El mal (25 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—No creo que esté tan descuidada —comentó sin dar más explicaciones.

—Ya se lo digo yo —insistió Marcel, adoptando a la perfección el tono plomizo del típico vecino cargante—. Y ya no sé lo que hay que hacer. He remitido varias cartas al Ayuntamiento, y...

El rostro de Cotin había pasado de exteriorizar hastío a evidenciar una creciente impaciencia, lo que indicó a Marcel que disponía de muy poco tiempo para soltar el cebo.

—Oiga —se quejó Cotin—, haga lo que quiera, pero no me lo cuente. Tengo prisa.

Ya se disponía a marcharse, así que Marcel se apresuró a cerrar su trampa:

—Perdone —insistió, mientras señalaba el palacio—, pero como ya le digo es una vergüenza. Hasta les envié la historia y los planos del edificio, que tiene una estructura interior única. ¡Y nada!

Señuelo a la vista que, tal como había previsto el forense, tuvo como efecto un brusco cambio de actitud en aquel tipo de apariencia desconfiada y voz desagradable.

—¿Planos? —repitió Cotin, entrecerrando los ojos, lo que concedió a sus facciones un inusitado rasgo sibilino—. ¿Dispone usted de los planos de ese edificio?

Marcel hizo como si aquella interrupción, de tan intrascendente, lo desorientase.

—¿Qué dice? ¿Los planos? Pues claro que los tengo, si creo que soy el único que se ha preocupado de ese palacio en cien años. ¿No le parece increíble? ¡Y está en pleno centro!

«Venga», pensaba Marcel, «pídemelos, dime que quieres verlos».

—Mmmm, ya, coincido con usted, es una vergüenza. Si tiene tiempo —el tipo carraspeó, como si cambiar de actitud supusiese para él un sacrificio inmenso—, podemos tomar un café y me cuenta con más detalle lo del palacio. Conozco gente importante en el Ayuntamiento —improvisó, para fomentar la cooperación de aquel infeliz a quien pretendía utilizar—, que a lo mejor podría agilizar los trámites de sus quejas.

—Verá, es que ahora —se justificó— debo hacer unas gestiones. Si quiere, puede acompañarme y mientras caminamos se lo voy explicando todo. Sería una suerte si usted pudiera conseguir que se restaurase este palacio, yo se lo agradecería mucho —detuvo su discurso, como asaltado por una ocurrencia—. Si sobra tiempo, a lo mejor incluso puedo enseñarle los planos, vivo cerca de aquí. Si quiere, claro. Como le veo tan interesado...

Pierre Cotin aún dirigió sus ojillos astutos hacia los alrededores, dudando, debatiéndose ante la tentación de aquella oportunidad que acababa de presentársele.

—Me parece bien —accedió al fin—. Vamos, pues.

Las dos figuras se perdieron por un estrecho callejón. Marcel Laville había comenzado a describir la fachada del palacio en voz alta, ante el gesto resignado de Pierre Cotin. El espía pronto descubriría, no obstante, que estaba mejor preparado para investigar que para protegerse.

* * *

Pascal consultó su reloj, anticipándose a un gesto que al instante repitieron Dominique y Michelle. La curiosidad por la prolongada ausencia del Guardián de la Puerta se iba haciendo palpable en todos los presentes, sobre todo ahora que el encuentro llegaba a su fin. De alguna manera, la posibilidad de que el origen de aquella marcha estuviese vinculado a la Puerta Oscura estaba en las mentes de todos.

—¿Alguna cosa más? —planteaba Daphne entrecruzando los esqueléticos dedos de sus manos, en un previsible intento de dar margen a Marcel.

La reunión, de todos modos, había ido bien. Se había concretado la nueva cita —al día siguiente y en el mismo lugar—, todos se habían puesto al corriente de los últimos acontecimientos y Jules había aprovechado para indagar en torno a esa capacidad del Viajero para acceder a la memoria de los lugares. El asunto de Lebobitz también había terminado surgiendo, y la vidente había coincidido con el grupo en que Pascal no debía asumir de nuevo la responsabilidad de iniciativas particulares, algo a lo que el Viajero no tuvo nada que objetar, a aquellas alturas.

—Hola.

Todos giraron las cabezas en dirección a aquella voz.

Marcel Laville franqueaba en ese momento un portón lateral, sereno y sonriente como si viniese de tomar un café.

—Perdonad mi tardanza —se disculpó—, hay compromisos profesionales que no pueden posponerse.

—No pasa nada —repuso la vidente, mientras el médico llegaba hasta su sillón vacío y tomaba asiento—. Estábamos ya terminando, Marcel. ¿Todo bien?

El forense volvió a sonreír, aunque Pascal, asombrado ante su propia sensibilidad frente a determinados síntomas, detectó en aquella sonrisa un indefinible enigma. Supo que, en cuanto finalizase aquel encuentro y hubiesen abandonado el palacio, Marcel y Daphne mantendrían una conversación privada. Por otra parte, ¿qué significaba exactamente «compromisos profesionales» para el Guardián de la Puerta Oscura? ¿Se trataba tal vez de un eufemismo que implicaba labores defensivas?

