mercado cuando el príncipe y sus descendientes fallecieran. Maquiavelo sabía que aún estaría por ahí para comprarlas; era una de las muchas ventajas de ser inmortal.

—¿Empezamos la puja con un precio de salida de cien mil euros?

Maquiavelo alzó la mirada, atrajo la atención del su¬bastador y asintió con la cabeza.

El subastador había estado esperando su puja y asintió a su vez a modo de respuesta.

—Monsieur Maquiavelo ofrece cien mil euros. Siem¬pre ha sido uno de los patrocinadores más generosos de esta casa de subastas.

Unos tímidos aplausos recorrieron la sala mientras va¬rias personas se volvían para contemplarlo y alzaban la copa en su honor. Nicolas se lo agradeció esbozando una sonrisa.

—¿Alguien da ciento diez mil euros? —preguntó el subastador.

Uno de los coleccionistas privados levantó la mano.

—¿Ciento veinte?

El subastador miró otra vez a Maquiavelo, quien, de inmediato, asintió.

Durante los siguientes tres minutos, una ráfaga de pu¬jas subió el precio hasta doscientos cincuenta mil euros. Sólo quedaban tres pujadores interesados: Maquiavelo, el actor norteamericano y el canadiense.

Maquiavelo dibujó una extraña sonrisa; estaba a punto de ser recompensado por su paciencia y, finalmente, las máscaras iban a ser suyas. Pero la sonrisa se esfumó cuando Maquiavelo notó cómo su teléfono móvil, en el in¬terior del bolsillo, vibraba. Durante un segundo tuvo la tentación de ignorarlo; había dado órdenes estrictas a to¬dos sus hombres de no molestarlo a no ser que fuera com¬pletamente necesario. Además, sabía que sentían tanto pa¬vor hacia él que jamás osarían llamarle si no fuera una emergencia. Metió la mano en el bolsillo, sacó un teléfono móvil ultradelgado y observó la pantalla.

El dibujo de una espada apareció en la pantalla LCD del teléfono.

La sonrisa de Maquiavelo desapareció. En ese instante supo que tampoco iba a poder comprar las máscaras Ka¬buki este siglo. Apoyándose sobre el talón, dio media vuelta y salió de la sala con el teléfono apoyado en la oreja. Detrás de él, el martillo del subastador golpeó el atril.

—Vendido por doscientos sesenta mil euros...

—Dime —contestó Maquiavelo en italiano, la lengua de su juventud.

Había interferencias. De repente, una voz con acento inglés respondió en el mismo idioma, utilizando un dia¬lecto que se había extinguido en el continente europeo ha¬cía más de cuatrocientos años.

—Necesito tu ayuda.

El hombre que se hallaba al otro lado de la línea no identificó, aunque no era necesario; Maquiavelo sabía que se trataba del mago y nigromante inmortal doctor John Dee, uno de los hombres más poderosos y peligrosos del mundo.

Nicolás Maquiavelo salió del pequeño hotel situado en la Place du Tertre, una plaza adoquinada, y se detuvo pan respirar el aire fresco nocturno.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó prudentemente. Detestaba a Dee y sabía que el sentimiento era mutuo, pero ambos servían a los Oscuros Inmemoriales y eso significaba que estaban obligados a trabajar juntos a lo largo de los siglos. Además, Maquiavelo envidiaba ligera¬mente a Dee, pues éste era más joven que él, y además lo aparentaba. Maquiavelo había nacido en Florencia en el año 1469, lo cual le hacía cincuenta y ocho años mayor que el mago inglés. La historia afirmaba que había muerto el mismo año que Dee había nacido, en 1527.

—Flamel ha vuelto a París.

Maquiavelo se enderezó.

—¿Cuándo?

—Justo ahora. Ha llegado a través de una puerta telú¬rica. No tengo la menor idea de adónde conduce. Scathach está con él...

Maquiavelo retorció los labios formando una horrible mueca. La última vez que había visto a la Guerrera, ésta le había empujado hacia una puerta que, en ese preciso ins¬tante, se cerró. Estuvo semanas sacándose astillas del pe¬cho y de los hombros.

—También le acompañan dos niños humanos. Nor¬teamericanos —informó Dee mientras su voz resonaba y se desvanecía entre la conexión trasatlántica—, mellizos —añadió.

—¿ Puedes repetirlo ? —preguntó Maquiavelo.

—Mellizos —repitió Dee— con auras de colores puros, dorado y plateado. Ya sabes lo que significa —agregó con brusquedad.

—Sí —murmuró Maquiavelo. Significaba problemas. Entonces dibujó una sonrisa apenas perceptible; también podía significar una oportunidad para él.

Se escucharon interferencias y después Dee prosiguió.

—Hécate Despertó los poderes de la chica antes de que la Diosa y su Mundo de Sombras fueran destruidos.

—Sin preparación, la chica no supone amenaza alguna —susurró Maquiavelo, intentando evaluar la situación. Inspiró profundamente y continuó—: excepto para ella misma y aquellos que la rodean.

—Flamel llevó a la chica a Ojai. Allí, la Bruja de Endor la instruyó en la Magia del Aire.

—Supongo que intentaste detenerla, ¿verdad? —La voz de Maquiavelo insinuaba regocijo.

—Lo intenté. Y fracasé —admitió Dee con amargura—. La chica ha adquirido algunos conocimientos pero carece de práctica.

—¿ Qué quieres que haga ? —preguntó Maquiavelo con cautela, aunque para entonces ya lo sabía de sobra.

—Encuentra a Flamel y a los mellizos —ordenó Dee—. Captúralos. Mata a Scathach, si puedes. Estoy a punto de salir de Ojai, pero tardaré entre catorce y quince horas en llegar a París.

—¿Qué ocurrió con la puerta telúrica? —preguntó Maquiavelo. Si una puerta telúrica conectaba Ojai y París, entonces, ¿por qué Dee no...?

—La Bruja de Endor la destruyó —reconoció furiosa¬mente Dee—, y casi me mata. Tuve suerte y logré escapar sólo con un par de rasguños —añadió. Después, colgó el teléfono sin despedirse.

Nicolas Maquiavelo cerró cuidadosamente su teléfono móvil y se lo acercó al labio inferior con aire pensativo. Por alguna razón, dudaba de que Dee hubiera tenido suerte. Si la Bruja de Endor hubiera querido acabar con la vida del inglés, ni siquiera el legendario doctor Dee hu¬biera podido escapar. Maquiavelo se dio la vuelta y cruzó la plaza dirigiéndose hacia su chófer, quien le estaba espe¬rando pacientemente con el coche. Si Flamel, Scathach y los mellizos norteamericanos habían venido a París a tra¬vés de una puerta telúrica, entonces sólo había algunos lu¬gares de la ciudad a los que podrían haber llegado. Debería ser relativamente sencillo encontrarlos y capturarlos.

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