A Pascal no le convenció aquel talante protector, paternalista, que los mantenía al margen. Pero no dijo nada, no era momento para unas recriminaciones que precisaban de mayor información.

—Todo bien, sí —respondía el forense, con una engañosa candidez—. Adelante, continuad, por favor.

—¿Alguien tiene algo más que decir, o lo dejamos hasta mañana? —insistió la bruja por última vez.

Los chicos se miraron entre ellos. Un leve murmullo se levantó, aunque nadie alzó la voz.

Edouard, que no había pronunciado palabra en toda la reunión, prefirió continuar con su actitud de observador, disfrutando de una sensación de orgullo que apenas lograba reprimir. ¿Podía concebirse mayor privilegio que comenzar su trayectoria como médium participando de aquella élite de conocedores de la Puerta Oscura? La Vieja Daphne había contado con él para el desafío más apasionante que podía concebir, al modo de un deportista cuya primera competición son las Olimpiadas. La confianza de su mentora le brindaba ahora la ocasión de compensar aquel humillante episodio que sufrió en la calle hacía varios meses, el asalto fulminante del vampiro, cuyo sobrecogedor recuerdo todavía le aceleraba el pulso. Pero incluso aquella actuación fallida, que a punto había estado de costarle la vida, constituía una valiosa lección más que no estaba dispuesto a desaprovechar.

Edouard suspiró, cambiando de postura en su sillón. Ahora se encontraba allí, en aquel palacio de suntuosa solemnidad, inundado de emoción. Daphne había contado con él. Esta vez sí.

—Yo tengo una duda —manifestó Pascal en aquel momento, arrancando con la determinación de puntualizar una cuestión que tendrían que haber abordado mucho antes.

—Adelante —animó Daphne, enfocándole con sus pupilas brumosas.

Pascal se tomó unos instantes antes de formular su pregunta:

—¿Qué se espera de mí, Daphne? —a sus palabras siguió un elocuente silencio—. Eso es lo que quiero saber. En realidad, no sé qué va a pasar conmigo a partir de ahora.

Aquel interrogante, en apariencia sencillo, ocultaba sin embargo una incógnita de profundo calado. El ritmo frenético y las propias circunstancias en las que Pascal se había convertido en el Viajero habían impedido tratar antes un tema tan elemental como ese: para qué servía el Viajero, o —desde una perspectiva de mayor trascendencia, más mística— qué razón de ser anidaba en la existencia de una figura semejante a lo largo de los siglos.

Todos conocían ya la leyenda que justificaba su origen, en torno a una tragedia amorosa en la Italia del siglo XII. Pero la cuestión no era esa, sino la propia utilidad de la Puerta Oscura. ¿Por qué la realidad había permitido su existencia siglo tras siglo? ¿A qué se habían dedicado los Viajeros anteriores para responder de su privilegio?

Daphne había asentido, bajo la atenta mirada de Marcel. Ahora que ya no se enfrentaban a un vampiro merodeando por el mundo de los vivos, y que Michelle había sido rescatada de la inhóspita región del Mal, Pascal necesitaba comprender la esencia de aquella excepcional naturaleza que ostentaba.

La vida y la muerte se empeñaban en sepultarlos con su sucesión abrumadora de acontecimientos.

—Ya has ejercido como Viajero en este mundo —aseveró Marcel con gravedad—. La carta de la señora Lebobitz o la resolución del crimen de Goubert así lo atestiguan.

Pascal se quedó pensativo.

—¿Esa es mi función, entonces? ¿Atender las llamadas de los fantasmas hogareños?

Marcel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pero en casa de los Goubert no vi a ningún fantasma hogareño —repuso el chico, valorando el alcance de lo que se iba diciendo.

Daphne ofreció, solícita, la clave de aquella duda:

—La mujer asesinada fue quien mantuvo el recuerdo en el lugar, Pascal. Es otra forma de dirigirse a ti. Tú la liberaste.

El chico resopló, esforzándose por procesar aquella información que amenazaba con superarle.

—Así es —convino Marcel—. La realidad demuestra que en ocasiones las injusticias quedan sin resolverse en esta tierra —expuso—. La misma causa que respalda la existencia de los entes hogareños, los asuntos pendientes que obstaculizan a esos espíritus abandonar nuestra dimensión, justifica el cometido del Viajero. Es cierto, no obstante, que en muchos casos el mero transcurso del tiempo permite que esos motivos sin solucionar que impiden a algunas almas descansar en paz se resuelvan y puedan proseguir su camino natural. Por ejemplo, si tú no hubieras intervenido en el esclarecimiento del caso Goubert, el cadáver de su esposa no hubiera sido descubierto, así que ese tipo habría vivido libre mientras ella permanecía espiritualmente en la casa, sin poder marcharse. Ahora bien; en el momento en que él falleciese, sería llevado a la Tierra de la Oscuridad, lo que al mismo tiempo liberaría el alma de su mujer, que por fin podría abandonar la casa.

—Entonces no soy necesario —concluyó Pascal tras meditar unos segundos.

—Lo eres como herramienta que puede ahorrar sufrimientos —matizó Marcel—. Hay cadenas que pueden tardar generaciones en romperse... sin ayuda. Tu presencia supone una luz de esperanza para esas almas que permanecen ancladas en una oscuridad inerte, ignorantes de su destino.

—Conozco esa dimensión —afirmó Pascal—. Me hago a la idea.

A raíz de aquellas declaraciones, Pascal evocó la figura del Quijote. La solitaria silueta del caballero andante se le antojó demasiado próxima a su propia figura como Viajero.

Sintió la soledad de quien se consagra a un empeño incomprendido por el mundo, una soledad íntima que él ya había sufrido otras veces y que no podía compartir. El privilegio de ostentar la condición de Viajero implicaba algunas desventajas. Y ser consciente de ello no las hacía más llevaderas.

—¿Puedo transmitir mensajes entre vivos y muertos? —planteó, buscando utilidades a su capacidad de moverse por los dos mundos, entre las que resaltaba la fraudulenta propuesta de Verger.

—Viajeros anteriores a ti desempeñaron funciones parecidas —manifestó Daphne—. Los médiums logramos hacer eso mediante nuestras sesiones de espiritismo, pero en cambio tú puedes llevarlo a cabo físicamente. Incluso puedes, como ya sabes, trasladar objetos entre dimensiones.

—Pero hay más.

Pascal alzó una ceja en señal de interrogación ante ese aviso de Marcel, aguardando aquella información añadida.

—Tu cometido también incluye proteger a los vivos de presencias muertas que a veces se conectan a nuestro territorio aprovechando resquicios entre las dimensiones —se explayó el Guardián—. Un fenómeno excepcional que puede responder al mecanismo de compensación de la Puerta Oscura —todos recordaron que la llegada del vampiro Gautier se había producido precisamente al acceder Pascal al Mundo de los Muertos—, o bien a otro tipo de irregularidades.

—¿Irregularidades como cuáles? —quiso saber Pascal.

La respuesta no se hizo esperar:

—Como Marc —sentenció Marcel—. Un tema que habrá que solucionar cuanto antes. En el fondo —cayó en la cuenta—, y aunque sea algo arriesgado, sí necesitamos que viajes.

Daphne también se había percatado de ello conforme la conversación avanzaba:

—Necesitamos saber más de los movimientos del ente. Algo que desde nuestro mundo resulta muy difícil. Puede haber más vidas de médiums en juego, y hemos de anticiparnos.

El Viajero asentía satisfecho. A sus conflictivas razones personales para cruzar el umbral se añadía ahora una misión oficial.

Pascal tragó saliva. Comenzaba el juego.

CAPITULO 21

Las dos de la madrugada. Una silueta aguarda, inmóvil, fuera del haz de luz de la farola más próxima, confundiéndose bajo su abrigo oscuro con la negrura de la noche. Observa a ambos lados de la calle. No hay nadie. Frente a ella, la fachada apagada de una casa. Ninguna ventana iluminada. Todos duermen ya en el interior de ese edificio, cobijados en la serenidad de sus hogares. A lo lejos, unos ladridos salpican la quietud.

La silueta inicia unos movimientos sigilosos; se aparta de la acera —siempre fuera del alcance de los destellos de la calle—, cruza la calzada y alcanza el portal, deslizándose como una mancha borrosa. Su rostro queda oculto bajo un sombrero de fieltro levemente ladeado; sus manos, envueltas en guantes de látex, manipulan con pericia unos instrumentos que enseguida le permiten abrir aquella puerta. En segundos, la calle queda vacía.

Marcel Laville comienza a subir las escaleras sin emitir un solo ruido. Las suelas de goma de sus botas amortiguan las pisadas. Sabe cuál es el piso que le interesa, gracias a la documentación encontrada en la cartera de Pierre Cotin. Llega hasta la puerta, escucha con detenimiento, manipula la cerradura con sus instrumentos —logra suavizar el chasquido de su apertura— y se introduce en el apartamento mientras extrae de uno de los bolsillos de su abrigo una bolsa repleta de diminutas cápsulas.

Minutos después vuelve a la escalera, entorna la puerta del piso y comienza a descender con extremo cuidado. En cuanto sale del edificio —no ha cerrado del todo el acceso—, saca un teléfono móvil de uno de los bolsillos de su abrigo y marca un número. Cuelga en cuanto oye la primera señal.

El Guardián de la Puerta ya ha desaparecido de aquella avenida, su figura muda se ha perdido por el entramado de callejuelas que se abre en las proximidades. Es entonces cuando un vehículo grande, a escasa velocidad y con un motor silencioso, aparece en las inmediaciones del edificio. El monovolumen se detiene junto al portal, varios individuos salen de él portando un bulto voluminoso y pesado que introducen en la casa sin detenerse.

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